La maldita clase media
Durante mucho tiempo, en el ámbito de la izquierda, no hubo un término más despectivo que el de “pequeño burgués”. La obra de Bertolt Brecht "La boda de los pequeños burgueses" ponía de manifiesto este entorno mezquino e hipócrita que le era propio. Entre el mundo ambicioso e implacable de la burguesía y la nobleza de la clase obrera estaban los miserables de la clase obrera. Los jóvenes izquierdistas procedentes de esta clase eran los que más renegaban de ella (aunque continuaran viviendo a su costa). Después de Mayo del ’68, los estudiantes maoístas de este origen fueron a las fábricas como si esto supusiera una especie de conversión. No sabían lo que Jacques Rancière había descubierto en sus estudios de las luchas obreras radicales, que lo que realmente querían los obreros era dejar de serlo. "La clase obrera no va al paraíso", como decía la película italiana de los setenta. La misma Simone Weill había ido a las fábricas para redimirse, pero pasando por el desarraigo y la miseria de la clase obrera. Pensar que el capitalismo había creado su tumba con el proletariado no era más que un sueño de revolucionarios. En sus últimos diarios, Sándor Márai tenía comentarios sobre estos pequeños burgueses que querían redimirse de su clase llevando a los pobres a la revolución.
Pero las revoluciones rusa y china no se habían hecho por una clase obrera que quería acabar con el capitalismo para crear una sociedad sin clases. Eran la movilización desesperada de los que no podían soportar lo sostenible, de los que no tenían nada que perder. Ni los obreros ni sus sindicatos luchaban por el comunismo: o luchaban por dejar de serlo o por mejorar sus condiciones de vida. ¿Para vivir como la clase media? Porque hablemos ya de clase media, término que sustituyó al de pequeña burguesía, que molestaba mucho a los marxistas que pensaban que las clases sociales debían definirse por criterios objetivos: propiedad o no propiedad de los medios de producción. Pero en los países centrales y semiperiféricos aparecían asalariados con funciones directivas en multinacionales o grandes empresas o bancos que tenían más poder que la mayoría de los empresarios. Y todo un sector de los trabajadores cualificados con unas condiciones de vida más que aceptables. Seguramente lo que consiguieron muchos obreros en el pacto social de las sociedades liberales fue vivir como una clase media. Porque finalmente, ¿no es lo que sueñan todos los migrantes desesperados que llegan de los países pobres a los ricos?
Aristóteles, en su Política consideraba que la clase media era la garantía para una sociedad democrática. Los ricos tenían privilegios por defender y ésta era siempre su apuesta, y los pobres no tenía ni tiempo ni formación para dedicarse a la vida ciudadana. Evidentemente, no me apunto a este discurso, me parece que de lo que se trata es de dar a la clase obrera formación y tiempo para dedicarse a la política. Pero pertenecer a la clase media puede tener su dignidad. En realidad, nadie quiere ser pobre y está bien no querer ser rico. Y ser de clase media no significa ser hipócrita y mezquino como en las imágenes que muestra Brecht en su obra de teatro. En realidad, no comporta nada. Profesores, médicos, técnicos… pertenecemos a la clase media. Es lo que somos, empezando por estos profesores izquierdistas que se dedican a criticar a su propia clase. Pero la pertenencia a una clase es algo objetivo: hay que aceptarlo y desde aquí hacer una apuesta ética y política. No desde un lugar imaginario. De hecho, en las sociedades liberales el soporte electoral de la socialdemocracia está, en gran parte, en la clase media.
No voy a hacer aquí tampoco un elogio de la clase media. En los años ’60, los jóvenes que provenían de esta clase, al margen de las ilusiones de una sociedad sin clases, se manifestaron, desde los beatniks o los hippies americanos hasta los probos holandeses, por una alternativa a la vida pequeño burguesa de trabajo y familia que veían en sus padres. El sociólogo americano Richard Sennett, que en su juventud perteneció a estos movimientos, escribió en su madurez dos libros muy críticos con las ilusiones de su protesta juvenil. En el primero, El declive del hombre público, muestra que las convenciones son protocolos necesarios para moverse en el espacio público y que el espontaneísmo en unas relaciones son mediaciones que solo conducen a la confusión y el malentendido en esas relaciones. En La corrosión del carácter, cómo el antiguo trabajador de clase media, con unas estructuras personales, familiares y laborales estables y sólidas, pasa a ser en el capitalismo neoliberal el sujeto precario e inestable en su trabajo y en sus relaciones.
Como miembro de la clase media, para hablar en término personales, he de decir que huyo siempre en encerrarme en esta clase. Nunca he querido llevar a mis hijos a las típicas escuelas concertadas españolas donde lo que hay es, casi exclusivamente, hijos de la clase media. Porque hay una satisfacción de clase que me repele. No se trata de estar satisfecho de ser de la clase media. Se trata de aceptar esta condición sin ningún mecanismo de identificación. “Sentirse de clase media” me suena de lo más ridículo. Como decía, siempre he llevado a mis hijos a centros públicos, cosa que en España no implica ningún problema de calidad de enseñanza y permite a los niños y adolescentes convivir con los hijos de familias obreras o migrantes poco favorecidos. Esto es la vida y lo que te hace aprender, no vivir en una burbuja con los “iguales”.
Cada cual forma parte, por criterios objetivos, a una clase social. Somos sujetos singulares que no nos definimos por esta clase pero que nos sitúa en la estructura social. Nadie debería negar la clase a la que pertenece ni idealizarla. Aquí está, con toda su heterogeneidad. Pero tampoco pretender ser ni hablar de una clase a la que no se pertenece. La clase obrera no va al paraíso, ciertamente; la clase media, tampoco. Prefiero ser de la clase media que de la clase obrera. Pienso, además, que la clase media debe unirse a la clase obrera para defender el Estado de Derecho frente a los intereses de los ricos, o de cualquier oligarquía. Pero no me gusta que me consideren “pueblo”. Prefiero ser un ciudadano con otros ciudadanos y vivir con los otros con seguridad y libertad.
En definitiva, que soy de clase media. Un pequeño burgués. Qué le vamos a hacer. Hay cosas peores.
Luis Roca Jusmet