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Glosadores del capitalismo tardío


 

Me iba a poner a escribir sobre otra cosa, acerca de un libro que estoy a punto de terminar, cuando de pronto recordé algo gracioso que me pasó hace un par de años atrás. Yo era estudiante universitario y vendía ocasionalmente libros. Muchos de esos libros iban por completo rayados, anotados, doblados, desguañangados, aporreados, destrozados, malogrados, deteriorados. No importaba: el precio al que los vendía, en épocas de desesperación económica, podía aguantar grandes manchones de vino o incluso alguna marca de dudosa estirpe. El asunto es que los vendía y la gente, luego de darles una ojeada, con una expresión que decía todo lo contrario me daba las gracias: “Graaacias”, y luego se iban. Yo me quedaba ahí, con las monedas en mi mano, los billetes doblados, y me maldecía poderosamente. Qué desgraciado me sentía. Vendí muchos libros que no quería vender, pero sabía que tenía necesidades que cubrir. Necesidades, claro está, mucho más acuciantes que tener una ruma de libros en mi pieza. Aún recuerdo algunos de los títulos que vendí: Salir (Guadalupe Santa Cruz), Nadie nada nunca (Juan José Saer), Los tres tomos de los Grundrisse de Marx, Escritos históricos y políticos (Simone Weil), El libro de los pasajes (Walter Benjamin), entre otros. Fueron libros, en su mayoría, usados y anotados por mí; traídos de allá para acá en una mochila; dejados en no sé cuántas partes de Santiago.

 

Uno de los tantos libros que vendí fue El malestar en la cultura de Freud. Si no resentí tanto su pérdida, no fue por un desinterés a la obra de Freud, o porque no me impacten sus ideas (en general, me remece hasta el abismo), sino porque precisamente ese libro se puede encontrar en cualquier otra parte, en cualquier otro momento: siempre estará disponible.

 

Nos juntamos con la chica que me compró El malestar… en una estación de metro. Antes de pasárselo, le dije lo de siempre: “Oye, mira, está un poquitín anotado. Ojalá no te moleste”. Ella lo abrió, miró supongo que la letra (la mía, no la del libro) y me dijo: “mejor aún”. Me extendió las cinco lucas que le había cobrado y se fue. Pasaron dos o tres semanas antes de que me escribiera. Me mandó un mensaje por Instagram. Puso lo siguiente: “hola, oye, no estoy de acuerdo con casi nada de lo que anotaste”, y me comenzó a discutir, profusamente, con una violencia inusitada, cada una de mis anotaciones en el libro.

 

Hice todo este innecesario rodeo para hablar, al fin, de lo que quería hablar: no puedo leer sin tener un lápiz en mano. Me resulta casi imposible dejar un libro sin intervención personal. Y como tengo la suerte —entrenada a base de cumbias y rancheras que sonaban en las fiestas familiares mientras yo dormía tapado sobre dos sillas— que puedo leer en cualquier parte, podría incluso ahora mismo leer alguna de mis anotaciones y adivinar, por la forma del subrayado o de la anotación, dónde estaba cuando hice esa intervención. Por ejemplo: cuando voy en la micro, los subrayados son imprecisos, casi zigzagueantes, como en un electrocardiograma. Los distintos movimientos de la micro, sobre todo en comunas periféricas, ponen a prueba hasta el pulso más implacable. Lo mismo pasa con las anotaciones al margen: la “n” parece una “m”, la “i” parece un “1”; a veces, la “A” parece un “4”, otras la “G” parece un “6”. Y así: una caligrafía imposible de penetrar.

 

No sé dónde habré estado cuando hice la mayoría de las anotaciones de El Malestar…, pero estoy seguro de que, si su nueva dueña pudo entenderlos, es porque no fueron hechos arriba de una micro; seguramente, estaba en mi casa, en el pequeño escrito que tengo al lado de la ventana, o tal vez en el metro, ese otro lugar donde el vaivén acompasado de los vagones permite anotaciones más o menos legibles. Pero el asunto es que las anotaciones y los subrayados siempre están, porque leer sin un lápiz en la mano, a estas alturas, es como no entender el código.

 

El otro día, sin ir más lejos, salí de mi casa con un libro en la mochila. Iba creo que al cine o a ver a un amigo. Cuando me subí a la micro, me di cuenta (luego de revisar todos los bolsillos y compartimentos) que no había echado el lápiz mina. Bueno, dije, no pasa nada, y me puse a leer. Un poco distraído, pero me puse a leer. Un poco desconcentrado, pero me puse a leerAl final, llevaba cuatro o cinco páginas y no había entendido nada. Pero nada de nada. La razón: simplemente, no tenía un lápiz en la mano. Tampoco es que hubiera alguna idea o frase digna de subrayar, de esas frases tan contundentes o autosuficientes que hacen imposible avanzar sin dejar una marca en la página. Fue tan solo que en mi mano no advertía la presencia de un lápiz. Es como si su sola existencia conjurara todos los estímulos del espacio circundante, como si el lápiz, en términos sartreanos (El Sartre de La náusea, que es lo mismo a decir el Sartre más existencialista), me sostuviera a mí en vez de yo sostenerlo a él.

 

Intervenir para comprender. Esa es la idea que hay detrás de todo esto: que no se puede comprender sin algún grado de intervención (o la potencia de esa intervención) en la escritura. No hablo de una comprensión como la que se entiende en tiempos del auge de la literatura transparente, comunicativa; esa comprensión que invita a que el significado de las palabras tenga siempre un correlato directo con el mundo, una sola interpretación que se erige por sobre otras (igual de plausibles, igual de políticas). La idea de comprensión que reivindico es distinta: aquella que aloja, en su seno, el malentendido como su interlocutoria necesaria.  ¿De qué otra manera enfrentaban los glosadores medievales la oscuridad de las escrituras? Me interesa ese gesto, esa postura glosadora: la de intervenir activamente en la escritura para comprender. Hay otros aspectos de la glosa que me interesan menos, como la fijación del sentido único o el prestigio que adquiere un comentario de acuerdo a quién la escribió. Pero la glosa, incluso con sus reveses, puede salvarnos de fenómenos peligrosos, tan contemporáneos como la obsesión por lo nuevo.

 

Leí por ahí que Juan José Saer se encontraba lejos de su casa cuando concibió la idea de escribir Glosa. Pensaba devolverse al día siguiente, o tal vez el mismo día, cuando enfermó gravemente y tuvo que guardar reposo en una pieza y una cama que no era la suya. Al verse delicado de salud y sin nada que hacer (sus libros no estaban en esa casa), le pasó algunos billetes a un jovencito para que fuera a la ciudad y comprara cualquier libro. El que sea, le dijo. El chico llegó al rato con El banquete de Platón. Su lectura fue el disparador para que Saer concibiera la idea de Glosa, esa extraordinaria novela cuyo argumento es el mismo de El banquete: dos amigos que, mientras caminan, comentan lo sucedido en una fiesta a la que ninguno de ellos pudo asistir. Es un desfile de malentendidos, de perspectivas equívocas, de piezas que no calzan. Pero, sobre todo, es una glosa, que tal como su nombre lo indica, ensaya una intervención escritural a un texto que ya existe.

 

Otro de los ejemplos que podemos invocar es tal vez el más famoso de todos, la glosa que aparece en El Quijote de la Mancha. Se trata de un comentario a 4 versos que, me aventuraría a decir, están ahí precisamente para develar el mecanismo de fijación.  Los versos se encuentran en el segundo tomo de la novela, y son apenas los siguientes:

 

¡Si mi fue tornase a es,

sin esperar más será,

o viniese el tiempo ya

de lo que será después.

 

Lo más curioso (y a la vez cómico) es que la glosa a esta estrofa consta de cuarenta versos, diez por cada uno del original. Es como si la escritura que interviene después ingresara por los intersticios del texto aprovechándose de sus espacios, como si se expandiera peligrosamente hasta hacerlo estallar. Pero lo otro interesante de constatar es que, además, Cervantes no piensa al glosador como un simple comentarista, como un anexo crítico o interpretativo al texto, sino también como un poeta. Tal es la calificación que le da Don Quijote a Lorenzo, el sujeto glosador: “—¡Viven los cielos donde más altos están, mancebo generoso, que sois el mejor poeta del orbe, y que merecéis estar laureado, no por Chipre ni por Gaeta, como dijo un poeta que Dios perdone, sino por las academias de Atenas, si hoy vivieran, y por las que hoy viven de París, Bolonia y Salamanca!”.Escritor/a es, entonces, no sólo quien empieza desde cero una obra (¿quién podría, además?), sino también quien utiliza materiales ya existentes para intervenir sobre él.

 

Pálido fuego y El Aleph engordado son también dos ejemplos de textos que funcionan en clave de glosa. El primero de ellos, sin embargo, constituye la propuesta más violenta contra lo que podríamos denominar el “vicio crítico”. Es una novela (¿novela? ¿Glosa de más de doscientas páginas?) donde se puede ver cómo un académico y crítico literario comenta en extenso un poema de 999 versos, una especie de poema épico cuyo autor acaba de morir. Por sus páginas se despliega este comentario, al mismo tiempo que somos testigos de la gran farsa que esconde su trabajo crítico: la utilización del texto inicial como una excusa para cometer las más aberrantes arbitrariedades analíticas y hermenéuticas. Es así que, a poco andar, vamos descubriendo cómo la interpretación del académico (Charles Kinbote) restringe los sentidos del poema, a tal punto que se vuelve casi una autobiografía del comentarista. Pálido fuego lleva al extremo aquella idea barthesiana ampliamente difundida, utilizada hasta el cliché por los escritores, según la cual los textos críticos también funcionan como una autobiografía, como textos referenciales que algo nos dicen sobre el autor de la crítica.

 

No hay conclusión, pues, preclaro lector. No todos los textos terminan como se espera, o concluyen según sus premisas. Tal vez, lo único que podría consignar aquí y ahora es que, en tiempos de novedades y saldos, lo mejor sea volvernos glosadores. Leer, comentar e intervenir mediante la escritura poemas, novelas, cuentos, ensayos, y todo cuanto esté ya escrito. Si la novedad es una de las piedras angulares del capitalismo tardío, tal vez lo verdaderamente revolucionario sea volver la mirada hacia atrás; ser original, a estas alturas, es ya una tradición. Vivir en una en una época donde los escritores viajan más que sus libros, o donde los escritores se han transformado en una especie de rockstars, requiere de aquilatar los ánimos. He aquí, por tanto, la única conclusión de este ensayo: si ser contemporáneo es vivir nuestro tiempo en una incomodidad existencial (Agamben), no podemos sino escribir torcidos y fuera de lugar. Irremediablemente contrariados.

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