Lucio y la historia del horror
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Lucio y la historia del horror

Hay espantos que nos sacuden como si fueran nuevos: hechos que nos sorprenden y nos aterran, situaciones para las que nunca estamos preparados porque rozan lo inconcebible.


Sin embargo, muchos de esos horrores son tan antiguos como la humanidad. La historia abunda en ejemplos de actos malvados. Pero muchos de ellos eran, en ciertas épocas, “naturales”, formaban parte de la vida normal de la gente hace milenios y hasta estaban contemplados y codificados por la ley. El filicidio que hoy nos estremece era una práctica relativamente habitual, ya fuera por razones religiosas, cívicas, políticas o “sanitarias”.


El sacrificio de niños está atestiguado en numerosas culturas, desde las orientales hasta las latinoamericanas. Las célebres momias de Llullaillaco, que pueden observarse -no sin cierto temblor- en nuestro Museo de la Alta Montaña (Salta), son una prueba patente. Niñas vírgenes y pequeños, muchas veces primogénitos, eran ofrendados a los dioses como bienes preciosos para poner su voluntad a favor de los mortales.


Una de las costumbres perfectamente aceptadas, tanto en Grecia como en Roma, era la llamada “exposición del niño”. Si el progenitor, por alguna causa, no quería conservar al recién nacido, simplemente lo dejaba en algún lugar público.


A veces el chico era recogido por alguien que se hacía cargo de su crianza, frecuentemente con el propósito de convertirlo en esclavo o venderlo. Pero lo más habitual era que la criatura quedara ahí, como un objeto desechable. La muerte era su destino más seguro. Edipo, Rómulo y Remo y tantos otros personajes del mito y la literatura son casos que ilustran tal costumbre.


En Roma se lo depositaba en el suelo de la propia casa. Si su progenitor lo levantaba, eso significaba que lo aceptaba como hijo. De esa manera el adulto se convertía en padre. Como decía Eva Giberti, todo hijo es adoptado: es preciso que medie una operación simbólica de acogimiento del nacido para que la paternidad/maternidad advenga. Se sabe: ser padre o madre no es un hecho biológico, sino cultural y legal. Pero, si esos actos filicidas eran aceptados en la antigüedad, ¿qué es lo que cambió? ¿Por qué ahora constituyen la máxima aberración?


Es Jean-Jacques Rousseau, en su libro Emilio o De la educación, de 1762, el primero que concibe al niño como un ser con características propias, diferente al individuo ya crecido. Hasta ese momento (siglo XVIII, ¡ayer nomás!), el infante era tan solo un “adulto en miniatura”, es decir, una todavía-no-persona, un mayor fallido. Su inmadurez implicaba un defecto que le impedía entrar en la categoría de ser humano cabal. Así, constituía más bien un objeto, algo de lo que se podía hacer uso y abuso ya que no contaba como ser completo.


Las consideraciones de Rousseau -en vísperas del Iluminismo- dan el puntapié inicial para cambiar esa mirada y otorgarle al pequeño el status de persona. Deberán pasar todavía más de dos siglos para que se dicten los Derechos del niño, en la huella de los también revolucionarios Derechos del Hombre (luego, Derechos humanos).


Pero la realidad es que, durante milenios, ese estatuto de persona y de sujeto de derecho -que tenemos asumido e incorporado- era algo absolutamente impensable. El homicidio del pequeño Lucio nos retrotrae a las épocas más oscuras de la historia. Esa mujer, su genitora -imposible llamarla madre-, hizo de la criatura el blanco de una crueldad que excede todo lo que podamos imaginar. Usando como justificación (¿ante sí misma?) una ideología falsamente feminista, profesaba un recalcitrante “odio al varón” y lo actuaba sin miramientos.


Es imprescindible tomar en cuenta tal factor: en algunas vertientes del feminismo se confunde función paterna con patriarcado. Se pretende prescindir por completo del padre, como si este fuera un monstruo o un tirano.


Está visto que la tiranía, el sometimiento y la opresión no tienen género. Si en esta rara configuración familiar hubiera habido un padre mínimamente a la altura de su función, habilitado por la ley y reconocido por la “madre”, tal vez habría podido evitar el terrible desenlace, separando al chiquito de una mujer (ya dudo incluso de llamarla así) devoradora, que cosificaba al niño y lo degradaba hasta lo más atroz. Reducir el hijo a la condición de cosa descartable -es decir, anularlo, volverlo nada- era el sentido de esas prácticas antiguas en Grecia y Roma, paradójicamente, las cunas de nuestra cultura. Tal vez no se ha reflexionado lo suficiente al respecto.


Las criaturas abandonadas en plazas, templos o portales mediante la exposición eran, literalmente, expósitos (expuestos). Quiso la mala fortuna, la casualidad o no sé qué diabólica coincidencia que ese sea el apellido de la homicida: Magdalena Espósito. Alguien podrá decir: cruel ironía del destino. Tragedia o muerte anunciada. Sin embargo, acá no hubo dioses en cólera exigiendo sangre de niños sacrificados, rituales de una cultura que “cree” en tales acciones, impuestas por la tradición y las normas de su comunidad.


No, no es una tragedia, donde el héroe tiene poco margen de elección. En el caso que nos desvela, hubo plena conciencia del crimen, de la diferencia entre bien y mal, de las consecuencias inevitables que sobrevendrían. Las asesinas eligieron torturar y matar.


Ese vientre del que nació Lucio no lo dio a luz (otra resonancia con el nombre) sino a la más tenebrosa oscuridad. Tampoco se debe confundir deseo de madre con capricho o antojo de posesión.


La maternidad es una de las situaciones más complejas y difíciles de la especie humana. Ni angelical ni natural, es más bien un rol que se elige, una función a construir, con fallas y aciertos, con dudas e incertidumbres.


Pero tiene como condición ineludible la capacidad de alojar al recién nacido indefenso y frágil, ligarlo filiatoriamente y darle un lugar en la propia existencia. Solo así madre e hijo se vuelven humanos. Elección, responsabilidad, amor y trabajo: los hilos del manto que protege la nueva vida.


Diana Sperling


*Artículo publicado en el diario El Clarín

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