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La eterna pequeñez del más profundo trabajo mental


Para Martín Cerda el ensayo, la escritura en fragmentos de su tiempo, fue una misión vital, un imperativo. Habla de “la obligación del ensayista”, que consiste en develar lo “esencial” de cada objeto que lo ocupa, “sin afirmar nunca dogmática o arrogantemente que su palabra es la última, sino solo una palabra exacta (Barthes), libremente producida y responsablemente conducida. No se trata, en consecuencia, de que solo sea un discurso bien escrito”.

Martín Cerda se cita siempre porque, en la dificultad, da con la palabra: se entiende y da qué pensar. Pensaba sobre palabras, con la escritura de otros. A treinta años de su muerte (1930-1991) es un clásico vivo. Los jóvenes lo publican, lo investigan, lo redescubre cada generación. La palabra quebrada es el nombre de una revista. Feliz consagración de un hombre al que le interesaban las ideas, las cuales, escribió, “trabajan siempre con el futuro: son el aporte humilde que un hombre, visualmente apaleado por la adversidad, la soledad y la incomprensión, hace a otros hombres que, desde el próximo horizonte, anuncian que todavía es posible otra vida”.

De su vida se destaca siempre que siguió temas “altamente intelectuales”, guiado por la universalidad de las ideas, descentrado o aparte de “esa tierra episódica donde nací”. No importa mucho Chile, donde lo marcaron las lejanías de los barcos y los puertos. Nació en Antofagasta en 1930, estudió con los curas franceses en Viña del Mar y a los 21 años se fue a París a seguir Derecho y Literatura en la Sorbonne, donde, dijo, sacó “carnet de existencialista”. En las décadas de los 50 y 70 pasó varios años en Caracas, donde trabajó en la editorial Monte Ávila. En Chile vivió a ratos en Santiago y terminó en Punta Arenas. Publicó este, su primer libro, en 1982; en 1987 apareció su continuación, Escritorio. En 1990 obtuvo una beca para trabajar en la Universidad de Magallanes, donde proyectaba escribir los otros cuatro libros que comentaba: Historias burguesas, que sigue a Escritorio; La fascinación de la muerte, ensayo sobre suicidas; Montaigne y el nuevo mundo y Crónicas de viajeros australes, sobre navegantes del siglo XVIII. Se instaló y al poco tiempo perdió su biblioteca en un incendio. Un año después murió de un ataque al corazón.

Nunca se situó demasiado en los lugares. Andaba medio a contrapelo, han dicho, aunque animaba la conversación en bibliotecas y bares. Tuvo amores e hijos. En Chile colaboró en varias publicaciones, desde un diario popular como Las Últimas Noticias hasta la revista de crítica PEC, dirigida por Marcos Chamudes, que en los 60 se decía la financiaba la CIA. Aunque así fuese, sus textos bien podrían haberse publicado en la prensa comunista, como de hecho ocurrió. Por eso se lo trata indistintamente de hombre de derecha y de izquierda.

Él iba a otra cosa, a superar la dialéctica. La expresión “en último trámite”, uno de sus giros habituales, muestra que son varias las fases de ese “tiempo de pensar”. No se trataba de cumplir la tarea que, por limitación cultural, se suele asignar a la crítica: poner orden, definir un canon, vigilar lo bueno y lo malo mediante criterios cada vez más objetivos y científicos. Para Martín Cerda esa es una superficialidad intolerable: a él en cada ensayo se le iba la vida.

Como le interesan las ideas tiene que enfrentarlas: por la verdad, lo oculto o indeterminado, contra las verdades, las ideologías terminales. Las palabras se rompen, quiebran y quebradas se forman una y otra vez, en un movimiento tan liberador como angustiante que llamó despensar. Sobreviviente de los 60, tiene que pensar otra vez, reconocer el caos y la barbarie cuando quiere llegar a lo “esencial”. A lo esencial, no al dogma. No evade nada políticamente, al contrario, asume la triste condición del impotente pero deseoso que sobrevive bajo un sistema que sabe no sirve. El saber abstracto es un último refugio que no existe mucho.

Su vasto e intenso conocimiento de literatura y teoría francesa, de Montaigne a Foucault, formaban su sentido personal. Al comienzo de este libro cita al húngaro Georg Luckács –uno de sus héroes teóricos– para definir el ensayo como destino: “Las cosas devienen en formas; el momento en que todos los sentimientos y todas las vivencias que estaban más acá y más allá de la forma reciben una forma, se fundan y adensan. Es el instante místico de la unificación de lo externo y de lo interno, del alma y de las formas”.

Esa vida mística y a la vez sinuosa explica por qué no quiso recopilar sus textos: está contra lo final, contra lo absoluto. Solo intenta, prueba, ensaya. Es filosófico: no es la duda radical, fría con el mundo, sino el pensamiento radical –otro– que por lo tanto nunca acaba ni concluye. “El ensayo es un acto ocasional, regularmente ocasionado por un objeto, y, al mismo tiempo, provisorio, en el sentido de que no cesa nunca de buscar la forma cerrada del sistema. Esto explica que en cada ensayo donde los demás descubren valores, verdades, ideales y certezas, el ensayista solo encuentre problemas, incertidumbres y despistes”.

El ensayista, un hombre con destino, con obligaciones, nunca se sitúa realmente, ni material ni idealmente. Avanza a tientas, porque no hay un orden, o ese orden, absoluto, voluntarioso, es una farsa. “Descubre en todo (vida propia, organización familiar, sistema laboral, estructura social) no una armonía, un cuerpo orgánico, sino, más bien, una pluralidad de conflictos, desequilibrios y contradicciones. Este descubrimiento, usualmente doloroso, lo obliga a preguntarse irremediablemente por la ‘razón de ser’ de cada uno de ellos y, por ende, a enfrentarse con ese otro, orden de ideas, valores y opiniones ordo idearum que los instituye, justifica o enmascara”.

El sistema cerrado, el universo, es impensable, y aquí todo se escurre. En ese callejón su estrategia es la ironía, el “disimulo”, eironeia derivada de éromai (yo pregunto), el “arte de preguntar fingiendo ignorancia”. Solo sé que no sé. En ese fingir parece estar todo, en esa puesta en escena volátil, entre conceptos que quiere siempre superar, decir mejor; no puede afirmarse más que en lo pequeño: “El ensayista rechaza sus propias orgullosas esperanzas que sospechan haber llegado alguna vez cerca de lo último; se trata de explicaciones de las poesías de los otros, y en el mejor de los casos de explicaciones de sus propios conceptos: eso es todo lo que puede ofrecer. Pero se sume en esa pequeñez irónicamente, en la eterna pequeñez del más profundo trabajo mental respecto a la vida, y la subraya con irónica modestia”.

En la época de Martín Cerda, el pensamiento independiente se volvía una secta. El se declaró, por cortesía, humilde y modesto. Lo explica para que sigamos: “La escritura consiste en (re) comenzar un libro imposible, donde lo esencial siempre es la pregunta”. El hombre a la interperie que se lanza. Martín Cerda ejerció como historiador de un mundo en ruinas, sin mapa, fuera del mapa. Cosmopolita, original, laborioso. Desde este horizonte lo leemos otra vez y nos alegramos.

Marcela Fuentealba


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