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Pensar la historia después de “lo que nunca debió ocurrir” 

“El desastre siempre tiene lugar después de haber tenido lugar” 

Maurice Blanchot 


Señala Koselleck que fue recién en la segunda mitad del siglo XVIII que “la historia asciende hasta convertirse en una suerte de instancia última. Pasa a ser el agente del destino humano o del progreso social”. Surge así lo que será el concepto propiamente moderno de historia, en que se tratará de comprender la “historia misma”, que no consiste en una enumeración de hechos reunidos bajo un nombre particular (Carlomagno, Francia, etc.), pues debía dar con un sentido en curso, cifrado en el devenir de un “sujeto” que es en último término la Humanidad. Pensar los acontecimientos, más allá de una cronología de noticias particulares, implicaba dar con una trama de sentido orientada hacia el futuro, reconociendo en ello al protagonista a la vez concreto y universal de esa trama: la humanidad.

 

Reflexionando sobre la revolución francesa, Kant considera la posibilidad de que esta fracase; sin embargo, sostiene que “ese acontecimiento es demasiado grande (…) para que los pueblos no lo recuerden en alguna ocasión propicia y no sean incitados por ese recuerdo a repetir el intento”. El sentido de la revolución trasciende su eventual fracaso, porque este acontecimiento pone de manifiesto una “disposición y una capacidad de mejoramiento en la naturaleza humana” debido a lo cual no se olvida jamás. La fuerza histórica de la revolución radica, más allá del acontecimiento mismo, en la memoria de este. Kant resta del acontecimiento de la revolución su sangrienta facticidad. Desde la violencia de su materialización, desvía la mirada hacia el futuro donde se reserva una memoria para las gestas que la razón va trazando en el itinerario de su progresiva realización moral en las instituciones que va estableciendo, y cuyo desenlace cosmopolita en una Federación de Naciones anticipa de alguna manera lo que será la Organización de las Naciones Unidas. Esta memoria es esencial a la idea de la historia como tribunal: el juicio que tendrá la posteridad sobre el pasado es también la memoria que tendrán de ese pasado los que vendrán. La conciencia histórica que una época pueda llegar a tener de sí misma se relaciona directamente con la conciencia que los protagonistas de esa época tienen de que serán juzgados favorablemente en el futuro.

 

Pero el camino hacia el siglo XXI tuvo el sentido de la incertidumbre: “Cuando los ciudadanos del fin de siglo -escribe Hobsbawm- emprendieron su camino hacia el tercer milenio a través de la niebla que les rodeaba, lo único que sabían con certeza era que una época de la historia llegaba a su fin. No sabían mucho más”. La humanidad como sujeto que desde hace dos siglos protagonizaba la historia conforme a una concepción progresivamente secularizada de esta, devenía ahora en millones de seres humanos, individuos de carne y hueso que, como masa, muchedumbre o gentío, venían a emerger después de las catástrofes sociales y políticas del siglo XX. Una de las grandes incógnitas con que nace el tercer milenio es la del “papel de la gente corriente en un siglo que acertadamente […] se llamó ‘el siglo del hombre corriente’”. El “hombre corriente” es lo que quedó cuando las grandes ideologías del siglo XX se estrellaron contra la tierra. Hobsbawm denomina a la pasada centuria el “siglo corto” (concepto propuesto originalmente por el historiador húngaro Iván Berend): se inicia en 1914 con la primera guerra mundial y termina en 1991 con la disolución de la Unión Soviética. Entre estos dos acontecimientos colapsa la idea de una “Historia Universal de la Humanidad”. Fukuyama dio en el punto cuando en 1989 sugirió que con el término de la “Guerra Fría” la historia llegaba a su fin, pero no para transformarse en ese tiempo de consumismo y aburrimiento que Fukuyama allí anunciaba, sino que llegaba a su fin una forma de comprender la historia a escala mundial. Mi hipótesis es que habiendo sido la historia universal una historia del mundo, ahora queda puesta en cuestión, cuando el sentido del mundo tiende más bien a desaparecer en las redes de poder que constituyen lo internacional. El “mundo” deviene ideología del internacionalismo.

 

En diciembre de 2004 Hobsbawm señalaba que a mediados del siglo XX se produce el fin de la historia “tal y como la hemos conocido en los últimos diez mil años, es decir, desde la invención de la agricultura sedentaria. Y no sabemos hacia donde nos dirigimos”. Esto no significa, claro está, que durante diez mil años la historia fue comprendida de cierta forma, sino que la modernidad solucionó el devenir de tal manera que pudo concebir hacia atrás una historia de diez mil años. La discusión entre “constructivistas” y “convencionalistas” respecto a la dimensión narrativa de la historia se inscribe en este problema. No se trata de que la historia se disuelva en un posmoderno ejercicio de ficción, sino de que ahora la demanda de verdad dirigida a la historia viene desde las víctimas, o en nombre de éstas. Cuando la verdad acerca de lo que sucedió nos confronta con una violencia “incomprensible”, “excesiva” e “inútil”, surge la cuestión de cómo llegó a ser eso posible. Pero he aquí que cualquier concatenación de sentido entre los acontecimientos no puede dar cuenta de eso que sucedió, del modo en que sucedió.

 

El problema hoy es cómo pensar la historia a partir del momento en que nos abruma la conciencia insomne de que sucedió algo que no debió haber sucedido. Dicho de otra manera, aconteció algo después de lo cual ya no ha sido posible esperar del futuro otra cosa que no sea que aquello no vuelva a suceder. ¿Cómo pueden los seres humanos proponerse todavía “hacer la historia” partiendo del imperativo de evitar que suceda algo que ya ocurrió? Es como si se tratara de evitar un futuro de “alta probabilidad”, como si el porvenir fuese sólo el lugar de lo que no debería volver a ocurrir. Nuestro presente es un tiempo de memoria, sin duda, pero acaso no de historia. La historia implica una comprensión de los acontecimientos pretéritos a partir de ciertas concatenaciones de sentido; en cambio, la memoria que de alguna manera define a nuestro tiempo, se refiere a hechos cuya violencia excede cualquier explicación que recurra a los propósitos de sus protagonistas, a variables de contexto o procesos de mediana o larga duración. Es lo que Hartog denomina la “ola memorial”: “se va de la historia a la memoria, luego la memoria atropella a la historia, antes de que la historia busque volver a tomar las riendas, presentándose como historia de la memoria”. Memoria del mal. El presente reconoce en ese pasado impune no solo su antecedente “histórico”, sino su propia deuda y culpabilidad al haberse pensado el presente como un tiempo diferente, como una época simplemente “posterior”, como sucede en Chile, por ejemplo, cuando escuchamos “¿por qué seguir hablando del Golpe de Estado del 73 que ocurrió hace más de 50 años?”. Es decir, la culpabilidad del presente sería su creencia en la historia, la irresponsable confianza en que existe algo así como un “curso de sentido” alojado en el devenir mismo de los hechos: el pasado va pasando y, de esa manera distancia y “protege” al presente de lo que hay de infame en ese pretérito, supuestamente cada vez más lejano. Ahora, en cambio, el presente, abrumado ante el pasado, se acusa a sí mismo de haberse establecido sobre el olvido.

 

A mediados del siglo XX quedó puesta en cuestión la idea de la historia como un tribunal que desde el futuro iba a sancionar el sentido de las acciones humanas en el pasado. En principio tendría razón Hartog cuando señala que el Tribunal de Núremberg en 1945 es la destitución de la historia. Quienes allí fueron juzgados como criminales de guerra ya no eran responsables “ante” la historia, sino responsables de la historia, es decir, de los crímenes que habían cometido. En el concepto de crimen contra la humanidad, el carácter universal de la víctima -la Humanidad- señala una violencia que trasciende su “contexto”, que por lo tanto resulta históricamente inconcebible, aunque esa violencia pueda y deba ser “explicada” por el historiador. El Tribunal de Núremberg ocupó el lugar del “juicio de la historia”, pues, si los crímenes cometidos por los nazis copan en ese momento el horizonte del presente, entonces, como sostiene la crítica literaria estadounidense Shoshana Felman, los juicios de Núremberg “llevaron por primera vez a la propia historia ante un tribunal de justicia”. El curso propiamente histórico del tiempo se habría interrumpido porque los crímenes vinieron precisamente de la historia. Entonces, cuando eran juzgados y condenados los criminales, también debía ser juzgada la idea misma de historia sobre la que se sostenía orgullosa la modernidad; esa idea que encontraba su verdad en la figura del Estado Nación a partir de lo cual se determina lo que en el pasado hace historia. Lo que se propuso en Núremberg fue castigar a los criminales para que la historia pudiera seguir su curso. Como señala la historiadora Joan Wallach: “el papel del Tribunal era dejar constancia del mal, que ahora debía quedar confinado para siempre en el pasado”. La cuestión que se sigue a partir de la lúcida reflexión de Wallach es si acaso el sentido del juicio de aquellos crímenes con estatura histórica no era solo sancionar a los hechores individuales, sino también permitir que siguiera adelante la historia del Estado. “Las apelaciones al juicio de la historia han proporcionado -escribe Wallach- justificaciones morales simples a problemas políticos complejos y han aceptado sin cuestionarlo el rol del Estado-nación”. Cabe pensar entonces que, a diferencia de lo que sostiene Hartog, en Núremberg se reedita el “juicio de la historia”, pues el Tribunal no estaría desplazando a la historia, sino colaborando con esta. El Tribunal es un instrumento de la justicia en la misma medida en que lo sigue siendo el Estado-Nación. El cierre moral de la catástrofe, con énfasis en nociones tales como castigo, perdón y reconciliación para concluir como “período” ese pasado infame, tiene implícita la finalidad de poner el orden hegemónico a resguardo de la memoria. Bajo el imperativo de corresponder a las demandas de justicia por parte de las víctimas, se apresura la transformación del pasado en historia. La persistencia de la creencia en la historia como un curso lineal de acontecimientos hace posible creer que ese pasado abyecto puede “quedar atrás”.

 

El 5 de marzo de 1945 el Departamento de Estado estadounidense, a nombre también de las otras tres grandes potencias -China, la Unión Soviética y Gran Bretaña- cursa una invitación a cuarenta estados para la Conferencia de las Naciones Unidas en San Francisco cuyo asunto a tratar será justamente la naciente Organización Internacional. El 12 de abril el presidente de Estados Unidos, Harry Truman señaló: “los miembros de esta Conferencia han de ser los arquitectos de un mundo mejor. En vuestras manos descansa nuestro futuro (…). Trabajemos para alcanzar una paz que sea en verdad digna de los grandes sacrificios”. El 6 y el 9 de agosto del mismo año se dejaron caer las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Este acontecimiento “nuclear” ya no significa simplemente el “fin de la guerra”, sino el inicio del tiempo de un después. El historiador Peter Watson ha demostrado, con abundante documentación desclasificada, que el verdadero objetivo de lanzar la bomba fue “advertir” a la Unión Soviética, el camino al nuevo orden del mundo. Durante la Guerra Fría el mundo se transformó en el territorio de lo internacional. Son las potencias las que hacen que los discursos de colaboración, asociatividad y buena voluntad en favor de la Humanidad deban realizarse a escala mundial.

 

El 29 de noviembre de 2023 falleció Henry Kissinger, quien como Secretario de Estado de Estados Unidos en los gobiernos de Nixon y Ford tuvo gran influencia en la política internacional. Es considerado por algunos un importante defensor de la democracia y la paz en el mundo; para otros, en cambio, es un criminal de guerra. Su caso ilustra la cuestión que aquí intento exponer apretadamente. La desclasificación de documentos de la CIA acreditó su participación en el establecimiento de la dictadura de Pinochet, también en la dictadura en Argentina (bajo el nombre de Proceso de Reorganización Nacional) y en la denominada Operación Cóndor, entre otras acciones por las cuales el juez español Baltasar Garzón intentó procesarlo por violaciones a los Derechos Humanos. El 30 de noviembre el embajador de Chile en Estados Unidos, Juan Gabriel Valdés, comentó: “ha muerto un hombre cuyo brillo histórico no consiguió jamás esconder su profunda miseria moral”. Es relevante aquí el contraste que Valdés enuncia entre “brillo histórico” y “miseria moral”. Un respetado columnista (Carlos Peña) señaló que este comentario del embajador incurría en “la simpleza del buenismo” frente a “la particular y trágica índole del político de su estatura”. Cuestión, pues, de estatura histórica. Más adelante el columnista afirma que la índole del político, “puesto en una encrucijada o en una tragedia moral”, es demasiado distinta a la del “común de los mortales”. Kissinger habría sido un arquetipo del político que debe actuar en el difícil escenario de la política internacional. La columna concluye planteando la siguiente cuestión: “hay que mirar a Netanyahu y, acto seguido, responder con honestidad a la pregunta ¿qué haría yo en su mismo lugar?”. Responder a la pregunta acerca de qué haría yo puesto en ese lugar requiere de un saber -o de un no-saber- que solo ese “lugar” proporciona. El poder es un lugar desde donde la finitud de la vida desaparece. Lo esencial parece ser una cuestión de escala de realidad; la toma de decisiones en la escena internacional opera con un realismo político que el “buenismo moral” desconoce. ¿Hablamos de dos órdenes distintos de realidad? ¿Acaso uno de esos órdenes es “más real” que el otro? Lo que hace posible que algunos individuos decidan acerca de las condiciones de existencia -o inexistencia- de otros, consiste precisamente en un lugar desde donde no se tiene relación con la realidad de esos otros, cuyas existencias pierden su coeficiente de realidad. Acerca del triunfo de Allende en la elección presidencial de 1970, Kissinger señaló: “No veo por qué tenemos que esperar y permitir que un país se vuelva comunista debido a la irresponsabilidad de su propio pueblo”.

 

El concepto de complot, como lo expone la filósofa italiana Donatella Di Cesare, diferenciándolo tanto de la “conjura” como de la “conspiración”, da cuenta del modo en que se representa hoy el poder: “sin rostro y sin nombre, que domina en todo momento y lugar, que de ningún modo puede asirse”. El complot es la forma en que comprendemos el mundo, cuando el orden de las cosas no se deja gobernar políticamente, cuando al intentar comprender un acontecimiento, nos remitimos a “estados de cosas” antes que a decisiones o propósitos particulares. En este sentido, eso tan humano que es el secreto abandona el poder. “¿No será que el secreto es que no existe el secreto, como tampoco ningún fundamento último?”. El “secreto” es que el poder no es humano. Por lo tanto, la democracia resulta ineficaz contra la violencia del poder, porque este no se puede “democratizar”. Sería como intentar democratizar el “orden internacional”. Al mismo tiempo, y debido a esa inconmensurabilidad del poder como orden, la defensa de la democracia puede ser, paradójicamente, el discurso de autorización del poder cuando se trata de su ejercicio imperial (Kissinger recibió el Premio Nóbel de la Paz en 1973).

 

Hablando de Nixon, a quien Kissinger considera uno de los grandes líderes del siglo XX, comenta: “En consonancia con las certezas de la política exterior de la época, creía que Estados Unidos tenía la responsabilidad especial de la defensa de la libertad en el plano internacional, y en concreto la libertad de sus aliados democráticos”. La rostrificación que el poder adquiere en la persona del líder corresponde todavía a la concepción lineal de la historia cuya verdad se funda en la figura del Estado Nación. La idea de “paz” que expresa Nixon se proyecta en esos mismos términos al orden internacional: “Creo que el mundo será más seguro y mejor si Estados Unidos, Europa, la Unión Soviética, China y Japón son fuertes y sanos, y se equilibran mutuamente y no se enfrentan entre ellos, un equilibrio igualado”. Esta representación geopolítica del mundo, protagonizada por las potencias mundiales, arroja invisibilidad sobre las violencias contenidas en los procesos particulares que conducirían hacia ese estado de “paz mundial” en el que habría consistido la Guerra Fría. El periodista Jon Lee Anderson se ha referido al eufemismo de la expresión “Guerra Fría”, pues en esas tres décadas y media, mientras las potencias no se enfrentaban directamente, murieron entre 30 y 40 millones de personas.

 

Queremos (necesitamos) pensar que es posible aprender algo del desastre. Sin embargo, algo que se ha aprendido es que solo la fuerza y el poder son la posibilidad del “mundo”. La cuestión, al menos por ahora, no es solo qué aprender de la catástrofe, sino cómo deshacer aquello aprendido.

 

Este texto, expuesto en el coloquio “El tiempo más allá de la historia” (Universidad de Chile, 26 de marzo de 2024) es parte del libro El pasado no cabe en la historia, de pronta aparición en editorial Palinodia.

 

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