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Lo hechizo de la lectura pulsional


“Porque de la palabra que se ajusta al abismo

surge un poco de oscura inteligencia y

a esa luz muchos monstruos no son ajusticiados”.

Enrique Lihn


La pulsión de Freud. Psicoanálisis, literatura y cine, de Teresa de Lauretis (Pólvora Editorial 2020), es una obra que no sabía, ni esperaba, directamente que resultara tan necesaria de ser leída. Lo cierto, es que por mi formación y por mis inquietudes, desconocía hasta el momento, la obra y figura de De Lauretis, y los antecedentes con que cuento hoy, y que me invitan a animar a su lectura y a las palabras que siguen, se sustentan y se recortan tan solo de la primera lectura que tuve de esa obra (y que sin duda supondrán más, advierto desde ya).


Lo que abrió la curiosidad es la introducción que de la obra y de la conceptualización de Jean Laplanche pone en circulación en el medio chileno.


Un día, hace ya varios meses, estaba preparándome un café en la consulta que compartimos con el Lucas Sánchez y otras geniales colegas, e imprevistamente éste se me acerca para preguntarme por unos textos puntuales de Laplanche (que curiosamente nada tenían que ver con el Diccionario de Psicoanálisis del mismo autor, en co-autoría con su amigo Pontalis, y que resulta una visita forzada para cualquiera que quiera pensar el psicoanálisis, generalizando el nombre de Laplanche en nuestro medio universitario, aunque no el conocimiento de su obra propia). Lo cierto es que me inquieté y me emocioné por su pregunta. Hace unos cuantos años que visito y revisito a Laplanche, y pensaba que, por fin, tendría un compañero de reflexiones y meditaciones sobre su re-lectura del psicoanálisis freudiano.


Lo cierto era que estaba equivocado.


Lucas me preguntaba porque necesitaba cotejar las traducciones al castellano de Laplanche, que en su mayoría son de una discípula argentina de éste, la también grandísima psicoanalista Silvia Bleichmar, con las traducciones realizadas directamente del libro inglés al castellano; labor dificultosa hecha con maestría por Silvana Veto, y que permite hoy y por fin introducir en las poblaciones la obra de De Lauretis, y de contrabando la de Jean Laplanche.


Es en el capítulo tercero “El espacio queer de la pulsión: releyendo a Freud con Laplanche” que el autor aparece minuciosamente comentado. El título del capítulo no deja de resultar ciertamente inquietante, pero más adelante lo explicaré y me haré cargo de su sentido.


Allí de Lauretis explica los diversos momentos de la lectura que hace de Freud en general, pero de la pulsión en particular, el teórico francés Jean Laplanche. Para esto toma la teoría de la seducción originaria como estructurador de su síntesis y lectura. En dicha teoría Laplanche siguiendo de cerca el espíritu freudiano y su forma de leer textos, hace decir a la teoría psicoanalítica (de a momentos con Freud, y en otros momentos contrario al mismo), que el núcleo central del psiquismo humano es el traumatismo psíquico.


Traumatismo abandonado por cierto Freud de 1896 en el que sus histéricas se organizaron para mentirle. En ese punto es que Freud abandona la idea relevante de la seducción como una wirlichkeit, es decir, como una realidad material efectiva histórica por la idea de fantasía histérica. Ese movimiento tendría una serie de consecuencias perniciosas, a juicio de Laplanche.


Y es que el traumatismo para Laplanche, siguiendo de cerca y atentamente los textos tempranos publicados a pesar de Freud, a saber, el del Proyecto de Psicología para Neurólogos como el de las Cartas a su amigo Fliess, el traumatismo bien digo, es para este autor el encuentro concreto de la guagua con su cuidador, el adulto, quien transmite en su contacto inicial y más o menos de modo continuo una serie de mensajes “enigmáticos”; ello en la medida que dichos mensajes, la mayor parte de las veces sensibles, corporales, rítmicos, más que significantes, contendrían más de lo que parecen contener (siguiendo la definición de enigma de Levinas). Ello pues, no sólo porque la guagua en su pasividad inicial recibe algo para lo que no está preparado entender, sino tan solo demasiado tardíamente, demasiado póstumamente, sino también puesto que existiría una pasividad en el adulto mismo al transmitir algo que no sabe ni entiende de ese conjunto de mensajes que él o ella misma parece proferir: un deseo que el mismo adulto continuamente tratará de desentrañar en distintos momentos de su propia vida. Ese mensaje enigmático ingresa y se implanta, como espina en la carne, como un diodo en el cerebro de una rata, y opera como una alteridad inagotable que anima la subjetividad del sujeto; y que solo en un segundo momento, como he adelantado, ya demasiado tarde, intentará de exorcizarlo, de interpretarlo, de actuarlo, de agotarlo. Es la incrustación de esos mensajes enigmáticos el núcleo del movimiento del cachorro humano, motor de la misma pulsión. Como dice de Lauretis:


Los residuos intraducidos (que no se pueden exorcizar) “...de los significantes enigmáticos permanecen activos en lo inconsciente, [como] entidades internas: impulsos, necesidades, deseos o fantasías rudimentarios; son enigmas que el yo en desarrollo va a intentar traducir y reproducir una y otra vez en diferentes momentos de la vida psíquica de acuerdo con códigos, lenguajes, discursos o saberes disponibles al sujeto en cada uno de estos momentos” (p. 114).


De ahí que sea el otro en su mensaje que fundaría la pulsión, y no, como cierto psicoanálisis (incluyendo a Freud) supone, que una suerte de energía interna y filogenética se las vería en obligación de constituirse en virtud del Yo, en deseos, acciones entre otros. La pulsión es la interiorización de una exterioridad, y no una exteriorización de una interioridad[1]. Así, apurando las cosas, “La pulsión emerge de una falla en la traducción [del mensaje ingresado pasivamente]” y por lo mismo “...la pulsión sexual misma es enteramente una pulsión a traducir” (p. 121).


Desde esa interpretación es que Laplanche, con justa razón cuestiona la deriva de la noción de la pulsión freudiana como un extravío biologizante. Pues suprime la dimensión histórica, lingüística, material y cultural del origen y operación de la pulsión desde su objeto-fuente.


Y es en ese punto a mi juicio donde viene el gesto de lectura más potente y novedoso de De Lauretis sobre la pulsión laplancheana. Y es que la autora muestra, -estando de acuerdo con el lugar de la alteridad, del otro, en la construcción de la psiquis, de la subjetividad- el modo en que Laplanche se hace cargo de las pulsiones eróticas y de muerte, lo que es traducido por éste como un movimiento de ligazón, de construcción, de conexión y articulación, versus su contracara, un movimiento de desligazón, de destrucción, de desconexión y desarticulación: o a decir de Lauretis, de incivilidad. Tal movimiento de desarticulación y rearticulación es el movimiento propio de la operación traductiva (siempre implica un inarticulado, una rearticulación, una desarticulación, y así, una operación inacabada, con restos), por lo que Laplanche, en cierto modo enlaza las dos modalidades de la pulsión a esa operación de traducir. Y aquí viene el punto central: Para Laplanche si señalamos que existe una necesidad de algo vital que reúna la vida, la potencie y la desarrolle, ello quiere decir que por una “necesidad estructural” requiere un principio contrario: de anti-vida; lo que acabo de decir está parafraseando a Laplanche. Pero ¿Es acaso eso cierto? Y para esta pregunta seguimos de cerca a de Lauretis: ¿Es que Freud se esforzó trayendo un lenguaje biológico, religioso, de su propia vida, de su nieto, de mitos y literatura, e intentó hacer un montaje y un ensamblaje solamente para llenar una necesidad estructural, lógica, compensatoria, a saber, la de que si asumimos que hay algo que une y conecta en la vida hay otra cosa que desune? ¿Lo hizo acaso por un balance homeostático, contable, racional o dialéctico? La respuesta de de Lauretis es categórica: por supuesto que no.


Y en ese no, está lo más importante y arriesgado -a mi modo de ver- del intento de la autora teóricamente. Y es que lo que ella intenta traer es la noción de pulsión de muerte como una forma de leer, no una necesidad estructural, sino una experiencia concreta. Siempre y cuando entendamos el prefijo ex de esa palabra como una salida de la casa, como un exilio de lo propio, como un encuentro con la exterioridad. Una experiencia inquietante y actual; al decir de la autora: “El tiempo de la teoría es siempre el ahora” (p. 18). Y por lo mismo es que su objetivo es claro, y así lo dice: “El proyecto, o el deseo, de este libro, es reflexionar sobre la relevancia de la teoría Freudiana de las pulsiones para la historia de nuestro presente” (p. 16).


¿Qué es eso que resulta acuciante, insistente, extranjero, hostil, enemigo y que Laplanche normalizó tratándolo como necesidad estructural? Como lo dice la autora: “... el sentido y la fuerza de algo en la realidad humana que resiste tanto la articulación discursiva como la diplomacia política, una otredad que amenaza el sueño de un mundo en común” (De Lauretis, 2023, p. 28, énfasis añadido). Y continúa: “Dado que hoy el mundo nuevamente se oscurece, quisiera recuperar la sospecha de Freud de qué la vida humana, tanto individual como social, está desde el inicio comprometida con algo que la tocaba, por algo que trabaje en contra de ella; algo que puede trascenderla, no desde arriba o atrás, si no desde el interior de la materialidad misma” (p. 28, énfasis añadido).


Es ese imposible de decir, pues va a contramano del logos, el que intenta nombrar, leer y traducir (usando el sentido de Laplanche) desde la noción de pulsión de muerte, y entendiendo (como también lo hace el mismo Laplanche, y que no se olvide esto) también el modo de montar y de componer que hace el mismo Freud, como cuando intenta nombrar ese indecible de la pulsión de muerte, usando diversos lenguajes, estrategias y formas. Uniendo lo impropio para poder decir algo de esa experiencia en el que las palabras no parecen alcanzar si se mantienen en el decoro de la lógica. Acabo de decir “uniendo lo impropio”, y lo hago con un cierto propósito; pues ese es el uso que quiero traer a ustedes de la noción de metáfora: Me interesa una metáfora, esa que Aristóteles define como una unión de lo impropio, es decir como la unión y fusión de clases y géneros distintos. Eso en biología se llama hibridaje, y que también supone la combinación de dos especies que no tendrían por qué hacerlo. Y es justamente eso lo que hace Freud en su escritura para poder decir algo de eso indecible. En ese sentido, me interesa que se entienda el lenguaje metafórico que se requiere para decir lo indecible, no sólo como un gesto poético, ni un gesto lingüistico, sino como un gesto de montaje de lo que no tendría sentido del todo en su soldar, ensamblar. Levinas en un contexto muy distinto afirma que la filosofía es justamente hacer ver las chispas de lo indecible y del más allá por medio de este mismo lenguaje que usamos. A decir de Levinas, esa traición de usar barbarismos, o de usar el lenguaje en su locura conectiva es “probablemente [lo que] constituye la tarea misma de la filosofía” es el precio a pagar por la “indiscreción respecto a lo indecible” (Levinas, 1987 [1978] p. 50). Impropiedad e indiscreción, he ahí la noción de metáfora que me interesa traer y recuperar acá.


Por eso De Lauretis afirma al comienzo del texto que se pregunta “...si nuestras epistemologías pueden sostener el impacto de lo real; si nuestras teorías y prácticas epistémicas, [...] es adecuado para confrontar el aquí y ahora” (De Lauretis, 2023, p. 28). Y creyendo que no a esto, es que se pliega a la noción freudiana de figurabilidad o espacio figurativo, como noción convalidable a lo que seguíamos nosotros desde otros autores: “una teoría de la pulsión debe abrir paso a la dimensión figurativa del lenguaje hacia el espacio del pensamiento y suspender la exigencia de una coherencia racional, científica y referencial. Freud por supuesto era consciente [...] de la polivalencia del lenguaje, [...] la figuralidad del lenguaje, su creatividad y sus caprichos, está también patentemente activa en su metapsicología, desde la imaginería óptica del aparato psíquico como una ficción y un espacio virtual, en la primera tópica, hasta su imperturbable e inequívoca ecuación de término científicos el lenguaje figurativo, en la segunda” (p. 143-144).


Es esa figuralidad, como el intento de darle forma a lo que excede, lo que exige otras modalidades de lectura, o más bien, exige entender la lectura en un sentido más radical aún, en su sentido siempre vinculado a la traducción, a la metáfora, al hibridaje y a la figuralidad.


Como sintetiza Bascuñan:


El llamado de un texto podría articularse, mínimamente, más o menos así: “léeme, ¿serás alguna vez capaz de ello?” (Derrida 1993, 40). Una lectura que respondiere a este desafío no sería, pues, mera repetición maquinal de lo leído […] tampoco sería una apropiación total y sin discriminaciones de un texto transparente, que se deja leer sin resistencia alguna, sino la alteración, o más bien, la reinvención —siempre parcial e incompleta, estratégica y selectiva en su pro- ceder— de una ilegibilidad abierta (porque apelativa, seductora, desafiante) en legibilidad. La legibilidad de un texto es inseparable de su ilegibilidad. Solo se lee lo ilegible. (Bascuñan, 2022 pp.165-166).


Leer lo ilegible como parcialidad, selectiva y sobre todo estratégicamente. Labor siempre impropia, traicionera, negociadora, con pérdida como de un duelo. Precios a pagar para armar, ensamblar y componer materiales que operen el sentido de una experiencia imposible de decir como es esa locura de la pulsión de muerte. La traducción en esos términos operativos, sin duda, van mucho más allá de una pura semiótica, mucho más allá de la reducción de todo a lenguaje. Suponen, cómo ha insistido varias veces, de la construcción de algo que toma diversos materiales para poder resolver un problema concreto del presente. Como dice De Lauretis el tiempo de la teoría siempre el ahora, lo que supone la urgencia y el asedio de las necesidades de la actualidad. Una actualidad que no se puede quedar en la epistemología y lógicas clásicas. Por ello es que deseo dar un paso más y hacer ingresar un concepto que el trabajo clínico me ha insistido una y otra vez en lo que refiere al trabajo de traducción y de lectura. Creo que hay un concepto latinoamericano, y también muy chileno, que resume muy bien esta construcción, esta traducción nunca cerrada y siempre parcial, como también el modo particular en los que los sujetos se construyen y se soportan en sus relaciones. Ese modo es el de lo hechizo. Me gusta la noción de “lo hechizo” precisamente en virtud de su polisemia. Polisemia reconocida incluso en la Real Academia de la Lengua Española. Allí se entiende por hechizo aquello que es “artificioso o fingido”, “postizo”, algo “contrahecho”, “falseado”, pero también como aquello que resulta mágico milagroso, en el sentido se producen resultados contrarios a las leyes naturales valiéndose de ciertos actos o palabras, o con la intervención de seres imaginables.


Lo hechizo es el modo en el que se resuelven problemas o situaciones con lo que se tiene a mando, y del modo que se puede puntualmente, llevado a cabo con la astucia momentánea, en un abrir y cerrar de ojos, de quien resuelve. En ello no hay sentido más profundo que la urgencia de la cotidianeidad con los materiales disponibles. Es la creación de una normatividad con lo que se tiene, con los materiales que se disponen. Si se piensa bien lo hechizo, ésta se da como la construcción o el arte de lo provisionalmente permanente, o de un por mientras para siempre: “Se hace por mientras, sin afán de permanecer ni de ser provisorio, olvida esa diferencia y termina siendo definitivamente ocasional” (Trabajos de Utilidad Pública, 2022).


Así lo hechizo no sólo plantea una temporalidad, sino una ontología de la vida, reestablece de una nueva manera la idea aristotélica de la metáfora como la corrupción originaria del nombre, o dicho en otros términos como la corrupción del nombre propio: movimiento de conexión de lo impropio, con lo impropio. La impropiedad conectiva es lo que Deleuze y Guattari llaman máquina, en las que ninguna naturaleza ni propiedad las coordina más que la contingencia propia de los problemas. Visto desde ese punto de vista, lo hechizo es la capacidad de que los agentes puedan hacer norma, de que funden normas, de que sean normativos. Allí, en ese punto lo hechizo es el modo mágico, milagroso, de poner una cinta aquí, de agregar un metal allá, y de permitir que las cosas sigan funcionando de algún modo digno, a pesar de todo, a pesar de lo excesivo de la exigencia, como la cadena mágica que describe la antropología en pueblos originarios y que Deleuze y Guattari parecen oponer a la idea lacaniana de cadena significante. La cadena mágica “...reúne vegetales, trozos de órganos, un pedazo de vestido, una imagen de papá, fórmulas y palabras” (Deleuze & Guatari, 1985 p.187).


Esas evocaciones que nacen de Lauretis y que muestran que el trabajo de decir la indecible pulsión de muerte son justamente la construcción hechiza de una traducción incompleta, pero no por ello menos poética ni menos útil en su fragilidad y precariedad de artefacto.


Es ahí que volvemos al curioso título de De Lauretis, en el que llama espacio queer a la pulsión, lo que yo traduciría en los términos propuestos acá como una composición hechiza. Lo queer, más norteamericano, menos chileno, remite justamente al hecho de un constructo relativamente arbitrario, móvil y desplazable en donde la naturaleza se esfuma pues lo queer milita lo artefacto, lo momentáneo, lo ensamblado, lo artificioso. Nudo gordiano, en donde las distinciones se difuminan, en virtud de una cierta arbitrariedad y necesidad del link, del vínculo, del ensamble[2]. En sus palabras, así expresa de Lauretis este nudo gordiano. En la pulsión


“... las oposiciones categóricas entre lo psíquico y lo biológico, entre el orden del significante y el de la materialidad del cuerpo, o entre el orgánico inorgánico, ya no se sostiene más. Éste es el espacio figurativo habitado por la pulsión de Freud, un espacio no homogéneo y heterotopico de pasaje, de tránsito y de transformación “entre los psíquicos y los somáticos”, donde entre no alude a la lógica binaria de la exclusión, sino que figura el movimiento de un pasar. La pulsión es, ella misma, una figura paradójica”. (p. 33)


Así, de Lauretis no solo nos permite reingresar de un modo nuevo y laplancheano a la pulsión, sino que nos provee de una modalidad para entender la traducción desde una epistemología distinta, y a la lectura como un trabajo continuo con lo ilegible.


















[1] “En el primer momento de la represión originaria, la implantación del significante enigmático en el Infante, constituye al mismo tiempo su inconsciente primordial y su naciente yo-instancia; en el segundo momento, el residuo no-traducido/ intraducible es internalizado en el yo instancia para formarse entonces en el objeto-fuente de la pulsión” [2] Análogo un piercing, en el placer de la prótesis sin género que brinda, el bio puerto anula y evita todas nuestras identidades sexuales actuales: masculino, femenino, hetero, homo, gay, lesbiana, bisexual, transexual, transgénero y Queers. Es, en otras palabras, una figura de la independencia de la sexualidad respecto del género, una figura de una pulsión más allá del alcance de las investiduras objetables del yo.


Barbarie es un espacio para el pensamiento crítico que acoge diversas y divergentes posturas. Las opiniones vertidas son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan, necesariamente, los puntos de vista de esta publicación.

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