La condición celular
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La condición celular

Tal vez no nos hemos dado cuenta y los marcianos ya están entre nosotros, tal vez somos nosotros. Tú y yo. Desde siempre, desde ahora. Afines y extraños a este el único planeta, a nosotros, nosotras. Capitalistas. O mejor: capitalizados. «Yo solo pretendo que mires a tu alrededor y que percibas la tragedia. ¿Qué tragedia? La tragedia consiste en que ya no hay seres humanos; hay extrañas máquinas que chocan entre sí», dijo Pasolini. Hablaba del consumo y la sociedad de consumo, cuando despuntaba, afines de los sesenta y principios de los setenta. Nosotros podríamos hablar, aunque mejor quitemos el juicio trágico, del capitalismo digital, ese platonismo al revés, apariencia de libertad y virtualidad sobre un fondo —realísimo— de precariedad y materialidad, desde el litio a la carne humana que es la verdadera inteligencia artificial.


Internet, dicen que ese es el gran cambio de nuestro tiempo; también dicen que todo cambio es el camino para seguir igual, como en El Gatopardo. Antigüedades, modernidades, eternidades. Da lo mismo. Aquí estamos, y ahora. El cambio es Marte.


En 1971, en los albores del mundo nuestro de todos los días, David Bowie pregunto si hay vida en Marte. Y en 1999 respondió: «Creo que la potencia de lo que internet le va a hacer a la sociedad, bueno y malo, es inimaginable. Creo que realmente estamos en la cúspide de algo estimulante y aterrador». El periodista le replica que es solo una herramienta. «No», contesta Bowie, «no lo es». Y sonríe y luego ríe y dice: «Es una forma de vida alienígena... ¿Hay vida en marte? Sí, acaba de aterrizar».


Y es un cambio, que como todo cambio, es nuestro y no lo es, como le pasa a Gregorio Samsa; algo que nace de nosotros pero no es de nosotros, o algo que iniciamos nosotros pero adquiere vida propia y nos devora, o nos integra, o nos incorpora, o lo incorporamos, no sé. Una suerte de gran suple; una máquina o tal vez un armatoste, un ingenio, como el inspector Gadget que hoy se llamaría inspector app, aplicación.


Pensemos en los celulares (me gusta el nombre porque sugiere algo orgánico), celulares que capaz que pronto sean antiguallas, reemplazados quizás por qué novedad, otra novedad, la misma novedad. Pero pensemos en ellos, extraños y familiares. Siempre a la mano y casi mano. O pensemos, mejor, en mi celular. La pantalla ha muerto, mi celular ha muerto, veo sombras y arcoíris rectos, pero nada de lo que debería ver. Ya compré uno nuevo, espero que llegue pronto. Mientras, miro a ese útil inútil y me pregunto si tiene vida un celular más allá de nosotros. No solo este que parece muerto, sino cualquiera cuando no está con nosotros. ¿Qué hace un celular en esos pocos y breves momentos en que lo dejamos solo, olvidado en el baño o en alguna mesa? ¿Sigue informando los datos que recoge, informando nuestra versión digital?, ¿o tiene vida propia, tiempo para sí mismo, desconectado de las plataformas, inútil? Tal vez añora recibir una llamada, ser un teléfono, el teléfono que casi nunca ha sido. La de los Nokia era vida, piensa, nostálgico de un pasado que no conoció.


Mi primer celular, teléfono celular, me lo regaló mi mamá. Debo haber tenido veintitrés o veinticuatro; llevaba años negándome a tener uno. En el liceo nadie tenía. Nadie hasta que un tipo apareció con uno; ¿para qué quería un celular, con quién iba a hablar?


Eso fue en 1999.


En 2004, 2005, por ahí, llegó mi mamá con el celular. Como regalo, como obligación. Deuda y deber. ¿Fui el último de mis amigos en tener uno? No lo sé. De ahí en más siempre he tenido uno conmigo.


No recuerdo mi primer teléfono inteligente. Recuerdo, sí, que un amigo, estudiante de ingeniería, allá en los primeros dos mil, me contaba que un profe suyo les decía que los celulares, los que eran solo un teléfono móvil, estaban desaprovechados; que se podía hacer mucho más con esa tecnología. Tenía razón, se podía hacer mucho más.


Cuando, como ahora, se caen Facebook, Instagram, WhatsApp, cuando no salen mensajes no llegan mensajes, algo descansa el celular. Pero ya le tocará recibir y mandar de golpe todos los mensajes que quedaron colgados no sé dónde.


¿Cómo saber si quien responde mis mensajes al otro lado del celular no es un algoritmo, una inteligencia artificial, mi propio celular? Quizás no haya nadie al otro lado del celular. ¿No podría ser Dios el que está al otro lado? O incluso, ¿no será que Dios está encerrado en mi celular? ¿Acaso no responde el celular a todas mis preguntas, sean escritas o habladas? Ustedes dirán que es Google. Pero Google, hasta donde llega mi visión, está en mi celular. Dios está ahí, tan cierto como el aire que respiro.


Un celular, este en el que escribo, uno antiguo, mientras llega el nuevo, ¿es una extensión o una externalización de mi cuerpo, de mi interior, algo mío que tengo en mis manos? En el segundo caso, que me gusta más, el celular es una externalización una extroversión en la que entro. Podría decirse, entonces, que entro en mí mismo o que me desenvuelvo hacia mí, que el celular es volverse sobre sí mismo. Pero no lo es. ¿O sí? Digo, ¿hay alguien ahí afuera, perdón, aquí dentro, en el celular?, ¿alguien más? ¿Me consta? ¿El celular es un atributo mío o será que yo soy un atributo del celular? ¿O seremos yo y el celular atributos de algo más, de una sustancia o cosa que podríamos llamar internet (una sustancia colonizada o plataformizada)?


El celular también soy yo, creo que eso sí lo puedo decir; y el mundo que habita en este celular, o mejor, el mundo al que me conecto también soy yo. Y también soy yo el mundo ¿fuera del celular?, el mundo que nos rodea a mí y al celular. ¿Un gran organismo, una continuidad? ¿La condición celular es una suerte de realidad o naturaleza spinoziana, una sustancia única y sus atributos? No sé.


Con los celulares no es tanto o no es solo que se vean, es que se tocan, nos tocan. Hay una relación corporal, una familiaridad. Y hay algo de amputación cuando perdemos el celular, una falta; como una herida sin marca o un desmembramiento sin desgarro. Será que, como la televisión y quizás la radio, ¿el celular es parte de nuestro sistema nervioso?, ¿o será que el sistema nervioso no es nuestro, que nosotros y los celulares somos parte de un gran sistema nervioso? Hasta puede que nosotros, nuestro cuerpo, cerebro incluido, seamos parte, no sé, del hardware de un sistema informático o computacional. También puede que esté diciendo lo mismo de distintas maneras. Sea cual sea el caso, tocaría preguntarse de qué vida o ser somos sistema nervioso, a qué software respondemos. ¿El Capital? ¿Ese es el ser o vida del que participamos? ¿El capital informa y computa? Seguro es la lógica a la que respondemos. ¿Somos medios, herramientas de sus señales o pulsos?, ¿de su información o cómputo? ¿Somos humanos poshumanos transhumanos? No sé.


Volvieron las redes. Pero a mí no sirve de nada porque la pantalla de mi celular ha muerto. Que llegue el nuevo. ¿Y el viejo? ¿Qué será de mi celular viejo? ¿Y qué habrá sido de la pequeña agenda imantada que tuve, trozo de memoria del tamaño y forma de una tarjeta? Esa sí que sería una rareza hoy, un marciano; esas agendas que se abrían como acordeón, expandibles y comprimibles. La mía estaba llena de nombres y números, verdes, rojos, azules, negros. ¿Dónde están? ¿Están en mi celular? ¿Son parte de esta cosa de la que somos parte?


Juan Rodríguez M.


Barbarie es un espacio para el pensamiento crítico que acoge diversas y divergentes posturas. Las opiniones vertidas son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan, necesariamente, los puntos de vista de esta publicación.

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