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La cámara y la caverna

Capítulo introductorio de Imágenes de imágenes: del cuadro a la pantalla, de Fernando Pérez Villalón (Santiago: Mundana Ediciones, 2022)


I. La cámara y la caverna


La cámara avanza por entre los viñedos, pero tras un tramo corto filmado con angulación oscilante comienza a ascender, en un movimiento improbable para un camarógrafo humano: se trata sin duda de un dron, que se eleva al son de una música vocal majestuosa y algo disonante, de estilo contemporáneo pero con un aire sacro casi medieval. Luego gira hacia la izquierda y nos muestra el paisaje: un bosque, un río, un macizo de piedra. “Este es el río Ardèche, en el sur de Francia”, nos dice la voz de Werner Herzog en su inglés con un marcado acento extranjero: “A menos de cuatrocientos metros de aquí, tres exploradores iniciaron su camino, unos pocos días antes de la Navidad de 1994.” La cámara muestra el sendero montañoso que tomaron Éliette Brunel-Deschamps, Christian Hillaire y Jean-Marie Chauvet, buscando corrientes de aire que pudieran guiarlos hacia cavernas ocultas. Cuando encontraron una, al atardecer, descendieron por una hendidura estrecha: “Estaban a punto de hacer uno de los grandes descubrimientos de la historia de la cultura humana”, relata Herzog.


Su película La caverna de los sueños olvidados, del 2010, recapitula el hallazgo de la cueva de Chauvet, con las pinturas rupestres más antiguas conocidas hasta esa fecha, algunas de ellas posiblemente de más de treinta mil años de antigüedad. El documental, filmado con tecnología 3D para transmitir la sensación de volumen de las imágenes al interior de la caverna, nos muestra también el trabajo de los especialistas que estudian el sitio arqueológico. El acceso a Chauvet es sumamente limitado, para evitar el daño a las pinturas que ha ocurrido en otros lugares como la cueva de Lascaux, así que la película nos muestra imágenes que probablemente jamás veremos en vivo. Recorremos junto a Herzog, cuya voz nos guía, conduce y alecciona, la caverna como una suerte de museo, pero también un lugar solemne, casi sagrado, de contacto estrecho con un pasado remoto de la humanidad. Herméticamente sellada, es también un espacio vinculado indisolublemente a su entorno geográfico, del que las imágenes del interior no pueden separarse. Para ver las imágenes, quienes las pintaron habrían tenido que introducir antorchas a la cueva, y probablemente mientras las miraban seguramente jugaban con la proyección de sus sombras entre ellas, lo que sugiere un vínculo originario entre la imagen proyectada y la imagen pintada sobre el que han escrito muchos historiadores y teóricos del arte a partir del relato de Plinio el Viejo sobre la muchacha corintia que delineó sobre el muro el contorno de la sombra de su amado, que debía partir a la guerra. La película explora, en su uso de la iluminación, las numerosas relaciones posibles entre luz, espacio, imagen pintada y sombra, para transmitir la sensación de presencia efectiva, aunque no estemos viendo más que una proyección. Es difícil no pensar, al adentrarnos con la mirada en este espacio cerrado, oscuro, claustrofóbico, en la caverna de Platón donde se proyectan imágenes que no son sino sombras de una realidad más plena, pero también en la oscuridad de la sala de cine en la que se habría visto originalmente la obra de Herzog o en la oscuridad de la noche en que, dormidos, soñamos con imágenes en movimiento.


Esta película confronta y entrelaza la modernidad de la más avanzada tecnología digital de captura y reproducción de imágenes con la técnica más antigua conocida de producción de las mismas, pero gran parte de su efecto seductor tiene que ver con la sensación de continuidad y unidad entre ambos extremos: las imágenes de la caverna tienen un dinamismo cinético notable, que la cámara captura no solo con la dimensión táctil de la tecnología 3D, sino con múltiples movimientos y montajes, reforzados por la narración solemne de Herzog y la música de su colaborador Ernst Reijseger. El propio director compara las imágenes pintadas en los muros de la cueva con fotogramas de un filme animado, una suerte de proto-cine que nos habla de un universo tan distante como extrañamente familiar. Al igual que en otras películas del director, la sensación de épica proviene no solamente de lo que se muestra, en sí mismo impactante, sino también de las dificultades técnicas, logísticas y estéticas inherentes a la aventura fílmica: para dar un solo ejemplo, el equipo tenía acceso a la caverna durante unas pocas horas al día, para evitar la exposición a los gases tóxicos que se respiran en ella, y las imágenes transmiten efectivamente esa sensación de un secreto compartido, vislumbrado apenas un instante antes de que vuelva a esconderse.


El cine es para Herzog como un puente entre nuestro mundo y el de quienes ejecutaron esas pinturas, pero también una zona de tránsito entre el mundo exterior y nuestro mundo interno, el de los sueños y la imaginación. Es un medio que comparte varios aspectos con los sofisticados métodos de escaneo y modelamiento digital que se están utilizando para estudiar la cueva, pero también forma parte del mismo impulso del que esta surgió, y se propone afectarnos de manera similar: “Nunca sabremos cómo era la vida de quienes crearon estas imágenes”, afirma uno de los arqueólogos entrevistados en la película, “el pasado está perdido”. Pero a continuación evoca cómo, la primera vez que pudo entrar a la cueva, durante las noches soñaba con leones como los representados en sus muros. “¿Soñabas con leones reales o pintados?”, pregunta Herzog. “Con ambos”, contesta el científico, y la película se esfuerza por hacernos entrar en una relación con las imágenes en las que ellas no son una mera representación de lo real sino su revelación, una presencia viva ante nuestros ojos que penetra en nuestras mentes y modifica nuestra relación con el mundo, y hasta tal vez la funda. El león de carne y hueso, el león pintado y el león soñado serían manifestaciones de una misma realidad con la que el cine nos pone en contacto, o bien que el cine produce en nosotros.


Esta película explora de manera radical no solo las imágenes de arte rupestre que toma como tema, sino las capacidades de la imagen en general de afectarnos, dar cuenta de un mundo, transformar el mundo y transformarnos a nosotros en el proceso de observar y producir imágenes. Es una imagen de imagen, una imagen fílmica que reproduce con sus medios propios otra imagen arcaica, pintada, y al hacerlo nos propone una meditación sobre el propio cine y sus vínculos con la historia, la tecnología, el espacio y el tiempo. Ese es el tema de este libro: las imágenes de imágenes, imágenes que incluyen dentro suyo la presencia figurada de otra imagen. Películas sobre pinturas, cuadros sobre cuadros, fotografías de dibujos, dibujos de películas. No incluyo, en principio, las imágenes que citan, copian, reproducen manual o mecánicamente otra imagen. En ese caso la imagen completa puede considerarse imagen de otra, mientras que en el caso que me interesa tenemos una imagen mayor que incluye otra dentro de sí.


Se trata de un campo enorme y muy variado, pero no me propongo un catálogo exhaustivo de casos sino una articulación tentativa de lo que está en juego en estas imágenes: son imágenes que se piensan a sí mismas, imágenes auto-reflexivas, pero a la vez imágenes que reflexionan sobre su lugar y posición en el mundo, su relación con los espectadores, con el tiempo y con la historia. Imágenes que interrogan su carácter material, de cosa entre las cosas, a la vez que su capacidad de hacer ver otra cosa que no está allí. Imágenes que indagan en sus propios poderes de engaño, seducción, deslumbramiento, pero también de revelación, conocimiento, síntesis y comprensión. Las imágenes de imágenes se piensan a sí mismas, pero también nos piensan a nosotros como seres vivos que las producen, las contemplan, las admiran y desean, las codician, compran, roban, estudian, cuidan y destruyen.


Son imágenes que se miran y que nos miran mirarlas, imágenes que anticipan nuestro gesto de mirarlas y nos lo dan a ver de un modo nuevo. Imágenes que se reflejan a sí mismas pero que también nos reflejan a nosotros y al mundo del que ellas y nosotros formamos parte. Son, por cierto, imágenes producidas por seres humanos que piensan por medio de ellas, en ellas, con ellas, pero si hablo de ellas como seres vivos, dotados de conciencia y voluntad, es porque esa es la impresión que dan, la de que algo se piensa en ellas que excede lo que sus creadores pusieron allí intencionalmente y que no se reduce tampoco a lo que nosotros decidimos ver en ellas. Somos nosotros los que hacemos las imágenes y los que, al contemplarlas, las hacemos ser imagen y no mera materia dispuesta en un plano, pero ellas también nos transforman, afectan y moldean a su imagen y semejanza.




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