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Tragedia y farsa en El 18 brumario de Luis Bonaparte de Karl Marx



Lo primero que llama la atención en este libro es la introducción de Clara Ramas, que ofrece es un estudio a propósito de la obra de Marx, realizado con una envolvente precisión y con profusas citas, notas al pie y referencias que dan testimonio de un amplio y bello vuelo sobre un paisaje algo árido. 

Clara Ramas es profesora de filosofía de la Universidad Complutense de Madrid y ha realizado estancias en Alemania investigando la obra de Karl Marx y su relación con la filosofía alemana, especialmente con Kant y Hegel. Entre otras traducciones realizadas por ella, está la obra de Marx que comentamos.


En las primeras líneas de texto de El Brumario…, cuenta Ramas, Marx elige “completar” una frase de Hegel que sostiene que “todos los grandes hechos y personajes de la historia universal acontecen, por así decirlo, dos veces”. Sin embargo, Marx señala que Hegel olvidó añadir que los hechos una vez acontecen como gran tragedia y la otra como miserable farsa. Ramas, siempre atenta, interviene diciendo que “este impresionante comienzo de El 18 Brumario anuncia una peculiar teoría de la historia: más concretamente, una teoría de los géneros literarios como teoría de la historia”. Es evidente que Ramas no se refiere a los géneros literarios actuales, sino a los del teatro griego, es decir, básicamente a  la comedia (la farsa), y a la tragedia, géneros culminantes en el siglo de Pericles.


Si para Marx los grandes hechos históricos acontecen primero como tragedia y luego se repiten como comedia o farsa, no parece excesivo al menos mencionar lo que significan estos dos géneros en la Grecia Clásica. Como es sabido, en la tragedia ática nada es trivial, sino que en su fondo pulsa cuerdas humanas muy sensibles, en las que el protagonista se enfrenta a una predestinación infalible, inescapable y definitiva. Justamente, la lucha contra el fatum anunciado es el que da dignidad al héroe trágico. Es estremecedor contemplar una lucha (agonía) en contra de lo que no tiene ninguna posibilidad de no ocurrir. En la comedia, en cambio, se trata de historias construidas a partir de la degradación de los personajes, mediante la sátira, la ironía y la parodia pero que, a diferencia de la tragedia, tiene un compasivo final feliz.

 

El héroe trágico: Napoleón Bonaparte

Si la historia se repite, primero lo hace como tragedia, sostiene Marx. Podemos entonces preguntarnos: ¿quién es el “héroe trágico” en el texto de Marx El 18 Brumario de Luis Bonaparte?  Sin duda Napoleón Bonaparte, el original, el grande, el auténtico (Napoleón I). Pero, ¿dónde está la predestinación de este ser monumental?  Napoleón fue parte esencial de la Revolución Francesa: luchó contra las monarquías absolutas europeas, aliadas en contra de Francia y que intentaban aniquilar la profunda y radical Revolución de 1789. Tal vez desde la cumbre de múltiples victorias militares, Napoleón toleraba mal la proliferación de grupúsculos políticos, el desorden social y la confusión que estremecía a la autoridad revolucionaria del Directorio ejecutivo de Francia diez años después.  Entonces, su impulso táctico y su prestigio militar lo condujeron a “poner orden”, del único modo en que puede hacerlo un guerrero deslumbrante: mediante un cruento golpe de Estado, efectuado el 9 de noviembre de 1799, 18 de brumario del año VIII, según el calendario republicano. A partir de esa victoria sobre sus conciudadanos, instauró, primero el Consulado (1799-1804) y luego el Imperio (1804-1814), ambos regímenes autocráticos que encabezó como Primer Cónsul y Emperador, respectivamente.


Así leída, esta historia relumbra con alguna dignidad. Sin embargo, ¿no ocurre que todos los Imperios militares, cuyo afán último es la insaciable y adicta necesidad de crecimiento y anexión de territorios y personas, regularmente deja una aterradora estela sangrienta? En el caso de nuestro héroe trágico, sus guerras dejaron una estela de entre 3.250.000 y 6.500.000  muertos.  ¿Y no ocurre también que la declinación y colapso de estos Imperios se debe al “nunca es suficiente” de su ambición, la que a la larga se extiende más allá de sus posibilidades reales? Entonces empiezan a fracasar en sus gestas, son derrotados por otras fuerzas (frecuentemente también imperiales) y, finalmente, deben abdicar o, sencillamente, son asesinados. Pues bien, ¿cuál es y dónde está la predestinación, el oráculo, y la lucha de Napoleón I contra un designio ineludible?  Sabemos que tal designio es lo que ‘”crea” al héroe trágico y, por ende,  a la tragedia: “El oráculo en Grecia es el detonante de lo trágico”, sostiene Marta Palacín Mejías de la Universidad de Barcelona. La lucha del héroe, destinada a un soberbio fracaso, no necesariamente se ejecuta desde el poder, sino desde una rebeldía contra el destino anunciado, preestablecido e inescapable. Desde allí se justifica la “agonía” del protagonista.


Pareciera entonces que la analogía de Marx de este período de la historia francesa con la tragedia griega, explicitada en El 18 Brumario… queda en suspenso. ¿Dónde está el oráculo? Ramas y Marx, bajo el susurro de Hegel, encuentran el perdido oráculo de una manera sorprendente. El susurro dice: “Napoleón dijo una vez, ante Goethe, que en las tragedias de nuestro tiempo la política ha sustituido el destino de las tragedias antiguas”. ¿Cómo es esto? ¿Es lo mismo “destino” que “predestinación”? El destino es inconsciente. Nadie sabe cuáles serán los puertos de llegada en su vida. La predestinación, en cambio, es explícita, consciente y maciza. Hegel llama “destino” a aquello que hace al individuo quedar a merced de la trama que tejen sus acciones colectivas (que no necesariamente ha creado). Ramas asiente: los hombres hacen su historia, pero en las condiciones políticas y materiales que reciben. Diríamos, inspirados por Parménides, nada es ex nihilo. Pero, persiste la pregunta ¿dónde está la “predestinación” que mueve al héroe trágico Napoleón Bonaparte? Ramas, siempre inteligente, aplicada y exhaustiva, volviendo a escuchar a Hegel sostiene sin explayarse esta vez: “El destino es la ‘conciencia de sí mismo’, pero como enemigo’”.


¿Se entiende esto de suyo? Efectivamente, las fases históricas que según Hegel atraviesa el Espíritu subjetivo para llegar a ser autoconciencia, son los pasos que, a partir de la conciencia natural, llegan a convertirse en “razón” y, por último, en “espíritu”. El espíritu es, finalmente, la humanidad que se concibe y expresa a sí misma en forma de saber absoluto, esto es, ciencia (como la entendía Hegel en aquellos años y que no es la ciencia actual). Para que la conciencia llegue a ser autoconciencia es necesario el reconocimiento por parte de otra conciencia (aquí la expresión no se refiere a “volver a conocer lo conocido”, sino a la experiencia instantánea de que ese otro es un ser consciente, como yo lo soy). La presencia de conciencias opuestas y su enfrentamiento (Sartre dirá un siglo después que “el infierno es el otro”), que Hegel ejemplifica con la dialéctica del amo y el esclavo, pasa por sucesivas fases históricas.


Un importante modo o figura evolutiva de la conciencia, es la “conciencia desventurada” o infeliz. Corresponde a la conciencia fundamentalmente religiosa, que para Hegel está escindida y desdoblada, en la que Dios es el amo y el hombre el esclavo. Pero, concordemos o no con Hegel, ¿qué tiene que ver la dialéctica del amo y el esclavo con la predestinación y la lucha destinada al fracaso del héroe trágico?


El payaso

Napoleón III (Luis Bonaparte, 1808-1873) fue el único presidente de la Segunda República Francesa (1848-1852) y, posteriormente, Emperador de los franceses entre 1852 y 1870, como último monarca de Francia. Según nos explica la filósofa de la Universidad Complutense en el prólogo a El Brumario…, Marx resume en una frase el propósito de su obra: “Yo muestro cómo la lucha de clases en Francia creó circunstancias y condiciones que permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe”. Y agrega: “Quedaría por explicar cómo es posible que una nación de 36 millones pudiera verse sorprendida y apresada sin resistencia por tres (vulgares) caballeros de industria”. Ramas, entusiasta, agrega un mayor énfasis: “Faltaba, ciertamente, un actor para la tragedia. Un gran hombre capaz de gobernar, conquistar, administrar, asesinar, triunfar (…), pero existía un autor para una farsa”.


Enfatizando aún más esta idea, Marx cita a Victor Hugo, el que recuerda de manera lapidaria a Luis Bonaparte: “Para representar una tragedia se necesita un actor; y en este caso, ciertamente el actor faltaba. Violar el derecho, suprimir la Asamblea, abolir la Constitución, estrangular la República, aterrorizar a la nación, mancillar la bandera, deshonrar al ejército, prostituir al clero y la magistratura (…) [de modo que] la ley acabase siendo el lecho de una mujerzuela, ¡cómo podrían cometerse todas estas enormidades! ¿Y por quién? ¿Por un coloso? ¡No!; por un enano. Provocaba risa. No se decía ¡Qué crimen!, sino ¡Qué farsa!”.


Luis Bonaparte encabezó dos rebeliones destinadas a derrocar el régimen del rey Luis Felipe I de Orleans en 1836 y 1840 (mucho después de la Revolución y quince años después de la muerte de su tío Napoleón I). Fue condenado a cadena perpetua, pero logró escapar de prisión en 1846. Cuando el rey Luis Felipe I fue derrocado en 1848, se presentó como candidato a la presidencia de la Nueva República y ganó por una mayoría abrumadora, pero con la imposición constitucional que limitaba la legislatura a cuatro años. Dio un golpe de Estado el 2 de diciembre de 1851 (el que irónicamente Marx llamó “el 18 brumario de Luis Bonaparte”), golpe incruento que le permitió asumir poderes dictatoriales y ampliar su periodo de mandato a diez años. El respaldo popular lo alentó a trasformar la II República en el Segundo Imperio.


El Imperio autoritario se mantuvo hasta 1860 y una segunda etapa, marcada por reformas liberales, culminó en una monarquía limitada –el Imperio liberal– hasta 1870. Esta segunda etapa se caracterizó por el desarrollo de una legislación sobre asuntos laborales, la apertura hacia el librecambismo y la rehabilitación de los partidos de la oposición. Un hito notable fue que durante su mandato se produjo la reordenación urbanística de París, planificada y dirigida por George Haussmann. Si hemos de dar crédito al texto que comentamos, Luis Bonaparte fue un inepto payaso. Sin embargo, el Segundo Imperio corresponde a una de las épocas de  mayor desarrollo y prosperidad que Francia hubiere conocido.A nivel económico, el país se dotó de un nuevo sistema financiero, bancario y comercial y revirtió en 1870 el retraso industrial respecto del Reino Unido. El sistema de calles medievales de Paris ya no era el adecuado para los carruajes y vagones de una ciudad de un millón de habitantes. Es por esto que Napoleón III impulsó los trabajos del barón Haussmann en París, que hicieron de esta ciudad una de las capitales más bellas del mundo. Grandes secciones de la ciudad se demolieron y el trazado de viejas y complicadas calles se reemplazó por anchas avenidas, según la dirección del barón, a la sazón Prefecto del Sena (1853-1870). Con un efectivo sistema financiero Luis Bonaparte avanzó hacia la idea de que las plusvalías generadas por los cambios debían beneficiar al ayuntamiento y no solamente a los propietarios de los terrenos afectados. La influencia personal del prefecto Haussmann en los planes de Napoleón son evidentes, no solo en los cambios detallados, sino también en numerosas otras obras de infraestructura. Además, añadió dos contribuciones originales de primordial importancia: el abastecimiento de París con abundante agua de manantial y el sistema de alcantarillado para asegurar el drenaje incluso en los distritos más bajos, para prevenir contaminación del Sena dentro de la ciudad.  Desarrollos notables se produjeron durante ese período en ferrocarriles, en el ámbito literario, arqueológico, científico, etcétera.


Por su parte, y gracias a la lucha organizada del nuevo proletariado, los progresos sociales fueron innegables, como el derecho de huelga y de organización de los asalariados (antecedentes de los sindicatos) concedidos en 1864; elevación del nivel de vida de los obreros y de los campesinos y la creación de primeros sistemas de jubilaciones y de seguros para los obreros; desarrollo de la educación masiva, etcétera.


El gen imperial guerrero

Las cosas se complicaron cuando Napoleón III arrastró a Francia a algunos afanes imperiales que, se supone, pretendían emular la grandeza militar de su tío Napoleón I. Así, hizo intervenir a Francia en la guerra de Crimea, apoyó al Piamonte en las guerras que tuvieron como consecuencia la unificación italiana, e inició una serie de expediciones cuyo fin era aumentar el prestigio y el territorio del Imperio tanto en Indochina como en América Latina, concretamente en México. Con el apoyo de los grupos políticos más conservadores promovió la instauración de un efímero Imperio en el país azteca, dirigido por su sobrino Maximiliano de Habsburgo. Sin embargo, la amenaza que representaba Prusia fue percibida demasiado tarde y el país no estaba preparado para hacer frente al conflicto que sobrevino en 1870. La derrota fulminante del ejército francés en la batalla de Sedan durante la Guerra Franco-prusiana provocó la captura del emperador, y su régimen fue derrocado en París el 4 de septiembre de 1870. Napoleón III se marchó al exilio y murió en Chislehurst, Inglaterra, el 9 de enero de 1873.

 

¿Farsa?

Aparte de la pomposidad imperial de los arrebatos guerreros de un hombre sin talento para tan cruentas aventuras, ¿dónde está la miserable farsa y el final feliz? Tal vez Marx, mediante la degradación del personaje, es el autor de la farsa, aunque no se ve en su libro ni lo cómico ni el desenlace feliz. Por su parte, el desarrollo de Francia mientras Luis Bonaparte fue Presidente y luego Emperador, ¿fue una comedia?

 

*El 18 brumario de Luis Bonaparte, Karl Marx Ediciones Akal, 2023, Madrid

 

 

 

           

 

 

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