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Del ojo humano al ojo posthumano: entrevista a Silvia Schwarzböck


 

En su libro Las Medusas. Estética y terror, la filósofa y profesora de estética argentina, aborda el terror: “Que el terror contemporáneo, tanto en la ficción como en la no ficción, sea un terror-imagen, pura imagen, intrínsecamente visible y radicalmente mirable, muestra que existe un ojo distinto del de la modernidad filosófica”, dice. Un ojo entre desesperado y aburrido que, tal vez, mira en 2666, la novela de Roberto Bolaño. O la torturas en Abu Ghraib.

 

En tu libro Las Medusas. Estética y terror (Marginalia, 2022) deslizas al inicio que existe una modificación respecto a la imagen del terror -del horror- en los tiempos que vivimos ¿Es un diagnóstico de época?

 

Más que como un diagnóstico de época, lo pienso, en términos materialistas, como un problema filosófico: el del estado salvaje del ojo. Que el terror contemporáneo, tanto en la ficción como en la no ficción, sea un terror-imagen, pura imagen, intrínsecamente visible y radicalmente mirable, muestra que existe un ojo (o un estado actual de la mirada) distinto del de la modernidad filosófica. Este ojo no es el ojo centrado en el sujeto, o en el sujeto absolutizado que teoriza el idealismo: el sujeto productor de realidad, el yo que pone el no-yo y lo convierte, por medio del concepto, en objeto. Es un ojo descentrado, pero descentrado no sólo del sujeto, sino del cuerpo. Las imágenes, en la medida en que se infinitizan, se archivan en memorias no humanas, borrables y reiniciables, antes que en el cerebro humano. Este cambio de estatuto del ojo es el que exige a la estética (y a la filosofía toda) un giro materialista: del ojo humano al ojo posthumano, del terror sublime, donde lo terrorífico representa, en una materia sensible, una idea suprasensible, irrepresentable; al terror explícito, donde lo terrorífico es intrínsecamente visible, sin que le corresponda, para volver inadecuada o insuficiente a la materia sensible, una idea suprasensible o irrepresentable.

 

 

En Las medusas tomas 2666 de Roberto Bolaño, a propósito de los crímenes contra mujeres en Santa Teresa, recoges una cita de un personaje, que dice “que ni la pornografía ni el narcotráfico son algo nuevo. Sí, desesperación”. ¿A qué se refiere?

 

Esta hipótesis la sostiene, en una entrevista, un personaje de 2666, el General Humberto Paredes, un ex Jefe de Policía del DF, que dice “haberlo visto todo”, tanto en materia de pornografía como de crímenes sádicos. Él no encuentra ninguna perversión nueva, ninguna atrocidad que realmente lo sorprenda, en los crímenes de mujeres por los que los periodistas lo consultan, que son los crímenes de Santa Teresa, el trasunto, en la novela de Bolaño, de Ciudad Juárez. Tampoco habría nada nuevo, para él, en la lógica del narcotráfico.

 

 

¿Qué sería lo nuevo entonces?

 

Lo único nuevo que advierte –en 1996, cuando le hacen la entrevista− es el aumento de la desesperación (aunque no aclara la de quiénes). Pero la desesperación que aumenta bien podría ser –si se lee a este energúmeno entre líneas− la de los que esperan leer más (o mirar más, de ser posible) sobre los crímenes de mujeres en Santa Teresa. Estos crímenes son, dentro y fuera de México, “un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento” (este verso de Baudelaire, tomado del poema “El viaje”, de Las flores del mal es el epígrafe de 2666). Hay un público desesperado por leer sobre Ciudad Juárez –en el sentido en que lo dice Paredes sobre Santa Teresa− como si Ciudad Juárez fuera la capital de todo mal, menos del mal de la maquila.

 

La pregunta que me hago en Las Medusas, a propósito de esta clase de desesperación, es si el horror de Ciudad Juárez, sin dejar de ser, por eso, un morbo mainstream, podría convertirse, para el público más avanzado del presente, en alta cultura. El horror no ficcional, sin que haga falta convertirlo en arte, tal vez ya ocupa, para el público más avanzado, el lugar del arte más avanzado. La Medusa es lo que se mira, sin terror a ser petrificado, cuando se está aburrido. La Medusa industrial cuestiona la existencia −no sólo la primacía− de la Medusa mítica. No hay mito de la Medusa. No hay Medusa primera. No hay original de la Medusa.

 

 

En este libro tomas a la Medusa como principal figura que representa el terror. El mito de Perseo pareciera justamente enseñar que hay cosas que no pueden ser miradas de frente, pero tú le das un vuelco a eso. ¿Es todo explicito hoy en día? 

 

Esta cuestión la trabajé en Los monstruos más fríos. Estética después del cine (Buenos Aires, Mardulce, colección Philos, 2017). No todo es explícito, pero la explicitud, en la actualidad, es el régimen hegemónico de la imagen. Lo explícito, no obstante, pertenece a la imagen y supone la cámara, aun cuando la cámara no esté presente: es lo que se mira porque alguien lo deja ver y lo que se deja ver porque otro quiere y puede mirarlo. Para que una escena sea explícita se requiere de un espectador que no forme parte de ella. La terceridad es un constituyente de lo explícito. Cuando sólo hay dos sujetos, el que recibe la acción y el que la produce, cada uno tiene que desdoblarse. A partir de ese momento, los dos sujetos empiezan a actuar, porque todo lo que hacen lo hacen en función del tercero, que no está presente, imaginando el efecto que tendría sobre él.

 

 

El siglo XX es el siglo del cine, pero también de su sombra, la pornografía. En otras palabras, el espectador ya sabe, frente a las imágenes de dolor extremo, cómo mirarlas desde afuera del cuerpo y archivarlas, ¿dónde quedan archivadas?, ¿qué tipo de memoria es la que planteas?

 

No me refiero, solamente, a las memorias posthumanas implícitas en los dispositivos tecnológicos (desde las memorias portátiles −tanto las de los celulares como las que se insertaban en las computadoras, para guardar información, y después se retiraban− hasta la actual nube), sino a la protohistoria del devenir posthumano de la memoria, que empieza con la frialdad del espectador de cine (o, si se quiere, con el enfriamiento de su mirada frente a las distintas pantallas).

 

Así como Eurípides mata la tragedia –según Nietzsche− al “subir a la plebe al escenario”, Hitchcock mata el cine clásico al introducir en Psicosis la mirada del espectador. El socratismo de Eurípides (“todo tiene que ser consciente para ser bello”), traducido a la protoexplicitud de Psicosis, en la famosa escena de la ducha, revela un giro estético de la mirada: es el final de un sistema de sobreentendidos y, a la vez, su consecuencia. Por las mismas razones que en Psicosis se puede mostrar un cuerpo femenino desnudo se puede mostrar un cuerpo femenino sangrante.

 

Hitchcock sabe que el espectador sabe que en una misma película puede identificarse primero con la víctima y después con el victimario, porque, en realidad, siempre se ha identificado con la cámara. Por eso Psicosis puede cambiar de protagonista en medio de la trama. Pero sin el giro hacia la explicitud sobre el cuerpo (que empieza con la desnudez y la sangre, tal como se conjugan en Psicosis, con el asesino serial acuchillando a su víctima en la ducha), no se podría entender, en términos estéticos, la frialdad de la catarsis contemporánea: el hecho de que un espectador sea capaz de mirar imágenes crueles, tanto desde el lugar del verdugo como desde el lugar de la víctima, sin que esa alternancia le demande una identificación psicológica. La frialdad le permite al espectador, desde su lugar de soberano, una mirada absoluta, autárquica y libertina, que opera por fuera del sistema de roles sociales, sin identificarse con ninguno. El gusto razonado por la sangre es propio de una época en la que ni la soberanía de la mirada ni el carácter frío de la catarsis son de utilidad para entender a las personas. Lo que a una persona le gusta mirar desde el lugar de espectador no dice nada –absolutamente nada– sobre su psicología.

Abdou Hussain Saad Faleh, torturado en la prisión de Abu Ghraib, Irak, en 2003, por militares estadounidenses.


¿Qué tipo de público sostienes que existe hoy? Recién señalabas que el yo espectador es, soberano de su pasividad, que es otro tipo de yo que el que había concebido la modernidad filosófica. ¿En qué sentido?

 

Que un yo pueda mirar, con una mirada posthumana, las imágenes de la cárcel clandestina de Abu Ghraib y lo haga con el solo fin de comentarlas, es un hecho que obliga a reformular, desde la filosofía, el concepto de pasividad que, durante tanto tiempo, le fue atribuido al receptor de imágenes: la pasividad no sólo es soberanía (como enseña la prioridad del esclavo en el BDSM: el poder lo tiene, paradójicamente, el que le exige a otro que lo ejerza sobre él), sino un saber sobre lo que puede un espectador cuando mira desde afuera del cuerpo. Después del siglo del cine, el espectador ya sabe cómo mirar desde afuera del cuerpo, es decir, identificándose con la cámara, no con los sujetos que están frente a ella. No necesita ser educado por un arte –como sucedió en el siglo XX por el cine− ni por una tecnología –la de la cámara− para poder hacerlo.

 

 

Hay una afirmación que haces al pasar en tu libro, es sobre la democracia. Dices: “la democracia, en su no ejercicio de la censura, no propende de suyo a la anarquía de las imágenes”. Sin embargo, si vivimos en un momento donde las imágenes son imágenes infinitas e ilimitadas ¿No es esto una contradicción?

 

No pienso la infinitización de las imágenes como un fenómeno vinculado a una flexibilización de las costumbres ni a la cultura democrática ni a la ausencia de censura para exhibir y comentar, en forma virtual, imágenes explícitas. La infinitud −un problema que llega a la Estética a fines del siglo XVIII, a través del primer romanticismo− representa, en la modernidad, la paradoja del gusto burgués. Como es el yo el que juzga interesante al no-yo y su interés cambia de objeto constantemente (porque ningún objeto se puede sostener por mucho tiempo como nuevo), la capacidad negadora del yo se abre al infinito: ningún objeto interesante es el último. No hay límite para la capacidad negadora del yo. El yo, por esta capacidad, se descubre a sí mismo como infinito. Nada es interesante por sí mismo, sino por su relación con el yo. Por lo tanto, lo único interesante es el yo. El límite a la infinitud del yo, cuando se descubre a sí mismo como infinito, sólo puede ser una autolimitación.

 

¿Cómo es eso?

 

La lógica del cine clásico es una lógica puritana: identificar lo infinito con lo explícito. De este modo, al limitar la explicitud en relación al cuerpo (el máximo placer y el máximo dolor no se pueden mostrar, se deben sugerir), se consigue un mundo sin infinito, como lo era el mundo antiguo. La pornografía y el sadismo son, para un cineasta clásico, los límites de lo filmable. La lógica del cine moderno, al pensarse a sí mismo como “el cine de después de los campos de concentración”, es prohibir el tipo de belleza que para el cine clásico había sido obligatoria: la belleza cristiana. No toda imagen puede ser bella, es decir, no toda imagen puede ser cristiana, como habían podido ser bellas, por ser cristianas, todas las imágenes de crucifixiones y martirologios de la historia de la pintura y la escultura: la imagen que muestra de manera bella lo que no puede ser bello, después de los campos de concentración, es abyecta, como la califica Jacques Rivette.

 

¿Y en el cine contemporáneo?

 

En el cine contemporáneo, al no haber límites objetivos para la imagen (ni políticos, como en el cine clásico, ni morales, como en el cine moderno), todos los límites que un cineasta se imponga para filmar son siempre autolimitaciones; hacer una película como la reescritura de un género, en este sentido, es una autolimitación. En la infinitud de la imagen contemporánea coinciden la infinitud del yo que, del otro lado de la cámara, está en condiciones de filmarla, y la infinitud del yo, del otro lado de la pantalla, que está en condiciones de mirarla: no todo sujeto es un cineasta ni todo sujeto es un cinéfilo, pero todo sujeto contemporáneo, con sólo portar un celular, tiene una cámara en la mano y una cámara en la cabeza.

 

Si el lema del cine político latinoamericano, en la década del sesenta, podía ser “una cámara en la mano y una idea en la cabeza”, es porque entre la liviandad de la cámara y la dureza de la idea había una relación mecánica: el cine, cuando se hacía con una cámara liviana, tendía al documental, y la idea en la cabeza, cuando un cineasta no hacía ficción, tendía al socialismo. Si, desde finales del siglo XX, cualquier persona puede producir imágenes, por el estado de la tecnología, sin “una idea (fija) en la cabeza”, no es porque baste con “la cámara en la mano”, sino porque ya no existe, como dada, ninguna relación entre un tipo de cámara y un tipo de idea. En esta falta de relación entre la tecnología (más avanzada) y el pensamiento (más avanzado) consiste la infinitud de las imágenes contemporáneas.

 

Si la cámara es el escudo y espejo con que Perseo o cada uno de nosotros como espectador “resiste” mirar de frente el horror ¿significa esto que estamos ante una nueva subjetividad?

 

Me parece mejor plantear el problema en términos materialistas: en lugar de preguntarnos si existe una nueva subjetividad, preguntarnos por las imágenes: el horror, en lo que va del siglo XXI, está desmedusado, y no requiere, por la Medusa decapitada que supone, de un espectador fuerte, resistente, o esclarecido. Es apto para cualquier mirada. Mirar el horror, cuando el horror no petrifica, no es un signo de fortaleza. Es un signo de aburrimiento. No hay, en el horror desmedusado, signos de admiración, como no los hay en el epígrafe de 2666.

 

El que mira y lo mirado son, por igual, imagen. No tiene emoción mirar el horror si el horror –como le enseña Baudelaire a un lector del futuro− es la propia imagen del que mira. A la relación entre oasis y horror establecida por Baudelaire (“¡un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento!”, el verso de “El viaje”), escrita con signos de admiración (el saber amargo del viajero: adónde quiera que él vaya encontrará su propia imagen, esté donde esté terminará aburriéndose, en cada país en el que se detenga, esperando encontrar hombres distintos, habrá dominadores y dominados), Bolaño la reemplaza, en el epígrafe de 2666, escribiendo el verso sin signos admiración, por el horror deshorrorizado de sí mismo. “Sólo existen oasis de horror” ––como dice en “Literatura + enfermedad = enfermedad”−  o “la deriva de todo oasis es hacia el horror”. Es decir, si hubiera otra clase de oasis que el oasis de horror, ese oasis, en algún momento, se transformaría en un oasis de horror.

 

Un yo posthumano está en condiciones de mirar, sin hacer el esfuerzo de no cerrar los ojos, imágenes no editadas, crudas, del máximo dolor, mientras se le presentan en la pantalla como no ficcionales, sin que él pueda saber, realmente, si lo son o no. Y si este yo está en condiciones de mirar así, posthumanamente, estas imágenes, es porque las archiva en una memoria digital, externa al cuerpo, infinitamente más amplia (y menos selectiva) que la recibida de la naturaleza. La experiencia de este yo espectador, disociado de su yo psicológico, soberano de su pasividad, frente a las imágenes del máximo dolor, es la del terror explícito, no la del terror sublime.

 

¿Cuál es el terror explícito?

 

Es un terror ligero. Mirar imágenes terroríficas, cuando no aterrorizan, no es un signo de fortaleza, de ataraxia del yo, sino de aburrimiento. Y no de un aburrimiento transitorio, del que la imagen explícita, por su extrema crudeza, sacaría al receptor, sino de un aburrimiento estructural, que forma parte de la imagen misma y es inseparable de ella. El que mira y lo mirado, en la experiencia de lo explícito, son igualmente imagen. Lo explícito es algo que pertenece a la imagen, que no depende, para existir, de la cultura audiovisual de cada individuo.

 

Las fotos de Abu Ghraib, juzgadas desde la estética, no se diferencian, en cuanto a la puesta en escena, de la pornografía BDSM. Si las acciones hubieran sido actuadas, la puesta en escena habría sido la misma. Lo que hace explícitas a esas imágenes, en lugar de pornográficas, es la no transparencia de la cámara: como las acciones crueles sucedieron, efectivamente, frente a una cámara, es imposible determinar, desde el punto de vista del receptor, si la crueldad, aunque esté exhibida como real, ha sido (o no) actuada. La cámara hace actuar, deliberada o involuntariamente, a quienes están delante de ella. Lo único que se puede determinar, desde la posición del receptor, es si la escena está (mal) actuada. El error, en ese caso, es lo que delata el artificio. La cámara abre lo cerrado (el espacio clandestino). Pero lo abre cuando hay un receptor (alguien exterior a este espacio) que está en condiciones de mirar, aún horrorizado, las imágenes de tortura. Este receptor, así cierre los ojos, porque no soporta mirar, sabe, porque se ha formado mirando imágenes, que frente a la imagen del dolor extremo −igual que frente a la imagen del placer extremo− no puede determinar, con el solo auxilio de los sentidos, si la imagen es real o no. El dolor extremo, igual que el placer extremo, requieren de puesta en escena.

 

Que el receptor no pueda identificar, con la sola ayuda de los sentidos, si una imagen explícita es ficcional o real, se debe a que la cámara, antes que inhibir, desinhibe, tanto a quienes están delante de ella como a quienes están detrás. Desinhibirse, de hecho, es actuar como si una cámara estuviera frente a uno y uno actuara frente a ella como si ella no estuviera. La desinhibición implica suponer la cámara (hacer como si estuviera) y negarla (hacer como si no estuviera). En relación a la cámara existe la fotogenia, no la naturalidad. La cámara, más que a generar una fobia, vino a cumplir una fantasía. Quizá por eso algunas personas, ante la posibilidad de cumplirla, se inhiban. Pero quien mira a la cámara, así se inhiba, se convierte en un yo: pasa de la tercera a la primera persona.



Las Medusas. Estética y terror .

Silvia Schwarzböck

Marginalia 2022



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