¿La libertad de quién?
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¿La libertad de quién?


En El derecho al sexo Amia Srinivasan plantea algunas preguntas antiguas, tales como: ¿cuál es la mejor manera de actuar en este mundo político? Pero las sitúa en contextos contemporáneos: ¿qué formas de conducta, tales como el acoso y la violación, han sido toleradas y racionalizadas? ¿Cuál es la mejor manera de organizar el mundo para que la justicia, la igualdad y la libertad puedan formar los principios que guíen nuestra imaginación y práctica colectivas?

El derecho al sexo presenta el tema de cómo la escritura filosófica puede contribuir poderosamente al discurso público acerca de algunas de las cuestiones más fundamentales relacionadas con la vida encarnada, esto es, con el sexo, el género, la sexualidad, la justicia racial, el espacio, la educación, el poder, la regulación y la ley. Un libro que pertenece tanto a la teoría feminista como a la filosofía moral, revisa argumentos sobre el aborto, la violación, el acoso, la pornografía, la justicia racial y el agravio masculino, mostrándonos de qué manera cuestionar sus premisas.


Amia Srinivasan, profesora de teoría social y política en la Universidad de Oxford, le da al lector una idea de su sala de clases mientras nos muestra cómo dejar que los argumentos filosóficos aclaren los debates dentro de la cultura popular y cómo leer la cultura popular como una forma de lucha con dilemas morales relacionados con el sexo, el feminismo, la igualdad y la libertad.


Los textos filosóficos tienen una forma de referirse únicamente a otros textos filosóficos, basándose en un canon que se fundamenta en estrechas ideas profesionales de “claridad”. Este libro tiene claridad en abundancia, pero también nos pide que soportemos la complejidad cuando eso es necesario. Srinivasan rechaza las soluciones rápidas, por la sencilla razón de que “se niega a reducir lo que es denso y complejo a algo más sencillo”.


El libro de Srinivasan plantea algunas preguntas antiguas, tales como: ¿cuál es la mejor manera de actuar en este mundo político? Pero las sitúa en contextos contemporáneos: ¿qué formas de conducta, tales como el acoso y la violación, han sido toleradas y racionalizadas? ¿Cuál es la mejor manera de organizar el mundo para que la justicia, la igualdad y la libertad puedan formar los principios que guíen nuestra imaginación y práctica colectivas?


Aunque el libro hace una fuerte intervención en el campo de la filosofía feminista, no moraliza. De hecho, una de sus principales fortalezas es mostrar cómo la reflexión filosófica moral tiene un puesto en medio de situaciones comunes: en la sala de clases, en las redes sociales, tanto en la esfera pública como en la íntima. Imbuido de un soplo de aire fresco, El derecho al sexo demuestra cómo la reflexión moral se puede distinguir de la moralización, por qué debemos aprender a hacer una pausa, a recopilar varias perspectivas sobre un tema, darles la vuelta y resistir la tentación de caer en el pánico y el juicio prematuro.


El título da solamente una indicación indirecta de lo que está en juego en el libro mismo. “Sexo” es una categoría generalmente asignada al nacer, pero también denota el acto sexual, si no es que las prácticas de la sexualidad. La cuestión del derecho al sexo plantea inmediatamente las preguntas: ¿qué sentido del sexo? ¿Y de quién es el derecho? ¿De quién debería ser el derecho? ¿Y el sexo es algo a lo que realmente cualquiera tiene derecho?


Tales preguntas lanzan al lector a campos de poder donde los hombres (generalmente dentro de un modelo heteronormativo) se entienden a sí mismo que tienen ese derecho. ¿Tiene uno derecho a disponer de su cuerpo de la manera que quiera? ¿Es un derecho acceder al cuerpo de otra persona? ¿Qué justifica tal derecho, o conjunto de derechos, si es que existen?


Mi expectativa inicial era que Srinivasan podría centrarse en el derecho a tener relaciones sexuales reclamado por aquellos a quienes se les ha negado ilegítimamente ese derecho: mujeres a las que se les ha prohibido ejercer la libertad sexual dentro o fuera del matrimonio heterosexual; personas LGBTQI que han sido patologizadas o criminalizadas, cuya libertad sexual ha sido negada y restringida, cuyas vidas se han perdido por buscar vivir y amar de acuerdo con sus deseos sexuales o de género cuando tales actos no dañarían a nadie.


Sin embargo, este no es el enfoque del libro, que más bien comienza cuestionando la lógica utilizada por los hombres heterosexuales para justificarse frente a los cargos de violación y acoso. Sus justificaciones generalmente implican una mezcla atroz de exigencias de libertad personal e invocaciones infundadas de privilegios masculinos y raciales. Srinivasan los separa cuidadosa y persuasivamente, pero extrañé una discusión más sostenida sobre los derechos de las personas LGBTQI y las mujeres para encontrar sexo donde y como quieran sin discriminación ni miedo.


Dicho esto, aprecié su lenta demolición de populares malos argumentos. Señala que asumir el imperativo de “creer a las mujeres” no puede cumplirse en todos los casos. Considérense las acusaciones sexuales contra hombres negros por parte de mujeres blancas basadas en convicciones racistas sobre la masculinidad negra, ejemplificado de manera más horrible por el linchamiento de Emmett Till, de 14 años, en 1955 en Money, Mississippi, porque supuestamente miró a una mujer blanca propietaria de una tienda de forma equivocada. ¿Se podía creer a Carolyn Bryant a toda costa? ¿Con qué frecuencia los hombres negros siguen todavía sujetos a tales acusaciones? ¿No requerimos de manera absoluta el debido proceso para Emmett Till? ¿Y qué hay de aquellos que creen que los homosexuales y las lesbianas buscan seducir, convertir y explotar a sus hijos pequeños? ¿Se debe creer a toda costa a los homófobos comprometidos que defienden tales puntos de vista?


Al mismo tiempo, Srinivasan señala con cuánta frecuencia los hombres acusados de acoso y violación se vuelven contra sus acusadoras y buscan socavar su testimonio, se niegan a considerar la gravedad de las violaciones que han cometido y terminan en posturas autocompasivas que niegan el sufrimiento de las mujeres cuyas vidas y trabajo han dañado o destruido. Entonces, sí, hay condiciones bajo las cuales se debe creer a las mujeres, pero el alcance universal del imperativo se desmorona bajo una inspección más atenta.


Srinivasan ofrece una consideración amplia y cuidadosa de los argumentos sobre la censura de la pornografía. Se basa en la cultura popular, la discusión en línea, las estadísticas y las publicaciones de teoría feminista. Detalla las miserables recapitulaciones de violencia sexual de la pornografía y la historia de la explotación en base al rango de la industria al servicio de una crítica feminista de la dominación masculina. Sin embargo, advierte contra la censura, en parte porque la pornografía incluye formas feministas y queer y porque ha abierto oportunidades laborales para las mujeres, especialmente durante el confinamiento del Covid-19. Además, las plataformas visuales que ha proporcionado para las imaginaciones queer de la sexualidad son generalmente menos violentas y egoístas y, en sus palabras, algo “más alegre, más igualitario, más libre”.


Cuando Srinivasan reconsidera los debates sobre el sexo al interior del feminismo de las décadas de 1970 y 1980, llegamos a comprender que su libro nos pide que reconsideremos las interpretaciones establecidas de la libertad personal. Esos debates incluyeron a Catharine MacKinnon y Andrea Dworkin, por un lado, que pidieron la censura estatal de la pornografía, y activistas feministas, por el otro, incluidas Gayle Rubin, Ellen Willis y Amber Hollibaugh, que presentaron fuertes argumentos feministas a favor de la libertad sexual y criticaron la alianza feminista con el Estado, y se aliaron con las trabajadoras sexuales y sus sindicatos. Feministas negras como bell hooks y Patricia Hill Collins también criticaron una alianza acrítica entre el feminismo y el Estado, señalando el doble riesgo que experimentaban en relación con los poderes policiales y llamando a formas extralegales de empoderamiento.


Una manera en la que Srinivasan entra en este debate es preguntando cómo la libertad sexual se ha modelado con demasiada frecuencia en base a las libertades del mercado, incluso el libertarismo, y cómo esto ha conformado algunos puntos de vista feministas. En su opinión, se cometen errores en ambos lados de los debates sobre la censura. Ella sostiene que aquellas feministas que han argumentado que todos los deseos están bien para actuar siempre que haya consentimiento y no se haga daño, pueden no considerar lo suficientemente bien lo que significa que los deseos se formen en las condiciones del capitalismo y el patriarcado. ¿La libertad defendida por tales feministas (yo misma estoy en este campo) participa de supuestos liberales sobre el individualismo, arriesgando la identificación de las normas que gobiernan las relaciones sexuales con “las normas del libre intercambio capitalista”?


No estoy convencida de que su recuento sea correcto, ya que ella misma encontró algunas formas de representaciones sexuales queer y trans “más libres” que las versiones heteronormativas, lo que sugiere que en el trasfondo de su argumento opera otro sentido de libertad sexual. Cuando “el derecho al sexo” se deriva del derecho a ejercer la libertad personal, se supone que los individuos tienen derechos al sexo, a los placeres sexuales que brindan los cuerpos de otras personas. Pero nada de eso formó parte de la versión del feminismo que defendía la libertad sexual.


Que el sexo elegido libremente a veces resulta ser menos libre, incluso profundamente constreñido, parece bastante cierto. El sexo es notoriamente un campo en el que proliferan los malos juicios. Pero esa percepción por sí sola no significa que lo que llamamos libertad sea realmente falta de libertad, o que debamos dejar de intentar encontrar formas de vivir más libremente, incluso de buscar relaciones sexuales libres del miedo a la violencia, la censura, el castigo y la patologización.


Srinivasan insiste con razón en que “nadie está obligado a desear a nadie, que nadie tiene derecho a que lo deseen, pero también que quién es deseado y quién no es una cuestión política”. Claramente, Srinivasan se opone a estas formas de derecho sexual inventadas a partir del privilegio masculinista y las libertades del consumidor, una combinación tóxica, en su opinión, de patriarcado y capitalismo. Ella cita el caso de un hombre que afirma en la corte que él entendía que una mujer le debía sexo, apela a un derecho personal para lograr la satisfacción a expensas de esa mujer y presenta a esa mujer como una criatura violable y prescindible. Estoy de acuerdo en que no debería haber derecho al sexo en tales casos, pero ¿se sigue entonces que no se justifica ningún sentido del “derecho al sexo”?


Aunque Srinivasan apunta en la dirección de una formulación alternativa del “derecho al sexo”, parece importante ir más allá y considerar los prejuicios generalizados en la cultura y la publicidad predominantes, donde ciertos cuerpos no se representan como deseables: negros, morenos, gordos, discapacitados físicos, trans, ancianos o alguna combinación de los anteriores. Es de suponer que queremos exigir que el mundo debe ser transformado para reflejar la deseabilidad de esos cuerpos, el derecho de esos cuerpos a ser representados como dignos de atención y amor sexual e íntimo. De hecho, tales grupos ya ejercen ese derecho político cuando insisten en una mejor y más inclusiva representación en el cine, la televisión y la cultura visual en general.


Del mismo modo, cuando los espacios queer y trans —clubes, centros comunitarios, escuelas y bares— son cerrados para evitar que se reúnan jóvenes queer y trans (como en Polonia y Rumania actualmente), podemos esperar que ellos exijan que estos lugares sean abiertos porque tienen derecho a desear y ser deseados, y derecho a espacios donde ese deseo pueda ser libre de expresarse. Tal vez podamos llamar a eso “un derecho al sexo”, que precisamente no es una vulneración a los demás, sino el desmantelamiento de una prohibición injusta que se les impone. Este es un derecho tanto personal como colectivo, pues busca contrarrestar una forma de devaluación corporal que refleja posiciones de desigualdad social y económica. No es reducible a una libertad de mercado o a formas de libertarianismo.


Y aunque Srinivasan es en todas partes clara respecto a que las mujeres y los hombres trans, y las personas no binarias, están injustamente oprimidas, y que las mujeres trans pertenecen correctamente a la categoría de mujeres, no considera que “el derecho al sexo” podría significar: el derecho a tener acceso médico e institucional a una nueva asignación de sexo.


Podríamos decir que “sexo” como categoría identificatoria del cuerpo es seguramente diferente de “sexo” en el sentido de “actos y prácticas sexuales”, y que las exigencias de derechos son diferentes en cada caso. Pero podemos ver la importante conexión entre los argumentos trans y los feministas precisamente a través de la yuxtaposición de estos dos derechos: el derecho de las mujeres a tener relaciones sexuales sin miedo a la violencia doméstica o anónima, sin restricciones estatales a su libertad sexual; y el derecho de cualquier persona a asegurarse la categoría de sexo que le permita vivir y desarrollarse en libertad, sin restricciones, sin la amenaza de la violencia, incluida la violencia estatal.


Srinivasan está admirablemente dedicada a reanimar las perspectivas colectivas, y la versión de libertad que ella aceptaría más fácilmente es la colectiva. Le preocupa, con razón, que “obcecarnos en la acción individual es característico de una moralidad burguesa cuya función ideológica es la de distraer la atención de los sistemas de injusticia más amplios en los que participamos”.


El derecho al sexo examina versiones diferentes y contradictorias de la libertad a través de una amplia gama de ejemplos culturales, y lo hace extremadamente bien: la libertad como prerrogativa masculina, como poder supremacista blanco, libertades de mercado, incluida la libertad de acumular, y de tratar el sexo tanto como mercancía y como propiedad. Srinivasan desarrolla además una reflexión crítica marxista-feminista sobre cómo el capitalismo y el patriarcado continúan configurando algunos de nuestros debates más fundamentales sobre ética y política sexual.


El penúltimo capítulo, “De por qué no hay que acostarse con los alumnos”, deja en claro por qué el acoso sexual de los estudiantes por parte de los profesores debe entenderse correctamente como discriminación sexual. Ella argumenta que incluso si un estudiante inicialmente da su consentimiento para una relación sexual con un miembro de la facultad, puede verse gravemente perjudicado por relaciones como estas en el futuro. Estoy de acuerdo. Sus perspectivas laborales pueden verse socavadas; corren el riesgo de perder mentores y apoyo y ser objeto de represalias, perdiendo el sentido de su valor como intelectuales.


El acoso sexual es un problema estructural y, en su opinión, ninguna relación docente-alumno puede escapar a esta estructura. Su tarea es comprender cómo los actos individuales reproducen las estructuras sociales de opresión a veces a través del propio lenguaje de la opción o del consentimiento. Pero para dar cuenta de la transformación colectiva de tales estructuras, tiene que haber alguna forma en que la libertad pueda interrumpir su reproducción.


Srinivasan tiene una claridad moral impresionante sobre los daños del acoso sexual y la violación, pero tiene algunas preguntas sobre si recurrir al Estado para hacer efectiva la responsabilidad es realmente lo mejor para las mujeres. Ella es consciente de los peligros del “Estado punitivo” para las mujeres, ya que el poder del Estado para encarcelar con demasiada frecuencia se dirige contra “mujeres pobres, mujeres inmigrantes, mujeres de color, mujeres de casta baja, así como contra los hombres con los que sus vidas están fatídicamente entrelazadas”. Aquí, Srinivasan se niega a seguir la política punitiva del movimiento antipornografía, centrándose en las formas en que el Estado apoya a “la clase gobernante” y produce desigualdades materiales. El capítulo final, “Sexo, punitivismo y capitalismo”, abre las potencialidades de un feminismo marxista para el tiempo presente, opuesto a la política punitiva, y una perspectiva global sobre la opresión de las mujeres. Pero este libro —restringido a debates en los Estados Unidos, el Reino Unido y, ocasionalmente, India— no puede cumplir con esta promesa global, aunque quizás el próximo sí lo haga.


El último capítulo aborda el movimiento de abolición de las prisiones y la abolición feminista en particular. Ese movimiento está inspirado en la conferencia Critical Resistance, que tuvo lugar en 1997, y la revista creada entonces con ese nombre (fundada por Angela Davis, Gina Dent, Ruthie Gilmore, Rose Braz, Beth Richie y otras). Su influyente crítica del complejo industrial carcelario y, especialmente, sus efectos debilitantes sobre las mujeres de color, estableció una posición antiestatista dentro del feminismo que ofrecía visiones de transformación social radical fuera de la reforma legal. La cuestión de cómo responsabilizar a quienes han hecho daño sin recurrir a tribunales y prisiones es quizá el dilema ético más importante para un feminismo antipunitivo.


Srinivasan demuestra cómo la filosofía feminista puede emancipar nuestros conceptos éticos básicos del dominio absoluto del patriarcado, el capitalismo y el racismo estatal, y este es un esfuerzo notable y prometedor. ¿Qué sería de la responsabilidad si no fuera lo mismo que el castigo legal? ¿Qué sería la libertad si no fuera lo mismo que las libertades de mercado constreñidas por el capitalismo? ¿Qué clase de mundo sería uno en el cual nos encontráramos libres para imaginar los términos de un nuevo socialismo, para el cual el feminismo fuera la estructura, y no el suplemento irritante, un mundo en el que la libertad podría convertirse en un término que todos podamos afirmar, antes que sospechar y temer?



Artículo aparecido en “New Stateman” 28.07.2021. Se traduce con autorización de su autora. Traducción: Patricio Tapia


El derecho al sexo

Amia Srinivasan

Trad. I. Pellisa, Editorial Anagrama, Barcelona, 2022, 364 pp.


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