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Lumpen o flaiteburguesía: la gente como uno


El 12 de agosto de 2021, José Luis Vásquez Chogue, un representante del pueblo selk’nam, habló en la Convención Constitucional: «Mi apellido Chogue es de origen francés. Siempre se me preguntó en el colegio de dónde era mi apellido, de dónde era yo y yo siempre dije que era un selk’nam, un ona más conocido. Siempre crecí en el colegio y hoy en día nuestros hijos, los nietos, los bisnietos y los tataranietos de Carmelo [su abuelo] seguimos escuchando en los colegios que estamos muertos. Es muy doloroso, porque también nuestras familias abandonan esta tierra, yéndose y escuchando de que estamos muertos». Antes de eso, cuando se presentó, mientras decía quién era y a quién representaba, a Vásquez se le quebró la voz: «Me emociona estar aquí, delante de ustedes...». Mostró una foto de su abuelo, dijo el nombre indígena de este, contó que se lo cambiaron y que lo ingresaron a una misión salesiana. Que sobrevivió al genocidio. «Es difícil decir aquí quién soy porque este Estado no nos reconoce. No puedo decir quién soy con la frente en alto. Quisiéramos nosotros caminar libres. Hoy en día nosotros hemos crecido junto a ustedes, caminado, trabajado, levantando también a este país, pero este Estado no nos reconoce, nos niega y se ríen de nosotros». «Pasó la hora de empatizar con el aluvión de demandas, anhelos, sueños que este proceso ha despertado, todos muy legítimos pero que, si no son procesados y ordenados, pueden transformarse en un temporal de expectativas», dijo el entrevistador y columnista Cristian Warnken. No sé si tenía en mente aquel testimonio. «Es la hora de la política, de la razón, de dejar de ser desbordados por las emociones primarias, de elaborar esas emociones (no negarlas), de darles un cauce constructivo, de dejar de ser niños o adolescentes con “pataleta”, rabia o pena, y comportarnos como adultos en esta hora histórica», mandó. «Nos parece que ya pasó la hora de la “catarsis” de la primera etapa de la Convención». ¿Quiénes son «nosotros»? ¿Qué significan esas palabras? ¿Que la razón y la política soy yo, «nosotros», que ya está bueno ya, los escuchamos, muchas gracias, pero ahora nos toca hacer a los adultos, quizás con ustedes, pero en nuestros términos, en nuestra ley, la única legítima, madura, racional, normal? Parece que sí. Recordemos que hace poco, ya rechazado el proyecto constitucional de la Convención, y tras meses de negociaciones para abrir un nuevo proceso, Warnken y los Amarillos, invitados por la derecha, se negaron a que un nuevo órgano constitucional fuera cien por ciento electo. La repuesta del líder amarillo frente a esa idea fue: «Se está instalando una suerte de dictadura de facto». La democracia y la razón, en cambio, exigen que sean parte y vigilen el proceso los «sabios de la tribu». Tiene sentido que lo diga quien, previo al plebiscito de septiembre, se espantó ante la posibilidad de que las personas leyeran el proyecto constitucional; «¿alguien cree que la mayoría de los chilenos leerá la propuesta constitucional?», preguntó el sabio Warnken. «Y si la lee, ¿contará con las herramientas de análisis y los conocimientos para descubrir las falencias y errores que este texto incluye? Si pensamos en lo paupérrima de nuestra formación cívica y conocimiento histórico, y los bajos niveles de comprensión lectora, eso es poco probable. Es cosa de ver cómo se están revendiendo esos libros (tan generosamente regalados) en las ferias libres». Lumpenproletariado llamó Marx (y el marxismo) a lo más bajo del proletariado, personas incluso al margen de él, y sin conciencia de clase: «Los plebeyos, que ocupaban una posición intermedia entre los libres y los esclavos, no llegaron a ser nunca más que una especie de lumpenproletariado», dicen Marx y Engels en La ideología alemana. Hay moralina y desprecio en el término, un roteo y hasta clasismo en el sentido chileno de ambas expresiones. Son los harapientos o andrajosos (lumpen en alemán significa harapos o andrajos), y, más allá de la jerga marxista, donde este aspecto también está presente, son los pillos o pícaros, los patanes; o sea, de nuevo en chileno, los rotos o los flaites. Una suerte de presencia fantasmal, monstruosa, que reconocemos, o proyectamos, en ciertos aspectos, en ciertas pieles y rostros, y que amenaza, o eso imaginamos, la tranquilidad nuestra de todos los días, el aseo y ornato de nuestras vidas, la moral y las buenas costumbres que somos. Por ejemplo: afligido por lo que hacía la Convención Constitucional, Warnken, iluminado por el faro del que siempre tiene la razón, guardián de lo bueno y lo justo, de la república y la democracia, encendió las alarmas, lanzó una alerta, temía lo que pudiera ocurrir con el proceso constitucional, con la nueva Constitución: habló de «engendro», «imbunche», «tsunami», «erupción volcánica submarina», «peligro», «terremoto», «aluvión», «temporal», «fuego». ¿Por qué recurrir a metáforas o figuras como «imbunche» o «terremoto», o sea, cosas disruptivas y temidas? ¿Por qué la odiosidad y el ninguneo? ¿Por qué esos arranques verbales? Imagino que porque quien profiere esas palabras se siente amenazado, teme lo que desconoce. Y si lo desconoce, pues, claro, debe ser malo y debe ser detenido, rechazado, insultado. Y si lo vamos a incorporar, que sea bajo nuestras condiciones, como algo exótico y folclórico, por ejemplo. Pero siempre bajo control. Supongo. * «No quiero ser duro con el reguetón, pero es evidente que es una cultura que tiene problemas asociados al éxito fácil. Hay un modelo de “hacerla”. Y eso es complicado para el mundo escolar. Yo he conversado con profesores y es difícil combatir ese modelo de éxito del “influencer” y otros casos afines. ¿Qué alternativa puede ofrecer un profesor?», dijo en una entrevista el historiador Marcelo Somarriva. «Es difícil que la educación, con las herramientas convencionales de la enseñanza, resulte atractiva frente a la competencia del skate o la calle. Es una pelea desigual, porque el modelo del triunfo es Marcianeke. Marcianeke la hizo. Todos quieren ser Marcianeke. Y esa cultura te dice que la educación forma “perkins” y la calle te ofrece ser bacán». Las palabras de Somarriva responden a la pregunta que le hace el periodista, Daniel Rozas, sobre su idea de que «el lumpen se articula alrededor de la cultura de las barras bravas, el trap, el reguetón y el narco». Poco antes, en la misma entrevista, Somarriva se refiere a la crítica, o más bien diatriba, que hace la filósofa Lucy Oporto contra lo que ella llama «lumpenconsumismo», o sea, contra el flaiterío expresión de la sociedad de consumo, que habría estado detrás del estallido social. Es otra versión, en realidad la misma, de la letanía conservadora (de izquierda o derecha, da igual) contra el consumo que corrompe las buenas costumbres del pueblo sencillo (o algo así). Somarriva cuestiona la nostalgia detrás de esos juicios y la demonización del consumo. Pero olvida ese acierto, su cuestionamiento a las ideas de Oporto, cuando, líneas más adelante, rotea al reguetón, al skate y la calle, a la cultura de «hacerla», del éxito fácil. Digo, esa cultura sí es expresión, efecto y hasta culminación de la sociedad de consumo. El problema de diatribas como la de Oporto no es la vinculación entre consumo y «hacerla», sino la nostalgia y el roteo; lo mismo en lo que cae Somarriva a la vuelta de la página. Dicen que nuestra sociedad es de consumo porque consumir, lo que consumimos y hasta ostentamos, es la manifestación, la muestra del éxito; o sea, del reconocimiento, de que hemos cumplido con lo que la sociedad espera de nosotros. Es nuestra representación o conceptualización de la realidad. Tengo dinero (efectivo o a crédito), puedo comprar, consumir. Me ha ido bien en la vida, eso es el consumo. Y como somos animales sociales, ese juicio, que me ha ido bien, no depende sola ni principalmente de que yo me vea así, sino de que los otros lo reconozcan. De que digan «la hizo». De que quieran ser como yo, que soy o he llegado a ser lo que se debe hacer. Entonces, sí, Marcianeke con sus zapatillas, joyas y sus fiestas la hizo, tuvo éxito. También la hicieron Ponce Lerou, Cardoen, Piñera, Lavín y Délano, epítomes, mucho más que cualquier trapero... ¿que cualquier harapiento, andrajoso?... Epítomes, digo, Ponce Lerou, Cardoen, Piñera, Lavín, Délano y afines, del modelo chileno, que en realidad tampoco es puramente chileno, ni tan reciente; también la hizo Edison, por ejemplo, y no la hizo Tesla. Aquí también la hicieron, la siguen haciendo, los Luksic, Angelini y Matte.

Epítome quiere decir resumen, compendio, exposición fundamental y muy precisa de una materia; eso son Ponce Lerou, Cardoen. Piñera, Lavín, Délano y la oligarquía o burguesía chilena, nacida y en algunos casos renacida al alero de las avivadas hechas en dictadura y normalizados en democracia. También la hicieron quienes boleteaban para Penta y SQM, claro, y los que repactaban unilateralmente y los coludidos y los cascadas y los información privilegiada y los forestales y los que roban agua. Acumuladores de dinero y poder. Modelos de éxito, de hacer lo que haya que hacer para triunfar; personas que, como dijera el expresidente, no respetan a nada ni a nadie.

Lumpenburguesía, podríamos llamarlos, pero como estamos en Chile, prefiero flaiteburguesía. También flaiteoligarquía o simplemente cleptocracia. Gente, como ellos, que no respeta la ley: «Dicen que Adán y Eva fueron los primeros innovadores», dijo Piñera; vivos, ganadores, faltos de toda humildad, tanto como están llenos de prepotencia; individualistas que hacen lo que quieren porque pueden. Y que el resto se aparte porque aquí vengo yo (a Piñera, en los bellos noventa, lo apodaban la locomotora; era un elogio). Es casi la definición de flaite.


Claro que en Chile el roteo va para Marcianeke y no para Piñera, Ponce Lerou y afines; supongo que ahí empiezan a funcionar cuestiones de clase que dividen al mundo entre el flaite bueno, «gente como uno», y el malo, gente de la calle, esa que ronda mi casa de todos. «Está bien consumir, ser exitoso, pero por favor mantén las formas, mis formas, no me molestes, no me invadas la playa... Se humilde, austero, estudia». Algo así dicen. Como si no fuera en la escuela y los liceos —y su bastión, los liceos de excelencia estándar, de competencia, de hacer lo que haya que hacer, de descarte de los malos— donde te enseñan que hay que estudiar para que te vaya bien en la vida, para surgir, para llegar a ser alguien. ¿Y qué significa eso en la sociedad de consumo? Hacerla.

«Ellos», dice Somarriva, asombrado, como si identificara una contradicción o más bien una fluidez difícil de cuajar, ellos «pueden estar en la mañana en Plaza Italia y un poco más tarde en un McDonald’s». O sea protestar, vandalizar y luego consumir (y más encima comida rápida). «Ellos» son los marcianekes, el lumpen, el mundo pop, «liviano o vaporoso», que vive en cruces «que no son fáciles de asimilar por la cultura más tradicional», explica Somarriva; o sea, por la gente como uno. Si uno adopta el tono despectivo al decir «lumpen», el tono clasista-chileno, descubre otro rasgo sorprendentemente marxista y otro lazo entre el lumpen de arriba y el de abajo: el lumpenproletariado, según Marx, no solo no tiene conciencia de clase, sino que muchas veces actúa en favor de las clases dominantes, de la burguesía y la aristocracia, porque, al no tener medios de producción ni fuerza de trabajo, se vende a ellas y así la hacen.


«Bajo el pretexto de crear una sociedad de beneficencia», leemos en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, «se organizó al lumpemproletariado de París en secciones secretas, cada una de ellas dirigida por agentes bonapartistas y un general bonapartista a la cabeza de todas. Junto a roués arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra, toda es masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème: con estos elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la solera de la Sociedad del 10 de Diciembre, “Sociedad de beneficencia”, en cuanto que todos sus componentes sentían, al igual que Bonaparte, la necesidad de beneficiarse a costa de la nación trabajadora». Pues bien, ¿para quién trabajan o trabajaban las barras bravas, el «lumpen» que, dicen, asoló Chile durante el estallido social? ¿Quiénes los usaron desde los noventa, sino antes, y todavía los usan como fuerza de choque, como herramienta de «apriete»? A diferencia del tono que tiene el entrevistador —que lanza tesis del tipo: «Frantz Fanon [...] en 1961 escribió cosas como la siguiente: “La nueva sociedad debe nacer producto de la violencia y de la lucha armada”. Cosas que suenan muy similares a la retórica del 18-O», «En Hollywood se hacen películas que son apologías del anarquismo»—, a diferencia de ese tono, digo, el de Somarriva no es odioso ni hiperbólico. Parece más la voz de quien describe algo, siempre desde sus circunstancias, por supuesto, de modo que detrás de la descripción hay perspectiva y juicios de valor. Pero no es indignado, no son las maneras furibundas, ninguneadoras, el roteo típico de otros comentaristas y activistas de la gente como uno —«lumpenintelectual» o «flaiteintelectual», podríamos llamarlos—, desde Teresa Marinovic a Pablo Ortúzar, pasando por Iván Poduje, Marcela Cubillos, Cristián Valenzuela, Luis Larraín, Gerardo Varela, Pilar Molina, Cristián Warnken, Cristián Larroulet, Patricio Navia, los hermanos Kaiser, Natalia González o Sergio Melnick. Roteo a los flaites, al lumpen y a los sectores políticos que, en su imaginación, reivindican y hasta conducen al lumpen (los jóvenes, los progres, el Frente Amplio, los comunistas, las feministas, los indigenistas y otros fantasmas). En el papel, ese tono se expresa en una sarta de adjetivos más o menos ingeniosos para calificar a los malos, en cierta tendencia a la coprolalia y la cursilería y en el uso de comodines como «batalla cultural», «marxismo cultural», «corrección política» o «cultura de la cancelación». Ahora también dicen «Woke». En vivo, o al menos en sus caras, el tono se refleja en mandíbulas y cuellos tensos, incluso si intentan disimularlo con una sonrisa y un sarcasmo; en narices arrugadas, como si olieran caca. Parece resentimiento, pero esa palabra, ese concepto —«resentimiento»— hay que preservarlo como virtud creadora y no manía restauradora y clausuradora. ¿Qué es, entonces, esa rabia flaiteoligárquica? «Váyanse, rotos, devuélvanme mi país». «Tú no puedes estar aquí y si estás es bajo mis condiciones, a mi pinta». «Ya no puedo decir y hacer las cosas que hacía y decía sin más». ¿Cómo llamar a esa cólera y sus arrebatos? ¿Al enojo, al dolor, a la molestia, a la irritación de los favorecidos? ¿Qué sentimiento es ese? ¿Tal vez desprecio? Sí, es probable que el fundamento sea un desprecio hacia los otros. A esos que me quitan lo mío, mi tranquilidad, mi mundo. (¿No pasa lo mismo con el roteo tipo «facho pobre»?). Desprecio. Eso a nivel explícito o más evidente. Pero, implícito, más escondido, más al fondo, en ese abismo que aloja a la propia identidad, ¿no será que hay también, fundamentalmente, un desprecio hacia sí mismo? ¿No será un sentimiento de inferioridad que asoma como rabia al ver que los otros pueden ser como yo —«¡Dios, mío!»—, que tienen los mismos méritos o tal vez más, o que en realidad nadie los tiene, yo no al menos, o sea que yo no soy quien creo que soy, no soy la medida de todas las cosas, y ellos, que son distintos a mí, son iguales a mí? Intuir eso, imagino, debe provocar una sensación de vacío; y el vacío horroriza.


¿Es eso lo que motiva el desprecio? No lo sé, pero si es así, el desprecio, el menosprecio vuelve a tocarse con el resentimiento, comparten una conciencia: la conciencia de una situación injusta; o al menos de que algo ya no cuadra, no cuaja, cruje, hace ruido. Solo que a uno, al despreciativo, la situación lo beneficia, o lo beneficiaba, mientras que al resentido lo perjudica. El despreciativo cree que es injusto que los rotos sean como ellos. El resentido sabe que los ricos son tan imbéciles como él. Tampoco sé si hay conciencia en el desprecio flaiteoligarca. Un sentimiento de inferioridad implica cierto grado de conciencia, darse cuenta de algo, juzgarme desde el otro y no juzgar al otro desde mí. Esto, en cambio, esta rabia, parece menos mediata que reactiva, una sensación no muy elaborada de que algo va mal, de que ronda un peligro. Es una resistencia. Una reacción. Un rechazo. ¿Miedo a que las cosas cambien, a que se derrumbe mi mundo, el mundo? ¿A que lleguen los bárbaros? ¿A que llegue el tren a Cartagena? «Vengo llegando de uno de mis largos y habituales paseos por la playa de este litoral central», escribió Warnken en enero de 2021. «Vengo con un sentimiento encontrado: alegre y vitalizado como siempre por la potencia y belleza de esta costa, de la naturaleza en todo su esplendor y biodiversidad, pero triste por ver a la orilla de estas olas que tanto amó y cantó Neruda, un pueblo esclavo de su propio cuerpo y sus malos hábitos, un pueblo condenado por el sedentarismo, la obesidad, la expresión de una nueva pobreza tanto o más lacerante que la que superamos en esos famosos y tan vilipendiados “30 años”». Sea lo que sea, incluso como inconsciencia, como mero miedo, extrañeza o qué sé yo, igual parece que el desprecio y el resentimiento comparten un origen, una cierta situación y hasta la percepción de injusticia o descuadre; la diferencia, claro, está en el lugar que cada cual ocupa en esa situación dada, en la perspectiva, en qué se identifica como injusto, negativo, malo, que es lo mismo que decir quién identifica la injusticia, el mal. Según eso, se apuntará a unos u otros, a esto o esto otro. Quién... quién la hace, esa es siempre la diferencia. * Termino de revisar este texto, escrito hace varias semanas, el mismo día, 9 de enero de 2023, en el que seguidores de Bolsonaro atacan el Congreso, el Palacio Presidencial y la Corte Suprema de Brasil. Seguro que algunos aquí en Chile —que toleran, conviven y hasta son parte del bolsonarismo local, quienes le regalaron una torta a Bolsonaro (Piñera) y felicitaron a Brasil por haberlo elegido presidente (Horst Paullman), quienes dijeron que Chile necesita un Bolsonaro (Cristián Valenzuela), o sea, el lumpen o flaiteburguesía y su lumpen o flaiteintelectuales— harán un paralelo entre ese asalto y el estallido social en Chile (y por supuesto que apuntarán a la izquierda). ¿Por qué? Por oportunismo y para sacarse los pillos, por vivos, para hacerla, pero sobre todo, pienso, por lo ya dicho, porque lo sustancial es quién, quién la hace; y siempre son «ellos» —los «otros» son «lumpen», «flaites»—, nunca «nosotros», los razonables y sabios, aunque también lo seamos, «nosotros», la «gente como uno», como ellos. De eso se trata.


Juan Rodríguez M.

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