Un colorido mapuche en Nueva York
Durante la mañana conversamos tendido, sin alcohol y con yerba mate. Me contó cómo es que era mapuche, y cómo es que era afroamericano, y cómo es que vivía en Queensy tenía esos sobrenombres extraños. Pero sobre todo me contó de sus afanes artísticos, de al menos un encuentro desafortunado que había tenido con un chileno, hacía pocos años, y de sus ideas sobre la nación mapuche.
Hará cosa de seis u ocho años viajé a la ciudad de Nueva York. Nada me obligaba a ir, y voy creyendo que viajé por hacerme el grande. En su momento me dije que iba a hacer turismo y por el gusto de gastarme la plata. No tenía mucha idea de lo que me encontraría. Quizá por esa falta de expectativas recuerdo de aquel viaje particularmente a una persona: John Colin.
En ese tiempo John Colin vivía en Queens. Era artista y tenía otros tres nombres que le ganaban al John bíblico: “the apache’s daughter”, “el apaches” y “la hija”. No sé si seguirá siendo artista, porque ya no publica en Facebook y yo no sé usar Instagram, a donde parece que migró. Así que tampoco sé si seguirá llamándose como se llamaba seis u ocho años atrás. Su recuerdo me basta, pero no lo suficiente, porque John Colin, en mi mente, va reduciéndose a una idea, como si fuera una lectura teórica o uno de los autores que nos hicieron leer en el primer o el segundo año de la universidad.
Pienso esto y me animo a darle carne a mis recuerdos y a John Colin.
Para viajar a Nueva York, lo primero que recuerdo es la canícula. El calor pesado del hemisferio norte y la humedad del Atlántico. El vaho de los ríos Hudson y Este, y las grandes cantidades de personas que se arrojan a las calles y a los parques, buscando algo de sosiego. Lo segundo es el recuerdo de la bicicleta que compré por cien dólares, y de las calles de Brooklyn donde arrendé una pieza por Airbnb.
En uno de aquellos días decidí recorrer la isla Roosevelt y almorzar en un parque de Queens, mirando el río. Imaginé que sería un paseo lindo y delicado. Del otro lado del río, y por evitar una avenida, me vi dentro de un callejón triste, sucio, con tres cipreses de luto y una alambrada que recorría el borde de varios edificios de ladrillo. Eché de menos que un perro revolviera la basura. Al fondo se podía adivinar el parque donde pensaba almorzar. Recorrí el callejón con algo de impresión y sorprendido de mi ingenuidad. A pesar de todo el cine gringo que había visto, no se me había ocurrido que podría visitar lugares feos y pobres. No en la capital del mundo.
El parque, en cambio, era una fiesta. Estaba lleno de grupos, de hombres y mujeres, cada uno con sus parrillas, sus parlantes, sus bebidas y sus conversaciones estridentes. Todo era una gran mezcla de humos y varias músicas, unas sobre otras, intercaladas con gritos y festejos. Nada más alejado del almuerzo sofisticado y apacible que yo me imaginaba a la orilla del río. Conforme me adentraba en el parque sentí las varias miradas que me seguían. No me detuve en ninguno de esos ojos, pero me pareció que no habían blancos y que yo era el único hispano que paseaba aquel mediodía en aquel parque de Queens.
Me senté en una banca, la más cercana al río y la más tranquila que encontré. Mientras escuchaba el bullicio del parque, para nada elegante como yo lo había imaginado, me fui comiendo mi cocaví: un huevito duro, un sándwich de queso y chorizo, una botellita de vino. ¡Vámonos!, me dije, segundos después de vaciar mi botella. Es temerosa la ignorancia.
Pedaleé el camino de vuelta, pero poco antes de alcanzar la calle un hombre se atravesó en mi camino. Pensé que hasta ahí llegaba mi bicicleta y que al menos había dejado mi pasaporte en la casa.
Él, muy tranquilo, solo me preguntó ¿eres mapuche?
Nunca nadie me lo había preguntado, no al menos así de imprevisto y no más viéndome la cara pálida que tengo. Me reí para mis adentros. ¡Lo soy!, le respondí. Me estiró su mano y me dijo que él también. Se presentó, con sus cuatro nombres y con otros varios datos biográficos que fue repitiendo a lo largo de la tarde, como un rosario. No me dijo nada de mi apariencia, pero sí me piropeó el parche de la Wenufoye que llevaba en la mochila. Sobre los colores más adelante me diría varias cosas. Insistió que fuera a tomar algo con él y con sus amigos, y allá fui yo, como buen devoto de mis paisanos.
Las borracheras creo que en todos lados son más o menos iguales, lo que no les quita nada de la magia y la euforia que cada una administra de manera única. He intentado escribir sobre esa felicidad en otros momentos, unas veces en medio de la borrachera que se alarga en casa, otras veces sobrio, no más rememorando la felicidad que se puede experimentar entre el fondo de la botella y la resaca, que invariablemente cobra su tributo.
Nos pasamos la tarde tomando. En algo les interesó mi historia y lo que yo imaginaba de ese paseo, aunque no estoy seguro de que me entendieran mucho, hablando como hablaba un inglés tarzanesco. Mi paisano el apaches, en todas esas horas, no me dejó nunca. Conversaba con otra gente del grupo, me miraba de reojo. Se acercaba a preguntarme cómo estaba. Se movía a algún rincón, daba una vuelta y otra vez, mirándome a los ojos, me decía ¿cómo estás, hermano?
A las siete, o a las diez, o quizá a la medianoche, toda la gente abandonó el parque. La oscuridad sólo se interrumpía por las luces que, yo imaginé, venían de los grandes edificios de Manhattan.
John Colin no me dejó pedalear hasta Brooklyn. Insistió que me fuera a su casa, que vivía sólo, que tenía espacio, que no molestaba, que mañana no trabajaba. Vámonos pues, y para dentro me reía del modo en que sus amigos pronunciaban los caprichosos sobrenombres de mi paisano, y aún de que fuera mi paisano.
Dormí hasta a las diez de la mañana. Desperté un poco asombrado de confiar tanto y tan lejos de mi gente. El apaches justo entraba a la sala, recién duchado, con el pecho descubierto, lleno de símbolos y letras retorcidas, musculoso. Guapo. Se rio cuando me vio temblando, aguantándome las ganas de pasar al baño.
Durante la mañana conversamos tendido, sin alcohol y con yerba mate. Me contó cómo es que era mapuche, y cómo es que era afroamericano, y cómo es que vivía en Queens y tenía esos sobrenombres extraños. Pero sobre todo me contó de sus afanes artísticos, de al menos un encuentro desafortunado que había tenido con un chileno, hacía pocos años, y de sus ideas sobre la nación mapuche.
Su historia mapuche era imaginable: su papá había nacido en Quellón y era de los Colin de Yaldad. Todavía era joven cuando se mudó a Puerto Montt y cuando comenzó a militar en el MIR. En 1973 los militares lo tomaron detenido, lo torturaron por dos años y luego, por intermedio de algún amigo, logró salir al exilio. Había muerto hace pocos años, después de vivir treinta y tantos en Harlem, sin haber aprendido más que tres o cuatro palabras del inglés. Por ese lado era mapuche, aunque lo había descubierto ya de grande, mientras cursaba artes plásticas en cierto community college. Toda su vida había vivido en Queens, criado por su madre, sus tías y su abuela, todas afroamericanas. No ahondó en por qué le decían la hija, y lo de apaches supuse que era porque a sus amigos les resultaba más familiar este nombre que el de mapuche.
Estaba obsesionado con lo que él denominaba “el color-arte político”, y así en cada conversación traía a colación alguna reflexión sobre aquel mundo que estaba pensando constantemente, y que también desarrollaba en algunos objetos que tenía repartidos por todos los rincones de su pequeño departamento.
Entre papeles arrugados, lienzos, pruebas de imprenta, tacos xilográficos y bastidores, vi una foto de Valentín Saiweke. Yo la conocía en blanco y negro. La versión que tenía la hija, en cambio, tenía colores chillones. Destacaba sobre todo la piel de Saiweke, de un negro brillante, sobre un traje militar adornado con grecas y ñimines de varios colores: rojos, amarillos, verdes. Me la quedé mirando un rato mientras el apaches rebuscaba una caja en su armario. En esa caja, me decía, guardaba sus artes chilenos.
Tenía allí varias fotografías de imágenes y letras que había dibujado usando esa moneda de diez pesos que tiene en su cara al “ángel de la libertad”, o a una mujer con alas que rompe sus cadenas y que dice “11-IX-1973”. No sé cómo había hecho para juntar tantas monedas que tuvieran ese cuño, y más todavía, todas de 1989. Había un retrato de Osama Bin Laden, otro de Malcolm X y también uno de la Reina Isabel. Asombraba, la verdad, el trabajo de componer una cara solo con monedas, indicando sombras y medios tonos por el mayor o menor brillo que había dado a las monedas. Y ciertamente asombraba la sutileza del gesto aristocrático de Bin Laden, o de la reina inglesa. Junto con los retratos había algunos paisajes, pero sólo recuerdo una vista monótona que bien podría ser la pampa argentina o las grandes llanuras norteamericanas. Por último, tenía una serie de palabras, de las que recuerdo “Riot”, “Sylvia Rivera”, “Yaldad”, “Wallmapu”, “Stonewall” y unas letras árabes que, me explicó, decían “Al-Muid”. Me enseñaba las palabras con algo de diversión, como si estuviera dando clases a un joven estudiante. Creo que estaba emocionado.
Todas aquellas composiciones en monedas habían sido temporales. Nunca juntó las suficientes monedas como para dejar cada obra intacta, y tampoco había encontrado nadie que se interesara en comprar las composiciones, lo que le habría permitido buscar más monedas y seguir, por ahí, en un camino de arte y numismática que alguna vez pensó que podría traerle aunque fuera una satisfacción. Todo lo contrario. Tenía la sensación de que esas monedas estaban malditas.
Comenzó a trabajar las monedas para su titulación. Luego de egresado había montado un pequeño dispositivo que le permitía exponer una vez al mes la imagen que hubiera desarrollado. La suerte quiso que un chileno viera sus objetos y reconociera las monedas. Se comunicó con John Colin y terminó haciéndose su amigo, aunque todo tan rápido que la hija sentía que había sido engatusado. De manera confusa me contó que el chileno era también palestino, que tenía una familia rica en Chile, pero que vivía como pobre en Nueva York, que a las dos semanas de conocerlo ya compartían su departamento y, sobre todo, que estaba loco. En su peor momento, al mes de que se mudara, había atacado a una familia de judíos ortodoxos en el puente de Brooklyn. No tenía más arma que un cuchillo plástico y nadie había resultado seriamente herido. Pero eso no evitó que cayera la policía en su casa para interrogarlo, ni que vieran el retrato de Yasir Arafat en el que estaba trabajando con las monedas chilenas de diez pesos. Lo tuvieron detenido unos días. Le robaron las monedas. Y hasta allí llegó su primer arte chileno, del que sólo pudo rescatar las fotografías que me estaba mostrando. Y hasta allí llegó también su primer amante chileno, del que sólo conservaba una bombilla para el mate y la afición por la yerba Rosamonte.
Cuando me contó la historia de su pérdida pensé en los archivos, le conté del posgrado en historia que estaba haciendo y de los versos que estaba ensayando sobre el duelo de un escritor al que se le funde la Mac y que pierde todos sus documentos irremediablemente. (Nota aparte: creo que estos versos no prosperaron, al tiempo intenté transformarlos en una novelita que tampoco funcionó, por lo que decidí olvidarme del asunto. En mala hora este cuento me los recuerda). Al apaches le pareció atractivo el tema y se puso a hablar sobre los archivos dispersos de los miles de pueblos colonizados por los europeos y los norteamericanos. Se preguntaba cómo sería posible reimaginar sus racionalidades detrás de documentos que sólo los habían codificado como salvajes, o que derechamente no los habían pensado como personas, por lo que tampoco habían quedado registrados en las bibliotecas cristianas. Hermano, me decía, y así los monumentos, las ideas, los escritos, las fotografías de nuestros antepasados se dispersaron como las pobres hormigas cuando se les inunda el hormiguero, ¿¡qué vamos a hacer!?
Recuerdo que chupé de la bombilla, hasta el gorgoteo, y pensé que no tenía idea. Malamente me las batía con mi tesis de doctorado. Él sí que tenía certezas. Certezas vitales que ahora me conmueven. No esperó mi respuesta. Se puso a remover las varias cosas que atestaban su sala y a juntar unas fotografías de diversos tamaños. Estaba agitado. Mientras buscaba sus fotografías me comenzó a hablar del color. Del color y de la raza.
Me explicó cómo funcionaba la raza en los Estados Unidos. Me explicó la importancia del color, y de los colores que no se ven, y luego de las teorías del color de ciertos formalistas soviéticos que fueron proscritos por Stalin y que nadie nunca, excepto un profesor suyo, habían estudiado como merecían. Entre esas referencias, que malamente logré entender, comenzó a intercalar ciertas ideas sobre el canibalismo ritual y sobre el otro como un destino. Mencionó a un antropólogo brasilero, casi con devoción, y así fue hilvanando un discurso que me pareció un decálogo de locuras, una especie de antología desesperada que insistentemente relacionó con cierta genialidad mapuche y con ciertos descubrimientos que había hecho en el parque de Queensbridge.
Me mostró las fotografías que había reunido.
La primera era la fotografía que ya había visto de Saiweke. El Saiweke negro, con traje militar colorinche, con sus ñimines. Había una postal antigua de un indio y su fusil al costado, en el reverso se leía “Geronimo”. También estaba coloreado, pero no era negro, sino blanco y rosado. También le había puesto ñimines a su traje que brillaba con colores fuertes. Un mohicano tenía su piel amarilla y fumaba de un hacha parsimoniosamente. Una campesina ixil, negra como Saiweke, y se diría morada, tiraba de un burro azul por un camino de Nebaj, según rezaba la anotación del reverso. Habían varias fotos de otros mapuche. Conocidas algunas, como la fotografía de Loncon (la piel color chancho, el pelo colorín), o la que usualmente se conoce de Venancio Coñuepan, de traje a rayas, de pie junto a su escritorio (el pelo rubio, la piel morena). Otras raras, y rarísimas, que no he vuelto a ver en ningún libro ni en los varios archivos en los que me ha tocado investigar.
En suma, la hija había coleccionado una gran cantidad de fotografías, la mayor parte antiguas, de varios indígenas americanos. Todas eran originalmente en blanco y negro. Todas habían sido pintadas por mi paisano, y en todas los colores explotaban como un arrebato. Me pareció estar viendo una cosa maravillosa y me sentí como si fuera parte de la historia temprana de un artista que sería importante. En mi mente John Colin se consagraba exponiendo en el Museo Nacional de Bellas Artes, en Santiago. No deja de darme algo de risa y ternura mi provincialismo.
Mientras yo miraba las fotografías, el apaches se fue calmando. Cuando hube terminado me dijo que quería hacer un libro, pero no uno cualquiera, sino un libro que reprodujera esas fotografías coloreadas. Y además, un libro que mintiera deliberadamente y que se presentara como un documental. Como si esas fotografías no fuesen el delirio de un artista en Queens, sino el archivo y el trabajo meticuloso y honesto de algún mapuche anciano que había restituido los colores originales de las fotografías. Un anciano casualmente descubierto por un sobrino y nieto que estudiara arte, o por algún trabajador social conmovido por las reflexiones raciales del anciano. O que fueran derechamente presentadas como fotografías originales en color. Esto todavía lo estaba pensando.
Para el apaches era fundamental que las fotografías se publicaran como una testimonio de cómo los mapuche habían entendido la raza. Hermano, me dijo, para nuestros pasados en la raza mapuche cabían todos los colores, todas las formas, todos los amores.
No sé si se lo dije, pero a mí me parecía que su autoría era prueba suficiente de la mapuchidad de su obra de arte, aunque el juego del falso documental me parecía también muy divertido, y hasta importante para lo que se proponía. Y por ahí seguimos conversando y haciendo planes para cuando nos separáramos. En esa época estábamos formando una pequeña editorial mapuche, y varias veces le dije que me entusiasmaba la idea de que publicáramos su trabajo.
A la una llamaron por celular a John Colin. En su trabajo había fallado el turno de la tarde, y necesitaban que lo cubriera. Intercambiamos números y correos electrónicos. Nos agregamos en las redes sociales y nos dimos un abrazo apretado.
Durante un tiempo nos escribimos correos electrónicos, pero al final todo se terminó enfriando. El último correo que le escribí, sin respuesta, fue hace tres años. Creo que la hija no ha publicado aún esas fotografías y seguramente sólo son conocidas por quienes hemos podido visitarlo en su departamento de Queens. Aunque me da algo de pena, también pienso que, quizá, si estuvieran publicadas esas imágenes, menos carne tendría el recuerdo de John Colin, y más fuerte sería su reducción a una idea, a un autor teórico, a una lectura añeja, a una ficción arbitraria.