top of page

Sombras y destellos: buscando la grandeza literaria

Lo busqué por varias librerías, hasta que pillé un ejemplar escondido en la Quimera del Dos Caracoles. Los anillos de Saturno, de W.G. Sebald, era lo que esperaba: un libro de tapas duras editado por Debate, que llevaba en la portada la foto de un hombre internándose en un camino rural. Era un caballero de chaleco sin mangas, sombrero de paja y bastón asomándose al misterio de la ruta. Supuse que no podía ser otro que el mismo Sebald. Lo compré porque era el libro de moda en ese momento, en 2002 o 2003. En 2001, justo cuando el mundo se estaba enterando de la existencia de este escritor alemán excepcional, murió en un choque en una carretera de Inglaterra. Sebald tenía 58 años y había dejado un par de libros que se estaban leyendo como oráculos del extravío de la historia. Los anillos de Saturno, decían, era un texto ejemplar. En mis recuerdos, lo más importante fue tener el libro. Llegar a la casa con él en mi bolso, meterlo en un librero, abrirlo de vez en cuando y pasar las páginas. Me encantaba su título, en parte porque no conseguía calzar cierto sabor de ciencia ficción con un relato que se movía por las ramas, saltando entre historias de pinturas, biografías, fotografías y reflexiones íntimas oblicuas. Por muchos años, me quedé con la sensación de que en realidad no había leído Los anillos de Saturno, sino que apenas había logrado ojearlo. No podría haber comentado de qué se trataba. Sin embargo, cada vez que leía una referencia a Sebald se me aparecía una sensación de un desamparo nebuloso. En el último tiempo he tenido que cambiarme de casa más veces de lo recomendable y en las mudanzas me he topado con la copia de Los anillos de Saturno. Lleva unos veinte años conmigo, jamás la he prestado. Hace unos días la revisé y me encontré con lo inesperado: dos subrayados que hice alguna vez. El primero está casi al principio del libro e impone un tono general al texto: “A veces, cuando miro al horizonte, creo que ya está todo muerto”. Leí a saltos hacia atrás y hacia adelante para darle contexto a una idea tan definitiva, y entonces reconstruí el motor general del libro: Sebald hizo un largo viaje a pie por el este de Inglaterra a inicios de los 90 y luego cayó internado en una clínica ante un colapso general que lo dejó inmovilizado. “Las huellas de la destrucción”, de eso habla en un sentido amplio Los anillos de Saturno, que ahora mismo me parece tan hermoso como insondable. Y, a la vez, abrumadoramente influyente: no hemos hablado lo suficiente del impacto de Sebald en la literatura de fin de siglo, especialmente en aquella que ha avanzado difuminando los límites del ensayo, el diario y la ficción. Sí lo hizo, a su modo, Susan Sontag, antes y mejor que todos. En la misma fila del librero en que tengo a Sebald, hay un par de libros de Sontag. Y entre ellos, uno que apenas miré cuando llegó a mis manos, hace como 15 años. Se llama Cuestión de énfasis, lo publicó Alfaguara en 2007 y recoge ensayos y artículos dispersos sobre cine, fotografía, viajes y literatura. El cuarto texto se llama “Una mente en luto” y empieza con una provocación: “¿Es todavía posible la grandeza literaria? Ante la decadencia implacable de la ambición literaria y la convergente ascensión de lo tibio, lo insustancial y lo insensatamente cruel en cuanto a temas preceptivos de la narrativa, ¿cómo sería en la actualidad un proyecto literario noble?”, lanza Sontag. Y responde: “Una de las pocas respuestas disponibles a los lectores de habla inglesa es la obra de W. G. Sebald”. La nota de Sontag apareció en el Times Literary Suplement a fines de febrero del 2000. Como ella cuenta, los elogios internacionales para Sebald ya habían empezado. Pero solo tras la muerte del escritor, casi dos años después, fue elevado a la categoría de imprescindible en que hoy habita. Creo que es obvio para cualquiera que conozca al menos de oídas la influencia de Sontag en el campo cultural de los últimos cincuenta años que parte de la consagración de Sebald se debe a sus comentarios. Mirando internet me entero de que su texto ha sido sistemáticamente citado, casi siempre poniendo el foco en esa pregunta sobre la “grandeza literaria”. Sin ir muy lejos, Beatriz Sarlo alude justo a eso en una nota sobre Sebald publicada en el diario Página 12 a propósito de su muerte. Y “eso” es lo que me ha venido dando vueltas en estos días: ¿es todavía posible la grandeza literaria? La pregunta de Sontag de hace 22 años siempre es vigente, pero en un ataque de presentismo fatalista se me ocurre que responderla hoy se vuelve cada vez más complicado. No tanto por la imposibilidad de escribir esa literatura, sino porque podría ser más difícil detectarla. El volumen de información disponible es demasiado: no solo tenemos un acceso mayor a libros de todo el mundo, sino que estamos bombardeados por una industria del elogio superlativo que carcome la crítica y la prensa. Y digo esto con cierta responsabilidad, porque soy periodista, trabajo escribiendo sobre novedades literarias en un diario y muchas veces he insistido en el modo bombástico: he firmado decenas de notas sobre el nuevo libro que conquista al mundo o sobre el nuevo escritor que se convirtió en un clásico ineludible de la noche a la mañana. Me acuerdo de la aparición de Karl Ove Knausgård con su serie Mi lucha. 2013 o 2014, por ahí. Fue un huracán. De repente, la prensa especializada anglosajona e hispana, incluidos muchos críticos respetables, empezaron a decir que a ese noruego no le quedaba mal el mote de Proust del siglo XXI. Había escrito no una, sino seis novelas autobiográficas que fascinaron y escandalizaron a los lectores nórdicos, y luego pusieron de rodillas a la elite internacional de la literatura: novelistas estadounidenses como Jonathan Lethem y Jeffrey Eugenides (respetados y onderos), escribieron opiniones y reseñas que colindaban con el tono del fan. Paralelamente, aparecía el mismo Knausgård dando entrevistas en que hablaba del vacío existencial. Y estaba perfecto, porque sus libros eran sobre aquello: un padre de familia que también era un intelectual atormentado por la cotidianidad, que en sus difundidísimas fotos se parecía bastante a una estrella de rock. Siempre iba con chaqueta de cuero y cigarrillo humeante. Lo de Knausgård fue una oportunidad única para presenciar cómo la consagración literaria era propulsada a una velocidad vertiginosa por la máquina publicitaria. O quizás era al revés: se puso en marcha una campaña publicitaria para difundir lo más rápido posible que existía un noruego que había escrito unas novelas que rozaban la excelencia literaria. En esta época, en la que siempre nos quieren pasar gato por liebre, creer en la segunda opción parece ingenuidad pura. Pero una vez que leemos a Knausgård algo se enciende: quizás es cierto, quizás en esas tres mil páginas en que un autor mira su biografía en el espejo laten una cuantas verdades lacerantes sobre la vida de cualquiera y de todos. Y quizás de eso también se trata la grandeza literaria: de revelarnos que en la más absoluta y ordinaria cotidianidad anida un misterio al que, a veces, podemos acceder. ¿Exagero? ¿Digo esto influido porque Knausgård fue publicado en español por Anagrama, la editorial que sigue dictando de qué se trata la sofisticación literaria? ¿O porque Zadie Smith, la autora británica consagrada como la más lúcida de su generación, dijo en algún blurb repetido hasta el cansancio que esperaba cada volumen de Mi lucha como si se tratara de crack? Seguro que sí. O también. Pues todo el proyecto de Mi lucha representa casi lo contrario a “la decadencia implacable de la ambición literaria” que detectaba Sontag hace veinte años. Reconozcamos la ambición, al menos. Aunque en una de esas Knausgård es tan obvio en esa ambición de grandeza que la aventura de su vida termina siendo un poquito insufrible. Pesadísima. Justo lo contrario a la “levedad” de la que hablaba Ítalo Calvino en sus famosas propuestas para el próximo milenio. Entre los leves gloriosos está César Aira, que ha rozado peligrosamente la celebridad literaria internacional. No hace mucho, este escritor raro por antonomasia empezó a ser el objeto del Instagram de Patti Smith, la heroína del punk devenida en coolhunter literaria. Demasiada celebridad para un autor que lleva décadas escribiendo pequeñas novelas disparatadas que desafían la seriedad del concepto de novela. Acaso porque no sabemos definir qué es exactamente lo que escribe y sin embargo lo admiramos casi sin discusión, Aira ha llegado a convertirse en una suerte de genio a contrapelo que opera con sus propias reglas. Junto con Ricardo Piglia representó por años la cúspide de la literatura argentina del cambio de siglo, y tras la muerte de Piglia (un maestro en toda regla) su reputación se convirtió en un murmullo siempre a punto de volverse un grito. La máquina del mainstream empezó a operar: entre premios internacionales -del Manuel Rojas en Chile, hasta el Formentor en España-, Aira llamó la atención del mundo, apareció Smith para bendecirlo con un despacho desde Hotel Chelsea publicado en The New York Times; por un momento, acaso un instante, sucedió lo improbable: este autodeclarado vanguardista que pone en jaque lo que entendemos por literatura estuvo de moda. Hace unos años, yo creía que todo era culpa del éxito explosivo de Bolaño en Estados Unidos tras su muerte. Creía que en esa tormenta estaba el origen de una ola de descubrimientos de parte de la prensa y crítica anglosajona de escritores geniales del mundo que, por fin, habían sido traducidos al inglés. Pero ahora creo que es una cuestión mucho más vieja, más o menos constitutiva del periodismo y que se aceleró con la ambición del breaking news permanente en la era de internet. Supongo que es la época en que vivimos: atrapados en un círculo que gira entre la ansiedad y la decepción, andamos buscando obras geniales que nos deslumbren. Ojalá todas las semanas. Acaso porque leer es más lento que ver una película en Netflix, la velocidad de consagración de los escritores es un poquito más lenta. Pero sucede: de pronto, era imposible saltarse a la nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie. Había que leer su novela Americanah y, más que eso, mirar en YouTube su charla “Todos deberíamos ser feministas”, porque hasta Beyonce la había sampleado en una canción. Más allá de cualquier consideración de corrección política, Ngozi Adichie consiguió muy rápido que le abrieran las puertas de esa zona donde se mueve una elite de celebridades literarias. Suena difícil que exista (¿la inventó Joan Didion?), pero me quedó clarísimo que era real cuando Kendall Roy, el hijo maldito de la familia súper millonaria de la serie Succession, manifiesta una ansiosa esperanza de que Zadie Smith vaya a su fiesta de cumpleaños. ¿Había leído Kendall Roy a Smith? ¿Era necesario leerla? Quizás leer da lo mismo cuando hay una industria dedicada a producir genios literarios con periodicidad. No es fácil hallarlos (¿cómo podría serlo?), pero cada tanto aparece un nombre que, supuestamente, está llamado a deslumbrar al lector. Y como todo esto se equilibra en una delicada línea en la que el esnobismo se mueve hasta la curiosidad real, sucede: los lectores se deslumbran. Se desatan chispazos reales que iluminan zonas oscuras. Bolaño, Knausgård, Ngozi Adichie, Aira, todos deslumbran sinceramente.

Hace dos años se conjugaron todos los astros a favor de Benjamín Labatut y Un verdor terrible. El chileno entregó un libro asombrosamente bien montado y escrito con una inteligencia alucinante. Luego tuvo la suerte de entrar a un círculo virtuoso editorial que lo lanzó por los cielos. El rastro ha sido detallado: Labatut y su agencia literaria, Agencia Puentes, movieron el manuscrito (¿una novela?) en la Feria del Libro de Frankfurt y los derechos fueron comprados por la respetada editorial alemana Suhrkamp, que se hizo parte del negocio (esto también es un negocio) y propulsó el título hacia muchísimos idiomas. En Inglaterra Un verdor terrible apareció con blurbs de Philip Pullman y John Banville, quien además escribió una crítica en que lo calificó de “extraordinario”. Es cierto que Labatut no ha alcanzado los niveles de celebridad tipo Knausgård, pero generó un ruido enorme con Un verdor terrible. Editado por Anagrama en español, en Estados Unidos desató esas ondas que solo los gringos son capaces de conseguir. Allá lo lanzó la exquisita editorial de la revista New York Review of Books a fines de 2021 y, dicen, rápidamente en dicha ciudad todas las librerías con vocación literaria —que son muchas— lo tenían destacado en sus vitrinas. Que el expresidente Barack Obama lo pusiera en su muy publicitada lista de libros recomendados para leer en el verano terminó de sacar a la novela de un circuito exclusivamente literario para lanzarlo a las grandes masas de lectores. No fue un best seller (menos mal), pero su reputación creció de forma difícil de calcular. La mayoría de los lectores que llegan hasta Un verdor terrible lo hacen sin saber nada de esta historia. Por supuesto, no es necesaria conocerla para leer el libro y menos disfrutarlo, pero convengamos que muchos de esos lectores llegaron hasta el libro precisamente porque esa historia existió. Más aún, incluso en el murmullo de conversaciones cotidianas por el que circula la novela de mano en mano late una promesa inusual: esto es algo especial, no hay nada que se le parezca. ¿Grandeza literaria? ¿Un proyecto literario noble? Someter a Labatut a la pregunta de Sontag sería muy injusto —y a cualquier autor en realidad— acaso porque supone saber cuál es la respuesta, de qué diablos se trata la grandeza literaria. Sospecho que Sontag lo sabía y estaba muy orgullosa de saberlo. Como sea, creo que ya no existe esa respuesta: fue borroneada entre las tensiones de una teoría literaria que puso en duda cualquier tipo de jerarquía, la ansiedad por hallar productos culturales notables en la conversación de redes sociales y la máquina editorial publicitaria que todas las semanas propone hallazgos geniales. Habitamos zonas movedizas en las que las categorías de bueno o malo se han difuminado. O, por ahora, están suspendidas. Supongo que dejaron de tener sentido. Pese a que creo sinceramente que Un verdor terrible es un libro valioso, sospecho que me estoy dejando llevar por el ruido provocado por la máquina de promoción. Esas máquinas inundan nuestro gusto. Lo modelan. Quizás no haya mucha escapatoria. Entiendo perfectamente a esa gente que decide pasar de los libros que todos están leyendo para abstraerse del ruido. César Aira demoró años en leer a Bolaño y cuando lo hizo se limitó a decir: “No es taza de mi té”. Es una buena idea, pero yo, quizás por deformación profesional, corro hacia los ruidos. Me interesan desde los más aparentemente insoportables (leí feliz El código Da Vinci), no quiero perderme los supuestamente valiosos (me hice rápido con mis copias de Patria, de Fernando Aramburu, y El infinito en junco, de Irene Vallejo) y me intrigan seriamente esos murmullos que se vuelven ineludibles que corren entre los llamados “lectores informados”. Lo que pasó con Ernaux es especial. El Premio Nobel que recibió la escritora francesa hace unas semanas reconoció (o institucionalizó) un murmullo que venía hace años entre los “lectores informados” no europeos. En Latinoamérica su nombre corría como el de una iluminada entre escritores jóvenes, la mayoría mujeres y editores independientes, en parte porque su voz es la de una desclasada radical: una autora que escribe un obra en los márgenes difusos de la ficción, en un zona sin género, y que llega a la literatura desde una clase social donde la literatura era impensada como destino de vida. Parece un fenómeno a contrapelo de las modas, porque Ernaux venía escribiendo al menos desde la década de los 70 y nunca tuvo un hit tipo Knausgård o Labatut. No hubo un golpe de suerte, sino un trabajo disonante que ni siquiera es autoficción clásica y que tarde en la vida de la autora empezó a cosechar elogios internacionales. Lo de Ernaux es lo contrario al chispazo que genera la máquina mediática editorial: es una obra que a fuerza de tiempo y persistencia fue abriéndose paso entre los lectores, la crítica, la academia y el reconocimiento internacional. Uno está tentado a creer que en ese camino hay algo más real y honesto, que por ahí sí que transita el verdadero genio literario por el que preguntaba Sontag. Imagino que es un espejismo. Tampoco es tan dramático: la confusión solo aparece cuando uno escarba; la mayoría del tiempo avanzamos llevados con suficiente ligereza como para reflejarnos de tanto en tanto en lecturas, voces y escrituras. Acaso porque la verdad está desahuciada ya dejamos de buscarla. Hacia el final de Los anillos de Saturno, Sebald reconstruye los caminos de la cría del gusano de seda en siglo XVI en Francia e Inglaterra. La sericicultura, como se llama esta técnica, culminaba en la confección de la tela, en la que los tejedores debían trabajar por jornadas eternas en complejos telares que los obligaban a posiciones tediosas e incomodísimas. Sebald dedica una buena cantidad de páginas a la seda, acaso solo para llegar a citar una Revista de Psicología Experimental de aquella época que sostiene que las condiciones laborales rutinarias de los tejedores los emparentaba con los eruditos y los escritores. Y también “tendían a la melancolía y a todos los males que derivan de ella”. “Creo que uno no se hace fácilmente una idea de la impotencia y los abismos a los que a veces puede arrastrar a una persona la reflexión constante, que no concluye con el denominado cese de jornada, y la sensación que penetra hasta los sueños de haber prendido del hilo equivocado”, anota Sebald. Transcribo este pasaje no para encontrar una respuesta a la bendita pregunta de Sontag, sino para enfatizar una idea que me da vueltas: por supuesto que la grandeza literaria puede ser alcanzada por un escritor, pero es el lector quien debe dar con ella. Ocurre. A veces descubrimos la grandeza llevados por la máquina publicitaria. Es un chispazo fugaz que ilumina el paisaje por un instante y se apaga. Luego, aparece otro. Y otro. Uno podría volverse adicto. Pero otras veces en un libro que teníamos olvidado habita una luz permanente, quizá tenue, que se extiende en el tiempo dejando una huella de sutil incandescencia muy difícil de borrar. Yo la encontré en Los anillos de Saturno. Tuve suerte. Roberto Careaga C.


Periodista y escritor. Cubre temas culturales y literarios. Trabaja en “Artes y Letras” de El Mercurio. Es autor de La poesía terminó conmigo (UDP), biografía del poeta Rodrigo Lira.



bottom of page