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El nuevo desorden mundial. Las elecciones en Brasil y la amenaza antiestado

Parece evidente que las elecciones brasileñas celebradas el pasado 30 de octubre expresan una fuerte división de la población entre dos proyectos de nación, uno de izquierda y otro de derecha. El candidato Luiz Inácio Lula da Silva ganó, como es sabido, por una diferencia de poco más de 2 millones de votos, en el inmenso contingente de más de 124 millones de votantes, contrario a la mayoría de las encuestas, que mostraban una diferencia más amplia. Las manifestaciones de simpatizantes del actual presidente, Jair Bolsonaro, que hemos visto desde entonces en todos los estados del país, parecen evidenciar el descontento de buena parte de la población con el resultado. Además, evidencian la fuerza política impulsada por una retórica conservadora que promueve la preservación de “buenas costumbres”, partidaria de facilitar la adquisición y porte de armas, contra la corrupción y en lucha permanente contra enemigos imaginarios que, supuestamente, podrían transformar al país en una dictadura de izquierda como Cuba y Venezuela.


Sin embargo, las cosas son más complejas de lo que parecen.


De hecho, en esta elección estaba en juego algo mucho más grave que el sano choque democrático entre diferentes posiciones. Lo que se puso en jaque fue la propia soberanía nacional y el régimen democrático que la sustenta. La buena noticia es –¡sí!– las fuerzas que representan la soberanía y la democracia formaron mayoría y tendrán la oportunidad, en los próximos cuatro años, de reconstituir el funcionamiento institucional que parecía garantizado desde finales de la década de 1980, cuando terminó la dictadura militar instaurada con el apoyo del gobierno estadounidense en 1964. Este es un motivo de gran alegría y casi un milagro, dada la multimillonaria estructura de marketing basada en fake news y el uso explícito de la maquinaria estatal en pro de la campaña de Bolsonaro.


El actual presidente, incluso, propició que organismos estadales como la Policía Rodóviaria Federal (PRF) cometiesen delitos electorales. El Supremo Tribunal Federal prohibió a la PRF la realización de cualquier tipo de operaciones que impidieran la circulación de vehículos el día 30, pero ella no cumplió la orden y duplicó el número de inspecciones en comparación con las realizadas el 2 de octubre, en la primera vuelta. La mayoría de ellas tuvieron lugar en el Nordeste, región donde Lula tiene mayor popularidad, y tal vez fueron eficaces para impedir que los votantes llegaran a los centros de votación, como parece indicar el leve aumento en el número de abstención en la región. Pero también hubo operaciones que generaron problemas de tránsito en estados donde Bolsonaro era el favorito, como Río de Janeiro, probablemente para generar un clima de tensión y desconfianza respecto a la buena marcha de las elecciones, en el sentido abierto por la insistente –y totalmente infundada– sospecha difundida por el presidente sobre la confiabilidad del sistema electrónico de votación, utilizado durante años en el país.


El clima de arbitrariedad generó desconfianza en los simpatizantes de Lula, que siguieron el conteo de votos con miedo y tensión, a pesar de que su victoria era vaticinada por sondeos de todos los institutos confiables (sí, también había institutos de investigación poco conocidos que alimentaban la ilusión en las redes sociales de que Bolsonaro llevaba la delantera). La certeza, el alivio y la celebración solo llegaron cuando terminó la cuenta regresiva, el domingo por la noche. En la mañana de este lunes, sin embargo, la enorme satisfacción de la mayor parte de la población con la confirmación de los valores y funcionamiento democráticos no pudo evitar que surgiera cierta preocupación, dada la amplia circulación de la noticia de cientos de carreteras del país fueron bloqueadas por camioneros y manifestantes bolsonaristas.


Durante casi 48 horas después del anuncio de los resultados electorales, el actual presidente y candidato perdedor se mantuvo en silencio, rompiendo el protocolo de pronunciamiento a la nación y saludo al ganador. Mientras tanto, los bloqueos totales o parciales llegaban a casi 400 e impedían el paso de personas y bienes, además de exhibiren gestos nazistas (en el estado de Santa Catarina, de importante colonización alemana) y amenazaren a personas vistas como enemigos de izquierda por los manifestantes (como, por ejemplo, estudiantes de geología de la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ) quiénes viajaban en el autobús de la institución por motivos de estudios). Entretanto, los jefes de Estado de Estados Unidos, Francia, América Latina y la mayor parte del mundo reconocieron y saludaron la victoria de Lula con una satisfacción que muchas veces fue más allá del tono protocolar. Por su parte, el actual mandatario siguió la guía de su ídolo Donald Trump y las instrucciones de su estratega, Steve Bannon, quien incluso se apresuró a denunciar públicamente, poco después de conocerse los resultados, que las elecciones eran fraudulentas, así como habría ocurrido en Estados Unidos cuando Trump fue derrotado, según su versión.

¿Estaría Bolsonaro, al replicar la escena estadounidense, tratando de forzar un acto político que conduzca a un cuestionamiento efectivo de las elecciones, o incluso a su anulación? ¿O tendrá él mismo la capacidad para preparar un golpe de Estado, con el aval y apoyo de los jefes de las Fuerzas Armadas y de los numerosos militares que integran su gobierno? Ahora bien, el propio Bannon reconoció recientemente, en una entrevista publicada el 18 de septiembre por BBC News Brasil[1], que el presidente no cuenta con todo el apoyo de los militares, y tampoco su vicepresidente, el general retirado Hamilton Mourão, estaría totalmente alineado con sus propósitos. Aun así, circularon en las redes bolsonaristas mensajes que aseguraban, durante el silencio del presidente, que, si la “revuelta popular” contra los resultados electorales duraba 72 horas, podría invocar un artículo de la Constitución que supuestamente “desconstituiría el Congreso y el Supremo Tribunal Federal”, gracias a la intervención de las Fuerzas Armadas.


Mientras tanto, Mourão llamó al vicepresidente electo Geraldo Alckmin y lo invitó cortésmente a visitar su futura residencia oficial. Otros miembros del gobierno hablaron con calma sobre los resultados, mientras que el propio Lula y su equipo pusieron en marcha los preparativos para la transición entre los gobiernos. Fuera de los círculos bolsonaristas, prevaleció el sentimiento de que la actitud de Bolsonaro era absurda o sin sentido, o no era más que una farsa dirigida a sus seguidores más fanáticos, con el objetivo de construir una narrativa centrada en las redes sociales y que solo en estas se sostiene. La clave para entender la escena vendría poco después del pronunciamiento público de Bolsonaro, que duró apenas dos minutos y en el que evitó mencionar la victoria de Lula, pero agradeció los votos recibidos y pidió a los manifestantes que despejaran las carreteras de cualquier obstáculo para garantizar el derecho de circulación de los ciudadanos. Bolsonaro había intentado programar una reunión con los ministros del Supremo Tribunal Federal poco antes, pero ellos le exigieron que se realizara solo después de su pronunciamiento. No fue un intento de golpe real o un capricho. Se trataba de un chantaje.


Al dejar la banda presidencial, el día primero de enero de 2023, Bolsonaro perderá su foro privilegiado y responderá a más de medio centenar de cargos, que incluyen denuncias ampliamente documentadas, como la práctica, cuando era parlamentario, de contratar funcionarios que le pasaban la mayor parte de su salario. Cuando ya no esté dentro de sus facultades intervenir en la policía, como lo ha hecho explícitamente a lo largo de su mandato, es posible que finalmente se pueda proceder con la investigación del asesinato de la activista y diputada estadal Marielle Franco en 2018, que incluye indicios de participación de al menos uno de sus hijos y, probablemente, de él mismo. Cuando Lula asuma la presidencia de Brasil, tal vez, incluso, pueda ser considerado responsable de la conducta criminal frente a la pandemia de Covid-19, especialmente el intento de comprar vacunas indias con el pago de un dólar de soborno por dosis y la negligente acción administrativa ante la falta de oxígeno en el estado de Amazonas, que provocó más de 60 muertes. Una vez derrotado, desata su único capital político: el poder de incentivar a millones de personas a realizar actos antidemocráticos, gracias a la mega máquina de propaganda en las redes sociales de Bannon, cuya efectividad solo se compara con las propagandas subliminales nazistas, con la extraña ventaja de que no es necesario ocultar nada en ella, y todo parece más convincente mientras menos creíble es. Con el poder que tiene esta máquina de sacar a la gente a la calle, Bolsonaro ahora trata de negociar una amnistía por sus crímenes.


De hecho, el discurso del candidato el martes por la tarde puede entenderse como una incitación a las manifestaciones. Pese a pedir que se despejen las carreteras (pues no se deberían usar supuestos “métodos de izquierda”), afirmó que las manifestaciones pacíficas “son bienvenidas” pues son fruto de la “indignación” y el “sentimiento de injusticia” por cómo “se llevó a cabo el proceso electoral”. Además, la Policía Rodoviária Federal no solo dejó de actuar para evitar y combatir interrupciones y bloqueos, pues algunos de sus agentes aparecen ayudando y protegiendo a los manifestantes, en videos que circulan en internet. En una transmisión en vivo al día siguiente, después de la reunión con el Supremo Tribunal Federal, Bolsonaro defiende una vez más el desbloqueo de las carreteras, pero a menudo subraya que las manifestaciones, que “están ocurriendo en todo Brasil”, son “legítimas”, y termina diciendo: “Hagamos lo que hay que hacer. ¡Yo estoy con ustedes! Sigamos luchando por la democracia y la libertad”.


Los dos discursos del presidente encarnan con sofisticación lo que Freud llama la “formación de compromiso”: dicen una cosa y lo contrario al mismo tiempo, y le permiten parecer ceder a las exigencias del Supremo Tribunal Federal y, al mismo tiempo, alinearse con el discurso urdido en las redes sociales hasta instalar el delirante fanatismo que llenó las plazas frente a los cuarteles militares de todos los estados del país, el miércoles feriado nacional, 2 de noviembre, con personas envueltas en la bandera nacional y pidiendo “intervención federal”. Las escenas rompieron la burbuja bolsonarista y dejaron atónitos a los demócratas, cuando no provocaron risas y burlas abiertas: en uno de los muchos videos, los manifestantes cantan con emoción el himno nacional alrededor de una enorme llanta de camión a modo de tótem. En otra, un hombre de repente comienza a marchar de un lado a otro, con gestos exagerados, ondeando la bandera nacional. En una grabación, un hombre anuncia a un grupo la noticia falsa de la detención in fraganti del ministro del Supremo Tribunal Federal Alexandre de Moraes, y una mujer se arrodilla y se golpea, fuerte y repetidamente el pecho, mientras grita “Brasil, Brasil”. En el video que más me impresionó vemos a una joven que camina entre los autos que pasan por la calle, gritándole a enemigos imaginarios. Subitamente ella levanta una pierna como en un paso de ballet y de repente hace un spacatto sobre el asfalto e inclina el torso de manera que su rostro queda pegado al suelo, corriendo el sério riesgo de ser atropellada. Otros videos están lejos de ser tragicómicos y son muy importantes porque dan pistas de que hay quienes promueven y financian actos antidemocráticos, a través del suministro de alimentos o mediante la coacción de funcionarios. En uno de ellos, uno de los camioneros que bloquean la carretera dice que votó por Lula y que solo está allí por la determinación de su jefe.


No es la primera vez que Bolsonaro pone a sus partidarios en contra el Supremo Tribunal Federal, el Congreso y la democracia brasileña. Escoger un enemigo como favorito es uno de los ejes centrales de su táctica, y esta vez recayó principalmente en el ministro Moraes. En la narrativa del presidente, “Xandão” –apodo que el presidente le dio al ministro– no lo deja gobernar. Gracias a esta maniobra, Bolsonaro se otorga el rol imaginario de outsider y héroe antisistema, a pesar de ocupar el máximo cargo ejecutivo del país. La creación y mantenimiento de este líder forzosamente “marginal” funcionó con Trump y no deja de funcionar con Bolsonaro. Pero hay una diferencia fundamental entre lo que ambos son capaces de hacer en sus países. En el caso de la frágil estructura brasileña, tan marcada por siglos de colonialismo bárbaramente extractivista y la violencia racial de la esclavitud, no se trata de un encanto populista, sino de un claro proyecto de desmantelamiento del Estado. La propaganda está ayudando a desmoralizar las estructuras mismas de la soberanía nacional, mientras el presidente lanza la transferencia de cerca de 10 mil millones de dólares a los accionistas de Petrobras, a título de dividendos. En mayo de este año, anunció abiertamente una reunión con el hombre más rico del mundo, Elon Musk, para hablar sobre la minería en la Amazonía. Sus líneas pueden parecer discursos torpes o absurdos o paranoicos, pero no se equivoquen: son las demandas que le hacen a su títere un puñado de megaempresarios que ya no están dispuestos a lidiar ni siquiera con el Estado Mínimo neoliberal. Quieren total libertad para la explotación depredadora y destrucción de cualquier idea de responsabilidad social y ambiental.


Por otro lado, brilla el frente político victorioso armado por Lula para llevar al país a hitos éticos del hacer político, en defensa de la democracia y la soberanía nacional. Que no se crea, sin embargo, ver en él la punta de lanza a la izquierda del continente. La primera victoria del exsindicalista, en 2002, solo fue posible gracias a la alianza con sectores del Centro que orientaron todos sus mandatos, así como los de Dilma Roussef, e impidieron la implementación de medidas fundamentales, como la Reforma Agraria y la tributación de grandes fortunas y dividendos corporativos (desde 1995, Brasil es uno de los únicos países del mundo que no cobra impuestos sobre lucros, junto con Letonia y Estonia). El amplio frente con el que Lula comandará el país a partir del primero de enero de 2023 cuenta también con la expresiva participación de los neoliberales de centroderecha que fueron sus principales adversarios políticos antes de que llegara aquí la máquina de Steve Bannon, franquiciada por el golpe parlamentario-mediático que sacó del poder a Roussef en 2016, con el apoyo del Poder Judicial y una ingeniosa estrategia de guerra híbrida (o lawfare) comandada por la justicia estadounidense, en una inmensa farsa que llevó injustamente a prisión a Lula e impidió que se presentara a las elecciones de 2018.


Ante la brutalidad con la que el grupo de Trump y Musk gana terreno en América Latina y en el mundo, la preocupación del Partido de los Trabajadores por las políticas sociales y la distribución del ingreso toma aires verdaderamente épicos. Gran parte de la población brasileña eligió a Lula con la firme convicción de que no se puede aceptar que el lugar simbólico del jefe de Estado se reduzca a la mezquindad con la que Bolsonaro negó la pandemia de la Covid-19 e impidió que estableciera una gestión responsable y eficiente de la misma. Muchos rechazan, con contundencia, no solo la falta de decoro con la que el presidente llegó a ridiculizar en sus pronunciamientos a los enfermos, imitando una crisis de ahogo, sino sobre todo el uso genocida de la maquinaria pública para impedir la buena gestión, que sin duda habría evitado parte de las muertes que ocurrieron en el país –cuyo número exacto se desconoce, ya que el gobierno incluso dificultó la aplicación de las pruebas y la elaboración de la estadística de los fallecidos por la enfermedad –, pero se estima que es significativamente más alto que el oficial, que contabiliza casi 700 mil víctimas.


Frente a la agresividad habitual en los discursos del actual presidente, en los que nunca se oculta la violencia racial y de género, la victoria de Lula devuelve la esperanza a una sociedad más justa y un Estado comprometido con la población. Y eso es bastante conmovedor en el contexto actual. Una escena que vi justo después de votar, este último 30 de octubre, muestra la fuerza de su convocatoria y el alcance de su mensaje, a contrapelo de la guerra de la propaganda suicida de extrema derecha, a que tantos se adhieren en las redes sociales. Un hombre entra en un centro electoral con una bolsa sencilla en el que quizás están todas sus pertenencias. Su ropa está desgarrada y él está sucio; tal vez sea un sin hogar. Saca una pequeña bolsa de plástico de la paqueta. En ella está la cédula de identidad que te permitirá votar. Y también una calcomanía con el número 13, de la plancha de Luiz Inácio Lula da Silva.


Tania Rivera

Psicoanalista y ensayista brasileña.

Profesora de la Universidad Federal Fluminense (UFF), en el estado de Río de Janeiro.




[1] Conducida por Mariana Sánchez, la entrevista está disponible en:




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