Julieta Marchant: “Constantemente soy atacada por citas, pedazos de poemas, frases”
Utilizando 34 libros con los que alguna vez trabajó como editora, Marchant compuso los 34 poemas que están en el libro Poemas somos que otros escribieron. Recortó, copió y montó otra vez textos de George Oppen, Mario Montalbetti, Mary Ruefle, Nadia Prado o Anne Carson para llegar nuevos textos. Fue un acto de sobrevivencia: la editora de Bisturí 10 y Cuadro de Tiza reconoce que llegó hasta el sistema cuando las palabras se le acababan.
Créditos: Rocío Godoy
“Cuéntame una historia original”, decía Jorge González en una de esas canciones definitivas del pop de los 90. Si es icónica (porque lo es, ¿no?), sospecho que no es solo por su música, sino por su letra: la hastiada narración de alguien que decide, por fin, decirle a su amiga que el insoportablemente dramático relato de su vida no es nada más que algo común y corriente. “No tienes idea de nada”, remata. No tengo muchos fundamentos, pero creo que justo por cómo ella narra su historia es que termina siendo así de trivial. Quizás le pasan cosas rarísimas, pero cuenta la misma historia de siempre. No sabe nombrar su experiencia particular: no maneja las palabras. Repite. Repite como repetimos todos las mismas palabras hasta vaciarlas. Eso pasa. Y tiene efectos en casi todos los ámbitos, pero a la escritura literaria la pone en un enorme problema: su material está desgastado.
“Un día faltaron las palabras”, escribe Julieta Marchant (Santiago, 1985) en la nota de entrada de su libro Poemas somos que otros escribieron (Concreto 2023, Edición de autora 2024). Suena al inicio de una fábula —y quizás lo sea—, pero se trata de un reconocimiento muy concreto: después de escribir cinco libros de poemas, editar un par de docenas de libros para su propios sellos (Bisturí 10 y Cuadro de Tiza) y para otros, además de dictar semanalmente talleres de escritura, se encontró con que las palabras que utilizaba para escribir ya no le eran suficientemente útiles. No es que no estuvieran, sino que habían demasiadas. Entonces, ocupó ese exceso como una tabla de salvación: ocupó palabras de otros. Si estaban desgastadas, las estrujó hasta volverlas otras.
Basándose en 34 libros que en algún momento editó (nuevos, reediciones, traducciones), escribió 34 poemas formados por frases y palabras que estaban en aquellos textos. Un ejercicio de montaje, si queremos simplificarlo. Si queremos complicarlo, un ejercicio que aspira a la alquimia. O no, la alquimia es un exceso, porque Poemas somos que otros escribieron no pretende superar los libros originales, mucho menos llegar a la perfección, sino reconocer que, además de piezas de lectura, son materia de escritura al igual que las experiencias más concretas, emocionales, íntimas, políticas o fantasiosas, que componen cualquier poema. Reconocer que lo son es clave, porque luego se acaban las sospechas pecaminosas de plagio y robo. Marchant plagia y roba, pero tal como las artes visuales lo vienen haciendo hace tanto tiempo, no lo niega. Quizás incluso se enorgullece. Y si no lo hace, lo acepta: ser escritor (lector) es habitar en las palabras de otros, ¿por qué habría que excluirlas de la escritura?
“Confrontados a una cantidad sin precedentes de textos disponibles, el problema es que ya no es necesario escribir más; en cambio, tenemos que aprender a manejar la vasta cantidad ya existente”, dice el poeta estadounidense Keneth Goldsmith en Escritura no creativa (Caja Negra, 2016), un libro que, entre otras cosas, funciona para darle un telón de fondo a Poemas somos que otros escribieron. Partiendo con el clásico Libro de los pasajes de Walter Benjamin, Goldsmith documenta una serie de prácticas literarias que usan esa insondable cantidad de textos disponibles: citas, collages, plagios, repeticiones, todos esas remezclas caben en lo que propone no tanto como un proyecto posible, sino como un elemento del paisaje ya instalado. El subtítulo del libro es “Gestionando el lenguaje en la era digital” y desde ahí muestra múltiples mecanismos derivados de la tecnología computacional actual que tiñen su inventario de cierta frialdad maquinal: mucho software manipulando textos como si fueran datos, produciendo textos fríos, artificiales. O incluso muertos.
Sospecho que Poemas somos que otros escribieron avanza en el camino opuesto de esa ruta que documenta Goldsmith: Julieta Marchant revive textos. Les da nueva vida. Otras vidas. Libros completos de George Oppen, Kurt Folch, Mary Ruefle, Nadia Prado, Lisa Robertson, Mario Montalbetti, Chus Pato, Anne Carson o Jean-Luc Nancy, terminan en una o máximo dos páginas. Reducidos no es la palabra. Tampoco es una síntesis. Quizás es simplemente un modo de lectura: un poema como una lectura. Marchant cuenta en la nota inicial de su libro que en medio de un “exceso de palabras” que amenazaban con ahogarla decidió hundirse. Dice también que esa fue la forma de volver a escribir. Supongo que es un asunto personal más que solo un ejercicio experimental; a la vez es ambas cosas. Imagino, además, que la originalidad que tanto desespera a Jorge González tampoco tiene mucho que hacer acá. O quizás sí. Como sea, le pregunto directamente a Marchant y me responde en un mail.
—¿De qué forma las palabras de otros, dispuestas como “originales” en libros de otros, avanzaron hasta que pudieras concebirlas en una nueva disposición y, efectivamente, terminaran resolviendo el problema de quedarte sin palabras?
—No sé si este problema se resuelve. Mi sensación es que se resuelve en un momento y luego el lenguaje vuelve a empedrar. Es decir, presiento que es un asunto que se resuelve cada vez y que esa «solución» no sirve para todas las veces. En realidad, después de escribir En el lugar de la mano el ímpetu de un río (el libro anterior a Poemas somos) experimenté que mi manera de escribir había llegado a un límite, que de ahí en adelante iba a ser puro desgaste. Lo dije de sopetón en una entrevista que me hicieron, me salió la autocrítica de manera muy torpe y espontánea y me quedé pensando «y ahora qué». Yo estaba dando talleres de escritura no creativa y plagio en ese tiempo y me di cuenta de que no había practicado lo que estaba enseñando. Así que me dediqué a hacer los ejercicios que daba en taller con un libro que tenía a mano: Amor, la antología que armamos para Bisturí 10. Lo que compuse en ese momento me sorprendió, ¿me sorprendió lo que yo misma compuse? Una cosa extrañísima. Y se volvió, entonces, un vicio y una obsesión. Me sentaba a diario a componer otros poemas y el procedimiento era tan gozoso que dije: aquí me quedo. Ya teniendo un conjunto considerable, lo socialicé en un taller que tenemos con amigos en mi casa, y las lecturas que mis compañeros me dieron me impulsó a perseguir la idea como proyecto. Pienso, de todas maneras, que quienes escribimos estamos siempre componiendo, hay poetas que han concebido la página como una partitura, no me siento tan lejos de esa manera. Sin duda ayudó también que uno de mis compañeros de taller, Yair Gómez, es compositor.
—En el ensayo Contra el cliché (Mundana, 2022) dices que en la escritura de un poema se “interrumpe algo del sistema cognitivo del poeta”. Los textos de este libro lo has elaborado porque has trabajado con ellos como editora, como una lectora profesional. ¿En la escritura de este libro en algún momento se interrumpió tu sistema cognitivo?
—Claro, se interrumpió totalmente, de lo contrario no creo que habría valido la pena escribirlo y mucho menos publicarlo. Como editora «profesional» de poesía, mi sistema cognitivo suele estar en crisis. Difícilmente comprendo todo lo que leo y edito, básicamente porque pienso que los autores con los que trabajo tampoco entienden todo lo que escriben. En mi trabajo editorial, mi interés ha sido justamente ese al elaborar catálogo: publicar libros que me desafíen, que pongan en crisis mis herramientas de comprensión y que me abran a pensar otros modos de aproximación que sean más texturados y complejos que la razón misma. Eso también lo digo en el prólogo, como una advertencia, pero a la vez como un gesto de ternura: yo tampoco entiendo lo que escribí y no es lo importante al meterse en un libro de poesía. También están la emoción, la intuición, el miedo, la conmoción, el hambre, el deseo. Ese prólogo cierra con un robo, del libro de ensayo de la poeta Nadia Prado: no entender es la posibilidad de la promesa de la conmoción. Lo que nos remece en poquísimos casos es racional, ¿quién podría explicar el miedo a una araña que escala por las cerámicas del baño o la intensidad que genera ver el rostro de alguien? Para mí la poesía pone en marcha una suerte de exhibición de los ritmos de la mente y la mente no funciona racionalmente, está constantemente estimulada por la memoria, el miedo a la finitud, el deseo, la libre asociación. En este libro las palabras de otros generaban un cruce de relaciones que sola no sentía que iba a poder alcanzar. Fue como una masturbación mental.
—¿En el trabajo de este libro tuviste en cuenta la idea de que escribir es también rescribir? ¿Cómo incorporaste ese mecanismo para que no se volviera el corazón del libro y, consiguiera, “producir” nuevos poemas? ¿Cómo escapaste de la frialdad de lo experimental?
—Recuerdo mucho que en el lanzamiento en Argentina estaba en primera fila Susana Villalba, a quien le robé muchos versos de su libro La bestia ser y, como estaba ahí, leí ese poema compuesto con sus palabras. Al terminar se me acercó y me dijo: «Che, ¡es redistinto!». Me dio ternura esa frase, tan argentina, así lanzada sin más, pero que para mí fue una forma de decirme que el libro realmente cuajó. Por mi manera de ser escritora, no puedo sino verme como alguien que reescribe. Constantemente soy atacada por citas, pedazos de poemas, frases, tengo una manera de concebir el oficio del poeta como alguien que vive con la biblioteca a cuestas, ese es mi hábitat. No sé si le tengo miedo a que el mecanismo, o la técnica, se vuelva el corazón del libro, creo que, de hecho, es el corazón, porque esa técnica me dio el impulso y el latido. Pero la última oración de tu pregunta es algo que me aqueja y me aquejó en ese minuto: cómo escapar de la frialdad de lo experimental. No tengo una respuesta y no creo haber leído sobre eso —¿dónde está ese texto que elabore el problema?, quisiera leerlo, guardarlo, masticarlo y he pensado incluso en escribirlo yo—. Sin embargo, pienso que la experimentación que me interesa es la que es movilizada por el deseo, por la necesidad, por lo abrumador que es mirar el lenguaje a la cara y ser tironeada por todas partes. Tengo pocos ejemplos disponibles en nuestra tradición, quizá en Chile hoy lo experimental está demasiado permeado por el cálculo a lo bruto o incluso por lo mecánico, que parece proteger el sentido y también a quien escribe. Pienso también que está demasiado situado en obras hechas por varones y en movimientos tejidos por ellos, circuitos en los que dudo que me lean y a los que no me interesa ingresar. Por mi parte, sin riesgo, la escritura no vale la pena. Y pensé en esa clase de experimentación, algo que te lleva al límite, pensé en las vanguardias históricas y también en poetas como Dickinson, Negroni, Howe, o en narradores como Bernhard, Woolf, Joyce; en autores en que la medida no sea la novedad como la última chupada del mate, sino, como dice Tabarovsky, «el deseo loco de la novedad», una obsesión que involucra emoción y razón al mismo tiempo, que pone en crisis ambas cosas por igual.
—El acto de la lectura tiene, entre otras gracias, la de operar con la ventaja del observador que para cumplir su rol no necesita pasar a la acción: mira, analiza, siente, etc., no debe escribir. ¿Al tomar esos textos no sentiste que cruzabas un límite, incluso hasta desacralizar la materia de los libros originales? ¿Escribir este libro puede ser considerado como un acto de transgresión ante el punto final de un libro?
—Supongo que sí. Pienso en esos poemas que lees y luego sales de tu casa a comprar a la feria o al negocio de la esquina y te van acompañando. Se adosan a ti mientras caminas por la calle, quedan reverberando. Esos poemas que se te meten al oído y sus fibras contaminan tu cabeza, se van metiendo y se alojan en algún recoveco. ¿Se podría pensar que un poema termina en el punto final? No creo. De cualquier manera, mi deseo era una suerte de transgresión. Para mí un poema es una zona de contacto, en ese entre que es la lectura ocurre el texto. Pasa que posiblemente yo hice de ese entre un libro. ¿Pero no están todos los libros que escribimos conformados por ese entre? Espero que sí.
—Saliendo de las consideraciones técnicas, en los poemas prima una intensidad general. Positiva, negativa, vivencial o reflexiva, pero un tono que tiende a lo vehemente. “No espero mucho más: un deseo constante”, dices por ahí. ¿Qué espacio ocupó lo emocional en el trabajo de composición de estos poemas?
—Creo que lo emocional ocupó todo el espacio que ocupó la técnica. No me interesa una búsqueda técnica que no esté impulsada por una obsesión o por un ímpetu emocional. Mi punto de partida fue, y siguió siéndolo durante el libro, el agote de mi propio lenguaje. El ejercicio implicaba abrirlo y fisurarlo mediante la práctica, en este caso del plagio, y gracias a ello decir cosas que yo quería decir, incluso ahí donde no sabía que quería decirlas. Robar palabras me volvió irresponsable, me dio un acceso para agrietar mis propias maneras, mi ética incluso. Recuerdo un momento en que un amigo que leyó el libro me dijo: ya, pero esta parte (la parte era «and yet, and yet») es medio pasada a caca, como escribir en inglés entremedio, no sé. Y yo le respondí: es que es eso justamente, estoy agotada de mis propios límites, de sentir que no puedo hacer esto o decir esto otro porque es incorrecto, pasado de cuadras o poco coherente con lo que yo pienso que «debiera» ser la poesía: quiero ser libre y hacer lo que se me cante. Y eso hice. Y esa libertad ganada fue de una intensidad emocional muy profunda. No sé si es por lo opaco que es el libro, y cómo eso oculta sentidos, pero hay poemas donde está incluso la necesidad de exterminar al otro o la constatación de que se fue exterminada (recuerdo este verso, por ejemplo, «te apuñala conduciendo un tanque una tarde hermosa», hecho con Carson, o este, «me tiraron piedras patadas puñetazos moscas aturdidas lengua a quien no tiene dientes desperdicio hambre frío palos», hecho con Villalba). La irresponsabilidad que me donó el plagio me hizo escribir con una ira que no me permito ni en la vida real.