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Mirar por la ventana



Con el otoño llegó la temporada de recolectores de castañas. Los veo a través de la ventana: pequeños grupos familiares con varillas medianas usadas para golpear las ramas de los árboles y apurar la caída de los frutos, que crecen apiñados en un saquito vegetal de aspecto muy similar al de los erizos de mar, esferas del tamaño de un puño llenas de púas que seguramente cumplen una función protectora para su correcta maduración. Las castañas me recuerdan a mi madre, que todos los otoños las consume con fruición luego de cocerlas por un par de minutos en una olla. El ejercicio es sencillo y tiene algo de ritual: cuando los frutos pierden el calor, remueve un poco de su cáscara con una cuchara y con el mismo utensilio raspa su carne, que tiene un dulzor moderado. Para ella, pienso ahora, debe ser similar a comer nueces o quitarse el esmalte de uñas con acetona: tareas mínimas cuya consumación se transforma en un breve ejercicio de concentración que congela el tiempo. Por alguna razón, la imagen de las uñas me recuerda un poema de Marina Arrate que leí en Elogio del odio:


Píntame los pies píntame las uñas de los pies ahora que los tengo extendidos preciosos, nítidos sin mácula

transparentes esmaltados, todo lo más precioso que hayas visto píntame los pies

y reza.

Ahora que todo cae como una película horrorosa de ciencia ficción

por favor

píntame los pies, las uñas de los pies […]


El tono de voz del poema me recuerda a la protagonista de Cleo de 5 a 7 de Agnès Varda, que en un momento dice algo así como «mientras soy hermosa estoy más viva que los demás». Quizá también estamos más vivos mientras cascamos nueces o comemos castañas.


Pero yo no quería escribir sobre esto sino sobre el acto de mirar. En este caso, a los recolectores que estos días han poblado el parque en reemplazo de los pasteros que buscan una lata que se vuelva pipa de ocasión o el vecino que pasea sus perros. Detenerse un rato en la ventana y mirar a quien sea que camine por ahí: trotadores, parejas de la tercera edad que salen a estirar las piernas, niños que improvisan una pichanga. El poeta Vicente Rivera me contó hace poco sobre sus ejercicios de entrenamiento ocular: además de aprender a reconocer diversos tipos de ave, sus largas estadías en la playa de Flamenco lo han acostumbrado a buscar pequeños restos arqueológicos, vestigios luminosos diría Gustaf Sobin: fragmentos de algún utensilio, señas de un conchal, flechas mínimas.


Alguna vez un psicólogo me contó de un método terapéutico descubierto por una psiquiatra cuyo nombre no recuerdo y lo mismo da para estos efectos: mientras paseaba por la calle notó que en el simple ejercicio de observar el movimiento de los autos y las personas ocurrían en ella ciertos insights. Epifanías lentas que permiten desenredar el cableado cerebral para evitar cortocircuitos. Los escritores-caminante son legión, pero también podríamos llamarlos cámaras en movimiento. Algo así como los experimentos cinemáticos de Dziga Vertov en clave lárica, por ejemplo; morosos, pausados. Caminata, observación y escritura podrían entenderse como una triada virtuosa para bajarle un par de cambios al bistec eléctrico que tenemos por cerebro.


Pero también está la mirada que luego se vuelve delación. El otro día un amigo me hablaba de la necesidad de una Historia del sapeo en Chile. Con los cincuenta años del Golpe de Estado es inevitable no pensar en esas pequeñas prácticas que terminaron por constituirse en una suerte de micropolítica civil de la dictadura militar. La delación en tiempos de terror supuso también una confianza absoluta en el sapo y en el relato de su propia observación. Otro amigo muy querido me contó hace no mucho sobre la temporada que su padre tuvo que pasar en cana luego que sus vecinos alegaran una supuesta vinculación con «elementos subversivos» (sic). Recibir un par de palos era lo más inofensivo que podía pasarle a cualquiera que cayera en manos de los pelados. La mirada del sapo vuelve tóxica e imposible la vida en común y funciona como una extensión de la repre estatal: la ciudad es poblada de ojos que vigilan y anticipan las múltiples cámaras y ojos mecánicos que más tarde vendrían a instalarse como una necesidad humana básica en nombre del orden social y las agendas de seguridad.


Vindicar la mirada ociosa de pintor sin obra, de escritor de cosas vistas, para usar una expresión de Teillier, parece así una cuestión política: mirar porque sí, goce sin otro fin que estar atento a la luz que se desparrama sobre la superficie del mundo en su reposada entropía. Quedarse quieto un rato, chantarle la moto a esta máquina anfetamínica de producción de cansancio y mirar a un vecino paseando a su perro, una pareja recogiendo castañas. Ahora que todo cae como una película horrorosa, mirar por la ventana.





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