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Clichés


Cliché

Del fr. cliché.

1. m. Plancha clisada, y especialmente la que representa algún grabado.

2. m. Tira de película fotográfica revelada, con imágenes negativas.

3 m. Lugar común, idea o expresión demasiado repetida o formularia.

 

 

Cliché N°0: Las cuentas

Cuatro de la tarde, y busco entre el sol sus pieles desnudas: ustedes se ríen de lo terrible para delatar mis celos desde la pared, otro afuera. No es bossa nova ni trova cubana pegada a mi tímpano, endurecidos con mi clic clac maratónico. Sólo el mismo deseo, la misma risa repetida como si aún pudieran medirse en cinco minutos. ¿Pero pasa el tiempo, o es otro dolor que desconozco esta tarde? Un poco más, y no basta. Un poco más, y otra vez lengua y labios. Un poco más, y las cuatro se me deslizan sin avanzar, sin que logre cortar sus respiraciones. ¿Quién dirá que avancemos a tientas, a ciegas, a cualquier otro paisaje que no sean estas sábanas amarradas a sus cinturas, a cualquier otro grito que no sea una burla para el sol? ¿Quién dirá: es tarde? Cuatro de la tarde, y la luz vuelve a desnudarlos, como si esperara que besaran sus rayos. Pero ustedes no caerán en el sueño de los cerdos. No se abandonarán a los días parcos, ni mediocres vivirán mi tiempo. Cuatro de la tarde, y me olvido en sus pieles inmóviles.

 

N°2: El eros

Aunque el trasero se deslice por el sillón y termine entumecido para impedirlo, la puntada en la espalda acaba enterrando el libro en el estómago. Los codos, como despellejados por arrastrarse hoja por hoja. ¿En la mirada? Inyecciones de penicilina. Un encendido mareo, también. Si un pedo no detuviera el paso de la siguiente página, hasta el último poro sería apedreado. Se cierran los párpados y, por un instante, no lastima la salvación en la lectura: acaso un gemido, apenas perpetuo.

 

N°5: Los otros

Mis cabellos le dicen buenos días entre sus piernas sin lograr erotizarle. Anoche, en cambio, le alcanzaba la hombría para burlarse de mis visos o imitaciones. Su profesora, decía, en quinto básico simuló tener una muestra de semen entre sus dedos, mientras les hablaba de la masturbación: es tan hediondo, chiquillos, tan hediondo. Sospechó de la exagerada medida de su asco. Incrédulo, observó la caricatura de una adolescente desnuda que descubría sus vellos negros en el libro de Orientación. Retumbaron en sus sienes más las palabras de esa muchachita rubia que las de la profesora. ¡Es tan sorprendente!, decía la chica justo bajo su pubis fotocopiado sobre papel de roneo. Esas rayitas oscuras sobre un triángulo ovalado ensalivaron su slip por primera vez. Es tan hediondo, es tan sorprendente, le repito entonces entre risas. Mancha, hasta transparentarlo, el reflejo dorado sobre mi cabeza.

 

N°7: La suerte

Con mis hermanos nos arrancábamos después del colegio al tranque detrás de los cerros de nuestra casa. Tragábamos el almuerzo y corríamos para ir y regresar antes de que llegaran de sus trabajos papá y mamá. Como dormíamos en la misma habitación, aparejados en camas de una plaza, y nuestro patio carecía de cualquier aventura para la imaginación, nuestra pequeña fuga significaba una también una victoria para nuestra libertad. No había casi diferencia entre esa libertad y la que ganábamos con nuestras diarias peleas a combos. Quizá, tras el encierro de la sala de clases, los combos eran una necesidad y la fuga una promesa.

Para llegar al tranque debíamos atravesar las dos canchas al final de la población. En invierno, solían acampar gitanos en ese descampado. Sus destartaladas carpas eran apenas un poco peor que nuestras ropas, pero eso no nos intimidaba como para negarnos nuestro destino. La alternativa era atravesar una ladera donde era usual encontrar bolsas con neoprén y mierda de los que allí lo habían jalado. Además, era casi catártico cuando lográbamos sortear los olores de las carpas y nos encontrábamos el alambrado con el cartel de Cuidado, rondín armado. Ese saludo, antes de cruzar el alambre de púas y hacer una caminata de más una hora a través del fundo privado donde se encontraba el tranque, nos embriagaba.

Un día, sin que mis hermanos lo notaran, me escabullí por otro sendero entre las carpas y di de frente con una gitana. Estaba acuclillada, orinando a la orilla del canal que rodeaba las canchas. Me doblaba la edad, pero sus quince o dieciséis años ya estaban agrietados por la embriaguez o el hambre. Aunque estaba a dos cuerpos de ella, no notó mi presencia. Bajo su vestido, vi el triángulo ennegrecido entre sus piernas como único contraste a su piel quemada. Era pleno invierno, pero parecía embadurnada con greda incluso bajo las partes que nunca veían la luz, como uno de sus pezones, que se escapaba apenas entre su escote. Mirarla, de algún modo, enrojeció también mi piel. Hasta el día de hoy, recordar esa piel me obliga a oler también mis dedos, como si la mancha terrosa sobre su imagen aún impregnara sus yemas. Y de la mano de ese color, aún más perturbador, el sonido amarillando la tierra bajo sus piernas.

De pronto, la gitana acabó de orinar y levantó hacia mí su mirada, como si en todo momento hubiera sabido que estaba allí. Comenzó a gritarme palabras ininteligibles agitando sus brazos, pero no pude salir arrancando. Estaba petrificado por el ardor en mi sien, como si dos enormes manos hubieran abofeteado mis orejas a la vez. Mi horror, si es que lo era, debió durar apenas un minuto. Mis hermanos habían corrido hacia mí apenas escucharon los gritos. Anda a lavarte el poto, cochina culiá. Te gusta chupársela a los cabros chicos, maraca y la conchadetumadre, quizá escuché mientras ella huía de las piedras. Mis hermanos probablemente siguieron gritando incluso cuando corrimos de vuelta a nuestra casa, pero en cambio, para mí, solo hubo silencio antes y después del chorro, aún tibio y vivo su pálpito en el charco que dejábamos atrás. Hay cuchillos en los sonidos del mundo, dicen.

 

Por la noche, no pude quedarme dormido. Como nuestra madre nos bañaba antes de acostarnos, el aroma a jabón Popeye sobre mi piel y la de mi hermano me mareaba, y el calor de nuestros cuerpos en la cama me parecía insoportable. Sudaba y en cada gota de mi frente hervía el sonido de la gitana. Ninguna imagen podía escapar de esos compases que escuché afilar sus notas sobre la tierra. La gitana, de noche y desnuda, bañándose en el tranque e invitándome a acompañarla. La gitana, aunque me sacara dos cabezas de altura, rozando sus duros pezones contra mi pecho con su húmedo abrazo. La gitana, después de salir de las aguas, macerando las gotas sobre su piel colchovino bajo la luz nocturna, también desnudada. La gitana acostándose bajo el bosque que rodeaba el tranque, para confundir su cuerpo con las agujas secas de los pinos. La gitana abriéndose de piernas mientras la penetraba y escuchaba con cada embestida cómo las hojas, una a una, se quebraban bajo su culo, aferrado con mis manos. La gitana sonriéndome antes de orinar a la orilla de las aguas, con los brazos cruzados sobre sus minúsculas tetas, como si le avergonzaran más que el ardor fluyendo desde su entrepierna. 

 

Primero, descubrí el roce alrededor de mi glande. Después, que no era provocado por el slip, sino por mis dedos. Había estado extendiendo mi prepucio de arriba hacia abajo, hasta extremos donde casi era posible rajar la piel, pero lo hacía con una lentitud y un silencio calculados, como si aún inconsciente pudiera contener milímetro a milímetro el avance de mi deseo. No dejé escapar ningún gemido en ningún momento. Tampoco detuve mis movimientos, sólo los demoraba aún más cuando sentía los de mi hermano, ya dormido de espaldas hacía mí. Apreté los dientes con todas mis fuerzas para no gritar cuando finalmente eyaculé, conteniendo el chorro en la palma de mi mano. La cantidad de semen, aún sin saber qué era ni bien de dónde había salido, me pareció absurda para el tamaño de mi pene. Y aunque tardé un par de minutos en poder respirar con normalidad, en todo momento fui consciente que no debía delatarme con la humedad que atesoraba en mi mano. Intenté secar el aún tibio líquido frotándolo entre mis manos. Me sentí casi victorioso cuando descubrí, tras un rato de otros lentos movimientos, que casi lo había logrado por completo. Solo una parte formó minúsculas bolitas plásticas que, con mucho cuidado, arrojé al piso por el costado de la cama.

 

Entonces, me hundí entre las sábanas y frazadas para palpar si había alguna mácula de mis movimientos. Solo una vez satisfecho de su ausencia, bajé aún más para salir por los pies de la cama sin despertar a mi hermano. Como al frío imperturbable de la mediagua solo lo contradecía el sudor ardiente sobre mi piel, me lavé en el baño las manos tratando de acompasar mis latidos y movimientos a los de las mudas paredes.  Regresé a la habitación y repetí a la inversa los mismos malabares para entrar en la cama. Antes de quedarme dormido, volví a escuchar el sonido de la orina azotando la tierra bajo las piernas de la gitana. Agitó, esa y otras noches, el silencioso gemido de la suerte en nuestra habitación.

 

N°9: Las palabras

En la comisura de los labios, mordisqueamos nuestras palabras hasta silenciarlas. Banderas sangrantes, ya no les creemos ni las defenderíamos aunque algo de sus colores colme aun nuestros apetitos. Me tiras de espaldas a la cama y tu humedad recorre  mis venas erectas cuando entro en ti. Cae y cae y cae. Se enreda y entierra en mis vellos. Dibuja su entrada triunfal. En mi pecho no hay roce que no sea surco, ni botón no arrancado de la piel con tus uñas. ¿Qué contendrá el caudal de sangre sobre mi pecho, esos finos cauces que te esmeras en dibujar desde allí por todo mi cuerpo como si no tuviera que ver contigo el río desabrochado?  ¿Qué sed esperas saciar cuando empapas tus cabellos en las heridas abiertas? ¿Qué mapa lacerado te daría paz, María Magdalena indiferente a mis terrores? ¿Debo decir lo obvio con un hilito de voz, mediocre resistencia cuando mis latidos se quiebren con tus gemidos? Manos, uñas, dientes, sabiendo las respuestas, no contestan. Tampoco replican mi te amo. No es tuya esta trizadura.


 

N°11: Las poses

-¡Cara de loco! ¡En una pata! ¡Levantando las manos!

Su espalda intentó aferrarse al tronco del árbol para mantener el equilibrio.

-¡Sin hacer trampa!

Trastabilló antes de caer de rodillas y, en un segundo, volver a estar parada en un pie frente a quien la fotografiaba.  Salvo su rostro, todo el parque era un festival de sonrisas y carcajadas.

-Esa señora tiene mucho tiempo para cuidar el pasto-, escuchó a su espalda.

-Que le peguen un polvo, por favor. Si no, va a seguir hueviando.

Las dos jóvenes caminaban arrimadas una en los brazos de la otra, y no repararon en que las escuchaba, más cerca de la desesperación por no saber dónde afirmarse que de la curiosidad. El cabello de una, ondulado, caía hasta sus orejas y tenía una perfecta partidura en el medio. De un lado, era color rosa, del otro, negro. O más bien, negrísimo o azabache, como el caballo del cuento. Sus uñas estaban pintadas intercalando los mismos colores de sus cabellos. Pulgar rosa, índice negro y así… ¡Rozabache!, pensó. Casi todos sus rasgos contrastaban con los de su compañera, salvo que ambas eran pálidas y compartían los ojos achinados y delineados, como si hubieran salido de un cómic en blanco y negro.

- ¿Qué te pasó ahora? De nuevo andas paveando-, le dijeron, pero ya no ponía atención a esas palabras, sino al lugar en el pasto donde las dos jóvenes se habían sentado.

- Y tuve la conversación con ella. La conversación, te juro, ahí mismito. Me dijo: te voy a decirte una pura huea: para con el escándalo o te echo a los pacos.

- ¡No! Se pasó la vieja…

- Ya pos. Nos vamos, si sigues así. A ver… ¡Pecho paloma! ¡Poto parado!

Los gritos casi le hicieron dar un brinco y sus movimientos, de tan mecánicos, le agarrotaron todos los músculos. Y aunque las órdenes y risas siguieron -¡Pecho paloma! ¡Poto parado!-, más parecía una gallina sin huesos que una paloma con el poto parado.

- Y yo por hacerle un favor a la floja culiá de mi hermana, me agarro el queso gratis.

- Si, po. Si voh tení un cachorro, tení que hacerte cargo.

¿Notaba Rozabache su incomodidad? No lo sabía, pero vio cómo le señalaba con un movimiento de su cabeza. Después se acercó su compañera para susurrarle y sonreírle mientras le acariciaba sus cabellos lisos, como si amasara chicle o algodón de azúcar entre sus dedos. El vaho de su aliento entraba en esa oreja, pero estaba segura de que saldría por sus propias mejillas en tanto observara a la pareja. Se imaginó, por un momento, dictaminando los movimientos de Rosabeche.

-¡Pecho paloma! ¡Poto parado! ¡Cuello de tortuga!-

Sonrío por primera vez en toda la tarde. El flash, entonces, iluminó no su rostro, sino los cuerpos de las jóvenes, y Rozabache le sonreía haciendo movimientos que ella jamás hubiera pensado que existían. Pero la brisa invernal, como una ingrata aparición, ruborizó aún más sus pómulos y la trajo de vuelta al cansancio del parque.

- ¡Chascona! ¡Chascona!-, escuchó antes de que desordenaran sus cabellos.

Apenas fue un segundo, pero una furia perfecta le embargó, como si ningún borde se opusiera a su odio. Su manotazo fue igual de limpio, aunque sufriera las consecuencias de su propia fuerza y después retiraría el brazo.

- ¿Y ahora qué bicho te picó! Ándate con cuidadito y cambia esa cara.

Ella se miró los pies y aceptó las palabras rumiando con la mirada sus zapatillas, sucias y desabrochadas. Comenzó a hurgar con uno de sus pies la grava, aún húmeda por la lluvia de los días anteriores. Cuando notó que comenzaban a atarle los cordones, levantó la mirada. Rozabache la estaba observando: sonreía y simulaba una pistola con su mano que no la apuntaba, sino que fingía darse un tiro a sí misma y luego le sonreía. No pudo descifrar si ese gesto o las risas que le siguieron fueron cómplices o lastimeras. Justo en medio de su pecho, fue como si un dibujo se arrugara y, mientras lo hacía, extendiera su lento crepitar por su cuerpo. Pateó entonces con todas sus fuerzas y dejó atrás las manos que antes estaban atando sus cordones.

-¡Pero, oye…!

Escuchó su nombre a sus espaldas más de una vez hasta perderlo casi por completo. Corrió y corrió, sin preocuparse por el desborde de sus latidos, ni por los tropiezos que nunca lograron hacerle caer. Cuando finalmente se detuvo, intuyó un sabor en el aire que escapaba entre sus labios. Era como lamer la herida de un clavo o que sus dientes pudieran sangrar alquitrán, pensó. Y ese gusto tenía también manos y le empapaba aún más que el sudor su cuello, sobacos o piernas. Quiso llorar, pero el dibujo seguía allí, seco y arrugado. ¿Era porque el llanto podía también ser un cuerpo, cálido o frío, vivo o extenuado, como el suyo?

Casi sintió alivio cuando le agarraron las patillas y sus lágrimas, por fin, estallaron. Saltaron de sus ojos y deshilvanaron la hoja crepitando en todos los miembros de su cuerpo. 

-Cabra de mierda. ¡Qué te has creído!

Quiso, como siempre, replicarle a esa voz, pero contuvo hasta la más mínima muestra de su dolor. ¿Debía gritarle a esa mano ¡Poto parado! ¡Pecho paloma!? No. De alguna u otra forma, sería como negar el pálpito de esa otra palabra, coloreada en su pecho.


Lázaro Daniel, 40 años. Nací en Salsipuedes, un pequeño pueblo agrícola de la zona central de Chile, a unos cien kilómetros de Santiago, su capital. El lugar y la fecha de tal acontecimiento podrían haber pasado desapercibidos si una hora exacta después de mi nacimiento, no hubiera comenzado un terremoto (grado 8 Mw) que interrumpió mi primera lactancia. El resto es silencio para la literatura.

 

 

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