Weinzweig y la construcción de nuevos mundos
Hay libros que sin buscarlo conversan con otros. Vestido negro y collar de perlas, de Helen Weinzweig, es uno de ellos. Se hace lugar en los intersticios que dejan textos como La mujer rota, de Simone de Beauvoir, Miedo a volar, de Érica Jong, y El despertar, de Kate Chopin. Pero también de historias de espionaje, al estilo de Graham Greene o de John Le Carré, o incluso, por qué no, de cómics como Superman o El hombre araña. Porque se trata de una novela que hibrida el relato feminista, por su intento de liberar a la mujer protagonista (Shirley) de las ataduras de una vida atenuada por el matrimonio y las tareas del hogar, con la novela de espionaje, las historias de doppelganger y el monólogo interior, que vendría a representar un viaje a las profundidades de la propia conciencia del personaje.
Shirley es una ama de casa de clase media que vive en Toronto, Canadá. Tiene dos hijos y un marido diplomático. Parece una mujer devota, dedicada a su familia, “el ángel del hogar”, término que solía usarse para describir a las mujeres de una generación domesticada. En fin, una mujer que vive presa de un devenir adormilado. Y, sin embargo, Shirley tiene una doble vida, vive una existencia paralela. Ese es el detonante, el conflicto que pone en funcionamiento el relato. ¿Real, onírica, delirante? Cada lector dirá, quizás no importe demasiado distinguir entre una opción o las otras. Lo cierto es que a medida que uno va pasando las páginas se sumerge en un mundo de espionaje, disimulo y pasión que atrapa.
En esa otra vida, Shirley persigue a un amante que trabaja en una agencia (en el libro, Agencia, con mayúscula, lo que hace pensar en la CIA o alguna por el estilo) que lo lleva a él -y por ende a ella- a recorrer el mundo en misiones encubiertas. Los encuentros respetan una especie de ritual, un simbolismo nada ingenuo. Ella debe llevar un vestido negro y un collar de perlas, casi un uniforme. Y, para encontrarse con su amante, es necesario seguir ciertas coordenadas que recibe a través de ejemplares de National Geographic. Todo esto lo sabemos a partir de su voz. Shirley es la narradora, una narradora poco fiable, porque por momentos su relato pierde verosimilitud. Y, sin embargo, Weinzweig logra que nos sintamos identificadas.
En esa otra vida, Shirley está tan presa como en su primera vida. Está presa de la espera: ella no decide, solo aguarda indicaciones y obedece. Encontrarse con su amante es el resultado de una serie de reglas que ella debe seguir, igual que en su casa sigue las reglas del decoro, del cuidado, del personaje secundario. Es cuando el código se descubre que en Shirley se produce un verdadero quiebre. Esa suerte de desprotección es lo que la pone a salvo de un destino preprogramado. Por lo menos comienza a hacerse ciertas preguntas que le permiten descubrir que quizás exista una tercera vía, una en la que ella realmente pueda tomar sus propias decisiones.
Hay en la tradición de novelas feministas una corriente que propone el viaje onírico o la fantasía como recursos de emancipación. “Si no puedo escapar de mi realidad, entonces me refugio en los mundo que puedo imaginar”. Algo así se podría resumir la idea que subyace en libros como el de Weinzweig. A ciencia cierta, nadie sabe si lo que cuenta la protagonista y narradora ocurre o si, por el contrario, sus historias son producto de un ultra necesario divague. Sea un caso o sea el otro, lo cierto es que en Shirley se produce la tan famosa transformación del personaje, algo que en las escuelas de Escritura Creativa se enseña casi como mantra. En un buen libro los personajes cambian, mutan, salen de su caparazón. Y esto ocurre en Vestido negro y collar de perlas. “(…) no echaré de menos ser una extraña a quien nada se le exige y de quien nada se espera”, dice casi al final.
La felicidad puede sustentarse en el ámbito de lo discursivo o de lo simbólico, si es que no se sustenta ahí siempre. “La felicidad son los recuerdos”, le dice su amante promediando la mitad de la novela, y esa es quizás una de las claves para leer a Weinzweig. La autora parece querer decirnos que quizás Shirley no necesite elegir entre una vida y la otra, sino entender que se pueden vivir muchas vidas en una, pero para ello es necesario hacerse cargo del propio deseo y estar dispuesta a romper con el molde que se ha dispuesto para las mujeres de una generación que aún no logra escapar de la jaula del patriarcado.
“(…) no conseguí dar con nada que ella (Shirley) pudiera hacer en ese gran mundo (en el que vive). Esta cuestión me ha desasosegado en cuanto persona y en cuanto escritora”, confiesa Wezweig en una entrevista en 1982, recuperada por Sarah Weinman, a cargo del epílogo que acompaña la obra en la edición de Muñeca Infinita. Quizás no era cuestión de darle a Shirley un final heroico, un salvataje total, sino simplemente de poner en evidencia la existencia de una o varias salidas posibles. Y en eso de buscar salidas todavía estamos. La ficción, entre otros discursos, nos ha regalado ese salvoconducto.
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