Bergere, abuela mía
1
El bergere donde mi abuela Marie se quedaba a dormir la siesta aún ronca en nuestro living. Me lo regalaron mis padres, no sé si como deshaciéndose de un mueble bastante incómodo o qué. El caso es que la oigo roncar por las noches. Ruidos de anatomía del ecocuero que lo cubre. Cosas por el estilo. Poltergeist. Yurei. Apariciones chilotas. Ahora que quiero deshacerme de él ningún comprador "consolida". (Rara esa palabra.) La ofrezco por Marketplace. Muchos preguntan por ella, pero jamás se llega a acuerdo. Me he quedado en paraderos con el bergere esperando al comprador, que se escabulle al verlo, supongo, porque ve una señora, de unos ochenta y tantos años que, si bien falleció por un ataque al miocardio hace décadas, aún no sabe que está muerta.
2
Bergere parece un elefante arrumbado a un costado de mi cama, hacinado él solo. Como esa gente que es tan grande que el diseño de la ciudad no les es suficiente. No se pueden sentar en el bus y se ven en la obligación de comprar dos pasajes. No pasan por los torniquetes. Hay que reacondicionar sus baños. Etc. Según Sabelotodo.org un Bergere (Bergère) es un sillón francés con brazos, que nace durante el reinado de Luis XIV y se perfecciona en el de Luis XV. Tiene el respaldo y los brazos formados por un marco tallado o moldeado, normalmente pintado de dorado (el dorado me provoca suspicacia, confío más en el color plata). La idea, en definitiva, es que fuera más amplio y cómodo, pero lo interesante de todo es que permitía ser transportado de un sitio a otro por algún mecanismo que desconozco. Ya no formaba parte del resto de muebles fijos que decoraban los salones en aquella época, verdaderas postales inmóviles. No sé en qué momento esta definición mutó a la que nombra hoy al sofá reclinable, sofá para uno. O de lectura, o de reposo, como se quiera decir. Tengo afición a la etimología por lo mismo, siento que rastrear la memoria de una palabra narrándola como un cuento de hadas es algo hermoso. Pero eso no lo escribiré aquí.
3
Acabamos de lanzarlo del segundo piso con mi roomie. No soportábamos su espacio. Del tamaño de un citycar. Sí, lo acabamos de arrojar desde el segundo piso a la piscina, donde lo contemplamos ahora flotar boca abajo. Sus ronquidos y volumen no nos dieron tregua. Ahora, quise contar todo esto sólo para recordar un cuento de John Cheever donde unos hermanos o primos, no recuerdo, eran penados por el alma de su tía o abuela (no recuerdo) encarnada en un arrimo. La resolución fue quemar el mueble. Y también, Una vía para la insubordinación de Henri Michaux, un tratado histérico sobre el fenómeno poltergeist. Los síntomas histéricos, según el francés, se manifiestan en la casa o lugar donde uno esté, en vez de en el cuerpo afectado. Se externaliza el síntoma. Mi abuela siempre fue ese bergere. No sé. Se movía de noche. Se escuchaba el ecocuero restregarse. Además, de los ronquidos ni hablar. Pedos. Crujir de bruxismo. Paladear de baba. Noches insoportables que, sumado a mi avanzado insomnio (¿se puede decir así? ¿avanzado insomnio?), hicieron de mis madrugadas verdaderas visiones de Juan de Patmos.
Sebastián Diez
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