La tierra tiembla o la imposibilidad de la promesa
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La tierra tiembla o la imposibilidad de la promesa

Reseña de Vivir sin lengua. Cuando el tiempo ya no hace historia, de Pablo Aravena.

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Vivir sin lengua, de Pablo Aravena, es un libro intempestivo, reactivo contra su presente, incómodo y fascinante. Asumiendo la imposibilidad de seguir pensando el futuro como disponible en un horizonte de crisis planetaria, pandemia y un estado de ánimo epocal ligado al desastre, Aravena asegura que “estamos simplemente mudos, sin lengua” (p. 18). De algún modo, parece reeditar aquella crisis de la experiencia tematizada por Walter Benjamin en 1933 cuando en Experiencia y pobreza aseguraba que después de la Primera Guerra Mundial una generación había quedado sin palabras frente a una catástrofe de proporciones desconocidas, cuya nominación era por entonces im-posible. Aravena, por su parte, no dice que no tenemos palabras, sino que asistimos sin lengua a una experiencia histórica que podríamos, si no nombrar, eventualmente atenuar algunas de sus consecuencias devastadoras. A la luz de estas consideraciones, como buen historiador, se pregunta por la posibilidad de la historia, la disciplinar y la otra, la práctica, la cotidiana, pues ¿cómo confiar en el conocimiento histórico cuando ya no hemos dejado casi nada en pie?

 

Entonces, ¿cómo hace la historia para sobrevivir en el estado de aceleración constante al que somete la lógica neo-neoliberal-capitalista en la que configuramos nuestras miradas hacia el pasado, nuestra imaginación sobre el futuro y nuestros modos de subjetivación en general? ¿Puede la historia -la disciplinar y la otra- seguir enseñando algo? Aravena especula si la mirada al pasado no nos sumerge en una melancolía inoperosa, que poco se preocupa por transformar el presente de acuerdo a sus enseñanzas. En todo caso, Vivir sin lengua parece inscribirse en una suerte de “melancolía operante” à la Benjamin, pues insiste sobre el pasado para modificar la realidad política actual.

 

Nacido bajo el signo de Saturno como recordaba Susan Sontag, Benjamin habitaba la melancolía sin sumergirse en un desprecio por el presente y confiando en que siempre hay algo para hacer (cine aún durante los fascismos, novelas y obras de teatro aún en la crisis de la narración, historia aún en los años del pacto Molotov-Ribbentrop). Aravena se pronuncia en esta dirección. ¿Habrá, entonces, lugar para una melancolía “activa”, que se anime a “melancolizar” sin someterse a la incapacidad? Pues una vida sin pasado poco puede esclarecer sobre su presente y “una vida sin futuro suele oscilar entre el hedonismo y la depresión” (p. 29), como expresa con toda contundencia.

 

En parte de su obra, Aravena se aboca a problematizar lo que François Hartog llamó el régimen de historicidad presentista. Sin negar que lo habitamos y sin resignarse a no ponerlo en crisis severamente. En la tradición médica, “crisis” es el momento en que el médico debe decidir si el paciente muere o logrará sobrevivir; en la tradición cristiana, es el último juicio pronunciado por Cristo al final de los tiempos. Ambas tradiciones comparten la preocupación por el tiempo, por un tiempo final que exige respuesta. Cuando actualmente pensamos en la idea de crisis, se nos aparece más bien la imagen de un momento sin cronología, por fuera de la linealidad y el tiempo “normal”; de algún modo, la crisis es un “sin tiempo”, es crisis y no tiempo. Aravena se mete de lleno a pensar esto como indagación sobre el tiempo de, con y sobre la historia. Esto conlleva también indagar sobre el futuro y su promesa de felicidad o calamidad. De Reinhart Koselleck toma esta genealogía que parece tener en el siglo XVIII su punto nodal; de propuestas más contemporáneas como la de Paolo Virno, Aravena recoge la necesidad de explorar una suerte de “incapacidad natural” para adecuarse a las exigencias contemporáneas y sus herramientas inaprensibles. Aravena recorre estas sinuosidades aferrándose a la historia, pero convencido de su fragilidad, pues en este marco, se vuelve imposible “la experiencia de lo posible: la historicidad” (p. 49).

 

Entonces, ¿cómo seguir imaginando lo posible? ¿Cómo aprehender algo del pasado que sirva para entender los “tiempos modernos”? La modernidad se despojaba rotundamente de la tradición como nuestra contemporaneidad lo hace del futuro. En este vaivén, el presente queda ligado a representaciones fugaces, a momentos, a períodos cortos, a acontecimientos difíciles de capturar. Aquí la alusión brillante de Vivir sin lengua a “Tiempos modernos” (Modern Times, 1936) de Charles Chaplin. En ese filme, Aravena encuentra tres temporalidades cruzadas -el trabajo, la máquina y la aceleración-, que instalaban lógicas de sumisión del cuerpo y la mente. Hoy la inquietud por la temporalidad parece alojarse en los resquicios que escapan a las fake news y a las historias de Instagram. La tríada “trabajo, máquina y aceleración” ya no da cuenta de un tiempo que parece representarse más en la sincronía que en la sucesión; más en el solapamiento, que en la linealidad. Un tiempo que se fuga y se aplasta. Y ahí nuevamente Chaplin. Aravena recuerda algunas escenas clásicas del vagabundo devenido obrero-engranaje en Tiempos modernos. Recordemos una más: ¡la máquina de comer Beloux! “Alimente a sus trabajadores mientras siguen trabajando”, “elimine la hora del descanso, ya no la necesitarán”, dicen los carteles de un film obstinadamente mudo cuando el cine ya hablaba hace años. Se trataba de un invento pensado para el aprovechamiento total(itario) del tiempo, a tal punto que el obrero ya no tendría que perder tiempo ni en reponer su fuerza de trabajo -recordemos que en el baño también hay pantallas y control. Un robot fabuloso reduciría ese gasto de producción al mínimo. Naturalmente, el episodio termina con una máquina enloquecida que azota al obrero mientras desperdicia tiempo y comida. A la genialidad de Chaplin de seguir con los movimientos espasmódicos de su cuerpo aun cuando ya no ajusta las tuercas en la cinta transportadora, se suma aquí la voluntad -todavía imperfecta- de que el obrero ni siquiera restituya lo mínimo necesario para ser un simple animal laborans. Entonces, nuevamente, ¿cómo seguir pensando la historia y sus lenguas cuando estos diagnósticos no han dejado de oscurecerse?

 

Tal vez una de las inquietudes más contundentes de Aravena sea que la pérdida de pasado y futuro es un secreto a voces que a nadie parece preocupar. Enmascarada por los medios de comunicación y las redes, hoy esta desaparición no le importa a nadie. Tal vez sí a los mismos intelectuales y artistas a los Benjamin hablaba en su testamentario texto de 1940. Como en aquel Sobre el concepto de historia, Aravena se pregunta si todavía podemos aprender algo de nuestro vínculo con ella. Si en otro tiempo la historia era magistra vitae, ¿de qué vidas habla hoy y a quién interpela? La modernidad se instalaba en un punto de no retorno “contra la tradición” apuntando a un futuro que un siglo y medio después entrará definitivamente en crisis y hoy vemos explícitamente amenazado. No es un desasosiego filosófico, es una catástrofe inminente.

 

Nuestro vínculo con el pasado está, como bien explicita Vivir sin lengua, ligado más a la industria cultural que a la historiografía. Visitando el pensamiento de los historiadores, teóricos y filósofos de la historia, Aravena vuelve sobre viejos y nuevos problemas alrededor de nuestras figuraciones del pasado. Como responsable lector de Hayden White que es, parece glosar con agrado la postura de Herman Paul en La llamada del pasado, en donde se defiende la insistencia en el estudio de la historia con la condición del desplazamiento de sus objetos: los “hechos históricos” de antes son ahora “diversas formas de relacionarse con el pasado en nuestra cultura” (p. 91). Esto implica asumir la polifonía y la experiencia como pivotes centrales de algo así como un “concepto de historia” habida cuenta de que el actual consumo del pasado y la memoria está vinculado a la industria del entretenimiento más que a la teoría.

 

De allí se desprende en parte el escepticismo de Vivir sin lengua, pues “hoy el pasado nos es cada vez menos accesible” (p. 94). Si esta afirmación parece ir a contracorriente del omnipresente “boom de la memoria” y la fascinación con la museificación de la vida y la conversión de casi todo en “patrimonio”, en realidad exhibe el reparo de su autor frente a la digestión rápida para el gran público, vieja conocida de la aceleración capitalista. El pasado inaccesible es ese que queda preso en las discusiones académicas y sus exigencias productivistas, mientras el futuro se diluye en un espectro cada vez más frágil, que ni resulta amigable ni asusta, sino que es solo un fantasma.

 

Las derechas globales convergen en este punto y desdibujan cada vez más sus contornos respecto de las democracias liberales. Todas acuerdan en la necesidad de habitar la incertidumbre, arrojando una suerte de presentismo sin siquiera la “satisfacción” capitalista de habitar el propio tiempo y construir la propia vida. En efecto, el horizonte contemporáneo nos obliga a vivir en un tiempo tan precario que ya no parece pertenecerle a nadie.

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Vivir sin lengua

Cuando el tiempo ya no hace historia

Pablo Aravena

126 pág.



 

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