La flojera psíquica
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La flojera psíquica


Los modos en que se configura la vida moderna son vertiginosos y agotadores. En su libro “La sociedad del cansancio”, Byung-Chul Han (2012) advierte los efectos tanto psíquicos como culturales de la vida multitasker y el empobrecimiento relacional que conlleva: déficit atencional, depresión y ansiedad, entre otros. Advierte también sobre las nuevas formas que toma la dominación en una sociedad que hace del rendimiento y la hiperproductividad su mayor característica, en una nueva sofisticación biopolítica que transforma el psiquismo en su mayor fuerza de producción. “Dirigiendo la agresividad hacia sí mismo, el explotado no se convierte en revolucionario, sino en depresivo”, señala. Algo parecido anunciaban los muros de nuestra ciudad estallada en octubre de 2019, que rezaban por todas partes: “No era depresión, era capitalismo”. La imagen representaba al capitalismo como una mano que estruja hasta que no queda nada más que dar.

Titular este artículo como flojera psíquica es en sí mismo una provocación, y nos parece importante ser precisas, pues no nos interesa reforzar los imperativos de hiperproductividad, ni desconocer la preocupante mutación que ha experimentado el trabajo como mecanismo de integración social en la modernidad avanzada. Asistimos a un momento civilizatorio en el que el trabajo como forma de lazo social ha entrado en una crisis con consecuencias verdaderamente desastrosas. Las economías capitalistas experimentan hace décadas un preocupante proceso en el que, como señalara Wacquant (2000), la degradación y dispersión de las condiciones básicas del empleo, remuneración y seguridad social han convertido el mismo contrato salarial en una fuente de fragmentación y precariedad.


Esta precarización del mundo laboral ha conllevado también una asociación entre trabajo y opresión y/o sometimiento: el trabajo parece quedar situado en el lugar de algo que hacemos para otros más que como una forma de actividad de la cual poder apropiarnos, otorgándole un sentido personal. Así, según la recientemente publicada Encuesta de las Juventudes 2022 (INJUV, 2022), sólo un 2,8% de los jóvenes encuestados refiere emplearse para realizarse o desarrollarse como persona, mientras que un 73,4% refiere hacerlo para generar ingresos (para su educación, sostén personal y familiar), en un contexto en que un 36,5% tiene deudas a su nombre y en que la posibilidad de perder el empleo representa una amenaza real y significativa en sus vidas. En este sentido, no resulta extraño que la experiencia de malestar respecto al trabajo esté más disponible para las personas que la posibilidad de implicarse, identificar su potencial creativo y transformador y encontrar en el trabajo un espacio vitalizante y placentero (Zabala, Guerrero y Besoain, 2017).


¿Cómo se relaciona este escenario sociocultural marcado por la experiencia de cansancio, exigencia y enajenación respecto al trabajo con lo que encontramos en nuestras prácticas clínicas? ¿Será posible que alguien que siente que trabaja todo el día quiera ir a trabajar en terapia?

En este contexto, nos anima preguntarnos sobre la flojera psíquica como un fenómeno cultural que puede servirnos como clave de lectura para analizar ciertas formas de lazo y de subjetivación que detectamos en la clínica, y porque nos interesa volver a poner al trabajo en el centro del psicoanálisis. Y decimos volver a poner porque, para Freud, la noción de trabajo psíquico era una pieza clave tanto en su noción del psiquismo como en lo relativo al tratamiento psicoanalítico. Es, quizás, uno de los conceptos con mayor potencial revolucionario de la teoría freudiana.


En La interpretación de los sueños, Freud (1900) notó que el sentido de los sueños no estaba dado de antemano ni era algo evidente que había que ir a des-cubrir. La sospecha freudiana suponía al sentido como una producción retrospectiva -après coup- que acontecía sólo al ser el sueño leído por alguien que, frente un enigma, fuese capaz de formular una pregunta. En un punto de su investigación sobre los sueños, Freud se dio cuenta de que su valor radicaba no en que escondieran una gran verdad sobrenatural y latente que había que ir a develar: incluso en los sueños mejor interpretados queda un lugar de tinieblas, un nudo donde se detiene la cadena asociativa, una zona no ligada ni ligable a nada aún, que llamó “el ombligo del sueño”. No, el valor de un sueño para la vida anímica no reside en conseguir su interpretación final. Soñar nos pone a trabajar. Los sueños fueron para Freud un modo de pensar y de elaborar, una manera particular de trabajo y de producción de sentido. Y fue claro al señalar que, cuando la capacidad asociativa se agota, es solo cosa de tiempo para que algún otro fragmento atraiga nuestra atención y encuentre “el acceso a un nuevo estrato de los pensamientos oníricos” en una “interpretación fraccionada del sueño” (Freud, 1900, p. 517). Freud insistió en la potencia productiva de lo inconsciente, y propuso un psiquismo de trabajo: de operaciones, formaciones, encubrimientos, elaboraciones. El trabajo del sueño, por ejemplo, implica una serie de operaciones de transformación en lo contrario, desplazamiento y condensación. Y la interpretación, herramienta analítica principal, fue también pensada por Freud como ese trabajo que permite recorrer el camino inverso, desde el sueño hacia las condiciones de su producción.


Al proponer el psiquismo como un trabajo, Freud también nos ofrece un horizonte ético, vinculándolo a lo que Arendt (1958/2010) llamó “la vida activa”. Labor, trabajo y acción están íntimamente ligadas con la condición humana; esto es, con las condiciones de una existencia humana política. Vivir en una polis, argumenta Arendt, significa “decir por medio de palabras y de persuasión, y no con la fuerza y la violencia” (p. 40). Es ese trabajo con la palabra aquello que para los griegos caracteriza la vida en la polis. No la capacidad para el discurso, sino una forma de vida donde el discurso tiene cabida y sentido, y “donde la preocupación primera de los ciudadanos es hablar entre ellos” (p. 41).


¿De qué hablamos, entonces, cuando hablamos de flojera psíquica? ¿Qué formas presenta la flojera psíquica en el espacio clínico y transferencial? En la práctica clínica contemporánea no es inusual escuchar frases como: “Quiero conocer gente, pero nada serio, mucha pega”, “¿Para qué voy a hacerlo, si ya sé con lo que me voy a encontrar?”, “No sé si vale la pena hacer el esfuerzo si no sé si va a resultar”, “De sólo pensarlo me agobio”. ¿Qué tipo de trabajo o costo se busca evadir?


Tal vez sea por las condiciones de nuestro oficio como psicoanalistas que la noción de “vida activa” de Hannah Arendt se nos vuelve tan relevante, pues de lo que se trata en el encuentro analítico es de la posibilidad misma de los sujetos/ciudadanos de hablar entre ellos. La llamada talking cure nunca fue una invitación a la verborrea; más bien, supone hablar tomando posición e implicándonos con la palabra dicha, aunque esta nos incomode, nos sea extraña, escurridiza. Y es que poseemos al lenguaje tanto como éste a nosotros, y es en esa paradoja indisoluble que nos volvemos sujetos.


Así, nos animamos a llamar flojera psíquica a un fenómeno muy propio de nuestra época, tributario de determinados modos de producción subjetiva y de hacer lazo, y que creemos dan cuenta de una precarización del trabajo de la palabra y de la vida activa. En oposición a la noción psicoanalítica del trabajo relacionada con poner en valor el proceso, y la apuesta por la transformación subjetiva que de éste puede emerger, la flojera psíquica tendría que ver con un cierto desenganche del acto y sus consecuencias (Lutereau, 2021). Con una suerte de deserotización del acto, al tratarse de una acción que no alcanza consecuencias. La renuncia a ese trabajo amoroso, el decaimiento del acto en el que el deseo aparece, es lo que llamamos flojera psíquica. La flojera que nos vuelve estrechos de corazón, en la que que la palabra no pareciera realmente atravesar, implicar subjetivamente, a quien habla. Y esto es complicado, porque el deseo no siempre antecede al acto; muchas veces, es el acto el que produce empuje y deseo. Nadie sabe para quién trabaja.


La psicoanalista y filósofa francesa Anne Dufourmantelle (2019) planteaba que “obedecer es primeramente poder hablar”; es decir, reconocernos no enteramente dueñas de nosotras mismas, sino como sujetas a y por una civilización, sin que medie nuestro consentimiento. Sin embargo, señala también que el idioma es también el primer lugar de nuestra desobediencia, en la medida que nos abre paso al encuentro con nuestro deseo, con otros espacios y posibilidades. Espacios no sólo intrapsíquicos, sino que nos sitúan en el mundo, en la “vida activa” en el sentido de Arendt. El psicoanalista inglés Adam Phillips (2021), pensando en la importancia de encontrar nuevas (propias) formas de hablar que se aparten de los hábitos sostenidos en la repetición obediente de un modo de vida ajeno, toma la frase de Oscar Wilde: “Aquel que desea pero no obra engendra peste”. Así, enfatiza el valor de la acción, del trabajo como proceso. Agregaríamos también: del trabajo como una suerte de alquimia, proceso transformador de la propia subjetividad.


Así entendido, este trabajo no es uno que se desarrolla en soledad, sino en un espacio intersubjetivo: “No podemos llegar a ser en una esfera de privacidad solipsista”, dirá la también psicoanalista Jill Gentile (2011). Necesitamos salir de nosotros mismos para encontrarnos con otro. Y ese encuentro no está exento de riesgos. En un escenario sociocultural que apunta al “riesgo cero”, que asocia riesgo a muerte (Dufourmantelle, 2019), salir de uno mismo al encuentro con otros y con el mundo podría parecer una decisión descabellada. Orientarse por el deseo implica salir del ensimismamiento, estar dispuestas a dejarnos atravesar, a ser interpeladas y a perder, también a perdernos. Pero podemos –y debemos– pensar en el riesgo también a partir de la vida. De lo contrario, podemos morir en vida “bajo todas las formas de renuncia, de la depresión blanca, del sacrificio” (Dufourmantelle, p. 12). En este sentido, si el costo que pagamos por trabajar psíquicamente es el cansancio y –en ocasiones– el desgarro, el costo de no hacerlo sería muchísimo más alto.


Se le atribuye a Freud haber aseverado que la salud radicaría en la capacidad de amar y trabajar (Elms, 2001). Proponemos pensar el amar y trabajar como reversos inseparables. Ambos demandan una toma de posición; ambos implican un costo. Sin embargo, el amor no se paga, y no es una deuda que se salde: el amor es un trabajo que se comparte.


Manuela Agüero; María Paz Ardito; Trinidad Avaria; Carolina Besoain; Andrea Rihm

Colectivo Trenza: Clínica, Psicoanálisis y Género

IG @trenzacolectivo



Félix Emile-Jean Vallotton

La paresse (1896)

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