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Manipular la ausencia (Fragmento de "Nostalgia del desastre")

La gran explosión nos condenó a lo singular

Solitos flotantes mínimos 

Sumergidos en el caldo absoluto

deseando otra vez

el Enlace

Rosabetty Muñoz


Cuando su mamá se fue, hubo intemperie. Hay una soledad cuya luz es más parecida a la de la tarde del domingo que a la del fin del verano. La del verano es melancólica, la del domingo, en cambio, presiona los nervios y revuelve el estómago.


Existe una soledad de otro mundo.


Primero, antes de la aparición de los pronombres yo y tú, su mamá fue un olor, con mayor precisión diría que un pedazo de tela: ella, la niña, agarrada de su camisa de dormir verde agua. Tenía miedo (todos tenían) de que el diablo se la llevara en la noche (en realidad se llevaba a su madre).


Su mamá iba y venía, nerviosa. Linda siempre. Arreglada.


Un día se perdió. Veía piernas de gente grande y se agarró con fuerza a las de una mujer que sabía no era su mamá. Pensó, o cree que pensó, que tenía que aferrarse a una mamá, cualquier mamá. De grande ha replicado esta estrategia cuando se pierde demasiado y olvida que: yo soy yo, y los demás unos tú de los cuales no corresponde andar colgándose.  

 

Después de que su mamá se fue y volvió, estaba preocupada de que la mirara. Ella sabía que a veces la miraba, aunque nunca la pilló haciéndolo. Siempre estaba nerviosa. Arreglada. Iba y venía sin parar. En todo caso, ¿no es eso una madre: alguien que va y viene?


Roland Barthes escribió que a veces se soporta bien la ausencia, nos comportamos como los normales, nos ajustamos a las formas en que todo el mundo soporta la partida de alguien. Mientras que hay una ausencia dura, de la que es necesario resistir con más fuerza y disimular para no quedar colgados de cualquier pierna.


La soledad que puede ser agradable ocurre cuando hay al menos una variable constante, y aunque no esté presente, lo que importa es saber que hay alguien en cuya cabeza estamos presentes. Mientras que en la desolación no hay madre, pero tampoco sustitutos.

 

Barthes dice: voy a manipular la ausencia.

 

Vivian Gornick, experta en apegos feroces, escribe en Mirarse de frente que el feminismo fue un oasis en el cual por fin pudo descansar del desgaste de perseguir a los hombres, de esperar estar bien con alguno para poder, recién ahí, comenzar a desarrollar su trabajo. “Pronto sería dueña de mí misma”, pensó, imaginando ese gran momento. Para ello debía estar preparada, si no para renunciar al amor romántico, al menos aspirar a tener un “apego adulto”, o sea, sostener un yo y tú con la distancia que promete la anhelada madurez emocional. Pudo por un tiempo. Pero luego algo pasó, el movimiento feminista empezó a erosionarse, las relaciones a desinflarse y las ideas a repetirse demasiado. De pronto con sus camaradas no tenían mucho más que decirse. Gornick dice que, de vuelta a su soledad, ya no se desesperó, pero se deprimió.


Es cierto que en el enamoramiento, como en los colectivos y las pandillas, olvidas por un rato que yo es yo y que entre yo y tú hay un abismo. Son un oasis en el desierto, pero también un espejismo. Esa clase de unidad, tarde o temprano, se rompe. La sensación de ser uno para todos y todos para uno se triza cuando aparecen los deseos individuales, aunque a ratos creamos que pensamos lo mismo con nuestros socios. Inevitablemente se vuelve a la soledad después de cada fiesta, y eso debe ser crecer, salir de la manada y responderle a la vida. Ese ejercicio lo repetimos innumerables veces en la vida, ir y volver a ser juntos y solos otra vez. Y creo que duele siempre.


Es posible que cada nueva separación sea un eco de la primera: una madre que se va. Aunque vuelva. Debe ser por eso que algunas separaciones se tornan absurdamente traumáticas en la adultez. Hablo de las absurdas, porque es especialmente inquietante que unas relaciones que nunca despegaron a nada, apenas unas verrugas en la historia, sean las que suelan provocar mayor conmoción.


Quizá lo que no alcanza a ser nada replica el primer desengaño, pero de una manera patológica, ¿cómo separarse de lo que no hubo?



***

Pequeño ensayo sobre el amor voraz

 

No sabe qué siente, ama tanto que no puede respirar, lo que no significa que sepa exactamente lo que ama, porque si es franca con ella misma, también lo odia. Odia su risa y los ojos chinos que ya le quedaron así de tanto fumar pitos, le parece estúpido lo que habla; la gente como él, que muy joven discute de política como mueca de los padres, le parece un síntoma grave de discapacidad espiritual, pero sobre todo odia verlo tan cómodo consigo mismo; siempre está bien, nada le hace falta, cuando está excitado le gusta mirarse al espejo, ¿nunca miras a nadie gran hijo de puta? Pero lo que más odia es odiarse a sí misma por cómo se pone con él, en un segundo se siente una subordinada de cuarta, no le salen las palabras, queda atrapada buscando que la mire cuando él mira siempre en otra dirección, y cuando la mira, se pregunta ¿qué mira en mí? ¿Ve algo? ¿Qué más tengo que hacer? ¿Ser más bonita, más inteligente, más caliente? En todas las idas y vueltas –porque él iba y volvía, y ella también: ella obligada, él por descaro– fantaseaba que pasaba por delante sin mirarlo, y entonces él al fin la mira; como se dice, se da vuelta la tortilla. Y ella ¿qué haría entonces para sostener ese segundo de gloria? Porque sabe que ella, que no soporta la espera –porque la palabra ausencia le rima a sentencia, violencia y demencia– se entregaría a la primera, entera, toda; y otra vez caerle encima, y él que nunca quiso eso, porque eso es algo que incluso ella sabe: nadie quiere a otro encima; lo llevaría a él otra vez a abandonarla; así, ganosa con la boca abierta. Triste. Si ella goza de su entrega y esclavitud no significa que él la tome como esclava, y ese rechazo la vuelve aún más desesperada. Pero no está loca, aunque lo este, él es parte de este juego perverso, de dar y quitar, de usar ese poder que a él también le extraña, porque sabe que no tiene nada más allá de la cáscara: reconoce un cordón umbilical invisible, donde el triunfo de uno es la derrota del otro. ¿Qué haría finalmente si algún día lo tuviera para ella? Sospecha, sin jamás reconocerlo ante quienes se victimiza por vivir este amor terrible, que, de tenerlo, entero, todo para ella, lo devoraría, lo masticaría, hasta no dejarle carne; así extinguir al fin ese amor que odia. Sabe que le pasa exactamente igual cuando tiene una caja de chocolates, no soporta dejarlos en el cajón, debe comerlos todos, así ya no siente más esas ganas de algo que la vuelve loca. El psiquiatra le dice que sufre de ansiedad, y el doctor le parece absolutamente estúpido; nunca se le ocurrió preguntar qué mirada es la que anhela. Si al menos la hubiese ayudado con nuevas rimas de la palabra ausencia, por ejemplo, presencia o creencia. Quizá la habría llevado a comprobar si con ellas podía cerrar un poco esa boca tan abierta.

 

***

 

En la obra de las artistas Louise Bourgeois y Tracy Emin llamada Do not abandon me (No me abandones) hay desesperación.


Desesperarse: no soportar el espacio que separa a uno de otro.


Bourgeois pintó torsos, Emin los intervino. En la imagen I held your sperm and crie (Sostuve tu esperma y lloré), una pequeña mujer arrodillada toma el semen del pene de un gran torso de contornos maternos. Esa imagen podría ser ella, la niña, colgando de la pierna de cualquier mamá. Un par de amores terribles fueron exactamente la sombra de la madre imaginaria detrás de unos cuerpos que tuvieron demasiado significado.    


¿Será que en los amores dramáticos podemos repetir el melodrama original? Aunque hagamos el ridículo. La primera tragedia es verificar que nuestro primer amor, la mujer que conocimos por dentro, mira en otra dirección, y no hay ofrenda que podamos hacer para recuperarla. Porque, en primer lugar, nunca fue nuestra. ¿Somos capaces de terminar por comprender esto?


Podemos preguntarnos toda la vida ¿qué más quieres, mamá? Y ella siempre responderá lo mismo: no sé de qué hablas.


Cuando estos dramas se repiten de manera severa, los psicoanalistas le llaman estrago. La etimología dice que estrago viene de ruina y confusión. Es un daño generalizado, una devastación total por alguien que en realidad poco importa, podría ser cualquier pelele, cualquier pierna, que por un juego perverso del inconsciente oculta la sombra de la madre que se ama y se odia, esa que va y viene. Pérfida, cuya mirada se busca y no se encuentra.

 

¿Tan obvia soy para ti?

 

La capacidad para estar a solas no está en absoluto garantizada. No nace, se hace. Primero se requiere de la presencia real de los padres o cuidadores, después puedes soportar estar en la pieza de al lado sabiendo que ellos existen cerca, para lograr, por último, llegar al último escalafón del aprendizaje de la soledad: jugar a solas junto a ellos. O sea, estar solo con otros, al lado de otros y compartir la soledad sin colgarse de la pierna de nadie ni rumiar de manera obsesiva la pregunta: en qué piensa cuando no me habla. Eso es precisamente lo que el vampirismo emocional no soporta. El vampiro quiere un pedazo de alma del otro, chupar su sangre: estrago es también tragar, como se traga cuando aún no se sabe masticar.

 

Eres un barril sin fondo.

           

Los niños son grandes expertos en el tratamiento de la ausencia. Lo que hacen es introducir un ritmo con su juego, “está, no está”.  Esa es una forma de manipular la ausencia. El juego significa manejar el ritmo de la presencia y la ausencia activamente, las cosas están y no están, y el ritmo retarda la sensación de amenaza de que un día, ciertamente, el otro no volverá más. El juego es un ensayo para las pérdidas, algo así como vacunarse de duelo en pequeñas cuotas. Es un antídoto al resentimiento, porque de algún modo, en ese juego de presencia y ausencia, aceptaste la cláusula de la vida. Y notas que no está mal.

 

Digo: voy a manipular la ausencia.

 

Al volver a su soledad, Vivian Gornick trató de trabajar. No pudo. Se quedaba en la cama. En ocasiones, antes de levantarnos, necesitamos cinco minutos más (de mamá). Lo problemático es que sean mucho más que esos cinco minutos, supongo que a eso se le podría llamar depresión. Gornick primero no pudo comenzar. Hasta que pudo. Pudo cuando su mantra de fervor religioso “el trabajo lo es todo” cedió. Leyó de Chéjov: tengo que sacarme al esclavo que hay en mí, gota a gota. No era el trabajo lo que la salvaría, sino la humildad del esfuerzo diario, como si fuera un ritual de salvación. Una constante.


El trabajo puede ser más que el trabajo. Para algunos, el secreto de su productividad es trabajar para hacerle el quite a lo insoportable de la soledad. Y escribir, por ejemplo, no traiciona, siempre tendrás un trabajo por hacer.


Sísifo enseña algo al respecto. Destinado a llevar todos los días la misma roca, que cada día volvería a rodar abajo, sin promesa alguna, acepta ese sinsentido. Sin esperar el gran momento, solo comienza cada día y seguramente en una de esas idas y venidas, algo le pasó. En la caída pudo ocurrir que dio un beso y empezó a urdirse una trama, o incluso, si tuvo suerte, encontró un oficio, un deseo, y como todo sentido que vale la pena, no lo usó como excusa para vivir, sino que le dedicó la vida y terminó haciéndole una dedicatoria.


Gornick quebró la desolación, diría que, bajo el truco de la dedicación. Sin exigirle más ni a un dios, ni a un hombre, ni a una pandilla.  


—¿Tú crees que yo puedo estar sola?

—No

—¿Cómo no?

—No. ¿Para qué me preguntas, entonces?

—Pero si he soportado separaciones durísimas.

—Pero decías que esa vez, la peor vez, solo sentiste paz interior cuando tuviste que tomar el jarabe para la tos.

—Pero quizá ahora sí pueda.

—Quizá.





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