Sobre el deber de memoria
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Sobre el deber de memoria


Se suele admitir que hay un deber de memoria según el cual las comunidades sociales están obligadas a rememorar el pasado como un modo de saldar sus deudas con él. El recuerdo compartido permitiría restañar aquellas heridas causadas por acciones pasadas y que provocaron la muerte, la humillación, el dolor de quienes fueron víctimas y de sus sucesores. Detrás del deber de recordar se esconde el supuesto que se expresa en la famosa aserción de que los pueblos que no conocen su historia están obligados a repetirla. De este modo, el ejercicio de la memoria colectiva permitiría impartir una forma de justicia para restaurar el equilibrio entre los semejantes, roto por la violencia que subvirtió los códigos de la vida en común.

Como bien lo ha señalado T. Todorov en sus escritos, el ejercicio de la memoria por sí misma no garantiza que las situaciones injustas del pasado no se repitan en el presente o en el futuro. Las formas ritualizadas de las conmemoraciones colectivas no son un vehículo que garantice que las sociedades, y sus miembros, revisen su papel en la historia. Más bien, lo contrario. El exceso de las ceremonias de memoria en las sociedades actuales, manifestado en la creación de innumerables espacios conmemorativos, el establecimiento de fechas especiales en los calendarios, la modificación de determinados contenidos escolares y hasta la sanción de algunas leyes en particular; no ha dirigido a la humanidad a una vida más justa en el planeta ni ha evitado los enfrentamientos armados con argumentos casi calcados de los que se usaron hace apenas décadas atrás. Ese ejercicio de memoria que vemos por doquier, por el cual los jefes de estado expresan en actos públicos sus condolencias por las víctimas del pasado o establecen las directrices que debemos seguir el resto de los ciudadanos para cumplir con aquel deber, no parece haber influido en las prácticas de discriminación o violencias de distinto tipo que siguen repitiéndose hoy en día.


Cabe preguntarse, ¿es legítimo un tal deber de memoria? Una primera respuesta a esta pregunta es un rotundo sí. Una forma de paliar los dolores causados es que las víctimas sean recordadas y puedan recuperarse sus historias de vida. Historias que la violencia intentó silenciar. El ejercicio de la memoria es un triunfo frente al silencio y una forma de ejercer una justicia que excede a los tribunales, a los que complementa. Argentina es un país que se edificó sobre la ilusión del “desierto”, al que los blancos (provenientes de los barcos, según una malograda metáfora) logró poblar. Esa fantasía se expresó en libros de textos escolares en los que se nos hablaba de la “Campaña del desierto” para referir a las expediciones militares que el Estado argentino realizó en el afán de expandir sus fronteras en el siglo XIX. Pero esas fronteras no avanzaron sobre el desierto. Ni mucho menos. El estado argentino diezmó a las poblaciones originarias que ocupaban el que hoy es territorio argentino, a través de prácticas que la legislación internacional permitiría denominar sin dudas como “genocidio”. En la actualidad, en el marco de las tendencias internacionales que han llevado a varios países a re-examinar sus políticas para con las poblaciones originarias, Argentina también ha revisado su pasado. Un nuevo paradigma historiográfico ha surgido, no sin disputas, y ya no se admite sin más que fuimos, alguna vez, un desierto. Ese desarrollo historiográfico no se hubiera logrado sin el impulso y reconocimiento de los sucesores de aquellos pobladores que recibieron de sus mayores el relato oral de la violencia de la que fueron víctimas. La violencia ejercida sobre las poblaciones originarias demanda un ejercicio sincero de memoria nacional que permita reconocer los cimientos injustos sobre los que se funda nuestro país. Las injusticias pasadas obligan al deber de la memoria, como complemento de la justicia (la que, aunque tardíamente, en algunos casos ha llegado).

A fin de complementar la respuesta anterior, podemos preguntarnos ahora: aun cuando sea legítimo ¿es suficiente el deber de memoria? La respuesta es, lamentablemente, no. Como se dijo antes, las múltiples conmemoraciones no han evitado la continua reiteración de nuevas tragedias. Pero hay otra razón adicional. La memoria social ejercida bajo una forma ritualizada, como una práctica mecánica en la que no hay lugar para la comprensión adecuada de la injusticia que se busca reparar ni de las responsabilidades que la hicieron posible, genera la confortable sensación de que nuestra deuda con el pasado ya ha sido saldada. Es decir, que ya no hay nada más que hacer. El estreno y posterior éxito en los festivales internacionales (y en las taquillas nacionales) de la película “Argentina, 1985” puede hacer creer que estamos frente a un potente ejercicio de memoria. El llamado “Juicio a las Juntas”, que es el tema abordado en el film, representa un caso único en el que se procesó y juzgó en tribunales comunes, y como responsables de violaciones a los derechos humanos, a los ex gobernantes que integraron una dictadura militar. El valor simbólico del proceso judicial es mayor que sus consecuencias efectivas, dadas las pocas condenas logradas, que en algunos casos fueron bajas o inexistentes.


En la película se aborda un tema complejo del pasado reciente argentino, a través de una mirada sencilla que no pretende ser ampulosa. Tiene un elenco carismático (con un Ricardo Darín estrella indiscutida del cine hispanohablante) y está prolijamente filmada. Es, también, una película en clave heroica que devuelve una visión edulcorada (y hasta simplista) del pasado y de algunos de sus personajes. Como producto cultural, exhibe cierta ambivalencia respecto de aquello de lo que habla. Por ejemplo, en la película uno de los personajes enuncia que hay 30.000 víctimas del terrorismo de estado. Sabemos que el número “30.000” es simbólico y que los archivos disponibles dan cuenta de un número menor de casos registrados. También sabemos que quien tendría que dar esa información es, justamente, el victimario. Es decir, el estado argentino. O quienes lo ocuparon y actuaron en su nombre. Pero en la Argentina hay quienes intentan instalar la idea de que el número “30.000” expresa una fábula que algunos pergeñaron para su propio beneficio. De tal manera que la discusión por ese número expresa dos posiciones frente al último gobierno militar. Una que lo condena sin dudar e insiste en el valor simbólico de los “30.000”. Y otra que matiza su crítica, suavizando la extensión del daño provocado, como si un número menor quitara algo de dramatismo a la práctica sistemática de desaparición, tortura, apropiación de bebés y un largo y escabroso etcétera. Por eso en este punto cuando la película afirma que son 30.000, está expresando una valiosa postura política de condena absoluta al último régimen militar y a su “poder desaparecedor” (al decir de Pilar Calveiro). No se trata de la defensa de un dato desnudo, sino de la expresión de un posicionamiento político claro con respecto al pasado frente a posturas que rozan el negacionismo, cuando no lo exponen abiertamente.


Pero la película también se mueve en otro registro, más acomodaticio podría decirse. Cuando se presenta la dramatización del testimonio de Adriana Calvo, dando cuenta de la práctica de tortura sistemática a la que fueron sometidos los y las prisioneros/as y su propio calvario como embarazada y parturienta luego, se genera una oleada de emoción en los y las espectadores/as que no pueden evitar llorar. Sin embargo, ese testimonio es presentado como el que habría conmovido a la madre del fiscal adjunto, una “señora bien” que, aun cuando reivindicaba al dictador Videla, jefe de la primera junta militar, no podía tolerar la barbarie que se contaba en ese testimonio. Y en esa estrategia se minimiza el contenido del testimonio al ponerlo al servicio de convencer a quienes no habían sido víctimas primarias de la represión ilegal sino, incluso, sus cómplices. La reposición de las palabras de Adriana Calvo, la justa dramatización de la actriz que la encarna (Laura Paredes) y la potencia de sus dichos, exceden ampliamente la función de convencer a los que no querían o no podían creer. A la mayoría de la población, el testimonio de los sobrevivientes del terrorismo de estado, como muchos de los que se escuchan en la película, los obligó a aceptar la crueldad del régimen militar. Crueldad que habían negado a pesar de que las desapariciones, detenciones ilegales y procedimientos violentos contra las viviendas a altas horas de la noche se practicaban a la vista de todos.


Volvamos entonces, ¿puede defenderse un deber de memoria? Sí, bajo ciertas circunstancias. Cuando como comunidad no se ha logrado comprender en toda su profundidad las zonas oscuras del pasado, y en el presente aún se disputa sobre la justicia de las demandas de reparación de quienes son sus víctimas, el deber de memoria es exigible a todos como una forma de nombrar a los vencidos y oponerse, benjaminianamente, al monólogo histórico de los vencedores. Pero también debe decirse que, frente al futuro y a las nuevas generaciones, ese deber debe, necesariamente, pensarse como una herencia abierta a las re-interpretaciones y no como una lista cerrada de tareas a cumplir. Es decir, antes que como un ritual laico de rememoraciones vacías, el deber de memoria debe pensarse como la obligación de revisar nuestras comprensiones de la comunidad (local, nacional o incluso planetaria) de la que formamos parte. Solo así, recordar servirá para intervenir frente a las injusticias que todavía se perpetúan en el presente y amenazan con sostenerse en el futuro. Como dijo Roman Kent en el 70° aniversario de la liberación de Auschwitz: “no queremos que nuestro pasado sea el futuro de nuestros hijos”. Ése es el desafío que hay que superar para poder cumplir con el deber de memoria. Es decir, pensar el pasado en clave de futuro.




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