Tres veces la muerte
1. Buscar la muerte en las palabras
Leo la crónica amable, triste, bella, decidora que Álvaro Bisama escribió sobre Pablo de Rokha —Mala lengua—, leo el suicidio del poeta y pienso, se me ocurre, imagino escribir un libro, que se podría llamar No pudimos: buscar la muerte en las palabras, un ensayo que busque el suicidio de De Rokha, Violeta Parra, Rodrigo Lira, Clarence Finlayson, Joaquín Edwards Bello y otros y otras en sus últimas publicaciones, poemas, ensayos, crónicas, canciones; o tal vez en toda su obra, su obra completa por suicidio. Leer y anotar, ojalá en el margen y transcribir. Pero luego pienso para qué —«para qué»—, ¿no sería redundante, banal, frívolo escribir esas palabras? ¿Y qué si lo fuera?
En «Canto del macho anciano», poema de 1961, siete años antes de decidir morir, De Rokha escribió: «Voy a estallar adentro del sepulcro suicidándome en cadáver». Lo recuerda Bisama y pienso, me pregunto y escribo: ¿qué es suicidarse en cadáver? ¿Querrá decir, dice, dirá que se suicida quien ya está muerto, que solo un cadáver, muerto viviente, zombi se suicida? Pero hay vida en los zombis, pulsión, frenesí incluso, deseo insaciable: quieren comer, siempre quieren comer, temen dejar de querer comer, temen morir de hambre, temen perder del todo, perderse, quieren sobrevivir incluso si están menos que vivos, porque menos que vivos es más que muerto, es más que nada. Es algo. Siguen, buscan, deambulan. Un suicida no, imagino que no: no quiere, sí quiere, quiere morir.
2. Preguntas para Al Alvarez
El 23 de septiembre de 2019 murió el ensayista, crítico y poeta inglés Al Alvarez. De él, cuando escribí esto, solo había leído los ensayos El dios salvaje y La noche. En el primero habla del suicidio y la depresión; en el segundo, de la vida nocturna y los sueños. Hubiese querido entrevistarlo, pero demoré mucho. Esto o algo de esto le hubiese preguntado:
1. Leí en algún lado que el suicida no quiere acabar con su vida, sino con su sufrimiento. ¿El suicida quiere vivir sin dolor? Si la respuesta es sí, si el suicida quiere vivir, y después de la muerte no hay nada, ¿entonces el suicidio es ilógico? Usted es un suicida fallido; después de un intento de suicidio, ¿la vida le parece distinta? Y si, como dice usted, el suicidio es una confesión de fracaso, ¿un suicidio fracasado es entonces un triunfo?
2. Quizás estas preguntas se vinculan, contradictoriamente, con las anteriores. Usted escribe, o escribió, que «el suicidio es un mundo cerrado de una lógica propia e irresistible», que es «demasiado total». ¿El suicidio es consistente y completo, como quisieran ser los sistemas axiomáticos?, ¿es híper lógico, híper racional? Es, en ese sentido, ¿una locura?
3. ¿El suicidio es la prueba definitiva contra la existencia de Dios? ¿Allí dónde alguien intenta suicidarse, allí debería revelarse Dios? ¿Si no se revela es porque no existe?
4. ¿Todavía lo asusta la oscuridad? ¿Por qué la noche nos recuerda nuestra fragilidad? Ahora que... recuerdo, dice usted que su temor a la oscuridad desapareció, «y a veces hoy siento esa desaparición como una pérdida». ¿Por qué la siente así y en qué oportunidades le ocurre o más bien le ocurría que sintiera esa desaparición como una pérdida? ¿Cómo recuerda el miedo a la oscuridad?, ¿qué sentía? ¿Cuáles son los placeres del sueño? ¿Usted sueña mucho (o recuerda mucho sus sueños)?
5. Perdone la grandilocuencia. De Platón en adelante ¿Occidente es una cultura entregada a la luz, negadora de las sombras y la oscuridad? ¿Qué ha implicado la apuesta de occidente por la luz? ¿El conocimiento es una lucha contra el miedo a la oscuridad? ¿La civilización es el avance contra la oscuridad? (¿O con la oscuridad?)
6. Si Dios es luz, ¿Dios no existía antes de que Él mismo dijera «hay luz»? Y si es luz, ¿cómo es que Satanás es el lucero, Lucifer? ¿Será que Dios es el Diablo? ¿La Edad Media fue una edad oscura? Y en caso de haberlo sido, ¿no es una paradoja que la edad de Dios haya sido la de la oscuridad, la de las tinieblas? ¿O será que en realidad la época de Dios es la de las Luces?
7. Usted juzga que dar nombre a los demonios y aportar detalles físicos sobre ellos «son maneras de satanizar el miedo inefable, de contener lo incontenible». ¿Será que el miedo es miedo a nosotros mismos, al animal que somos, a lo irracional o el sinsentido que nos sostiene y motiva?, ¿tememos a la falta de control? Y a propósito, ¿no será Dios la conceptualización de esa bestia que, dice usted, siempre nos acecha y vigila? ¿La bestia es uno, soy yo, es usted? ¿El infierno no son los otros?
8. Según recuerdo, usted afirma o afirmó que la poesía es una forma involuntaria de soñar, y sin embargo, aclara, no todo sueño es poesía. ¿Por qué no lo es? ¿Qué necesitan los sueños para ser poesía? ¿La literatura usted la vincula más al día o a la noche?, ¿y la lectura?, ¿y la escritura? ¿Por qué suponemos que los sueños tienen significado?, ¿por qué en toda marca vemos un signo? (¿Tiene sentido escribir los sueños? ¿Tiene sentido no escribirlos?). ¿El surrealismo es realista?, ¿literalista?; ¿y el realismo, mágico? Cosas, no pensamientos, ¿define la expresión de William Carlos Williams lo que son los sueños?
9. Le repito dos preguntas que hizo Kierkegaard y que usted cita: ¿cómo he entrado en esto y cómo vuelvo a salir?, ¿cómo termina? Y, ya muerto, ¿qué piensa del suicidio y la oscuridad? Y, por último, ¿quién fue usted?, ¿quién es? O si prefiere: ¿qué significa?
3. Que descansen en paz
Si hubiera vida después de la muerte, deberíamos los vivos, los de este lado de la vida, deberíamos cuidarnos los de aquí de importunar a los de allá, a nuestros seres queridos ya muertos: no pedirles, no rezar, no hacer juegos esotéricos que los fuercen a venir, a tener que hablarnos. ¿Por qué perturbar su descanso eterno? ¿Es tanto nuestro egoísmo? Que vengan cuando quieran, si quieren; en sueños, por ejemplo. Pero no los hagamos trabajar, no otra vez. Y si no nos importa molestarlos, si solo nos importa satisfacer nuestro deseo de volver a rozar a nuestros muertos, quizás esta advertencia sirva para reprimirnos: junto con los bellos fantasmas que invocamos, podemos convocar también a los monstruos. Alimentar nuestra vida no con sueños, sino con pesadillas. Puede ser, incluso, que esos feos monstruos sean todo lo que hay para nosotros de los bellos fantasmas. O peor, puede que haya sido nuestra invocación la que convirtió a los ángeles —aliviados al fin en el más allá, alivianados, livianos—, en los pesados —apesadumbrados— demonios que vagan perdidos acá, en pena y sin gloria.
Si hubiera vida después de la muerte, quizás sea mejor esperar a que el barco pase por nosotros, abordar y reencontrarnos con los fantasmas. No queramos subir antes, no nos apuremos, tampoco queramos abducir a los pasajeros. Y digo que no nos apuremos, porque no hay garantía de que, una vez arriba, los bellos fantasmas nos recuerden; ni de que nosotros los recordemos. Ese barco, la muerte, se puede llamar olvido, y subirnos antes significaría apurar, consumar la desvinculación eterna, la muerte de esa relación que son los seres queridos: la relación puede sobrevivir, herida, a la muerte de una de las partes, de uno de los términos, pero probablemente no a la muerte de las dos. Relative, dicen en inglés al pariente. La muerte es totalmente muerte cuando es absoluta, cuando no queda nada relativo, cuando no hay relación porque no hay los dos o más de la relación.
Si uno pudiera contemplarse muerto, justo en ese momento, vería al fin al ser humano que llegó a ser. ¿Te gustaría saberlo? ¿Correrías el riesgo de saberlo? Podría agradarnos o no lo que vemos, lo que somos, lo que fuimos, lo que habremos sido; podríamos horrorizarnos o deleitarnos con lo que hicimos, hicieron y se hizo de nosotros. Pero no podemos contemplarnos muertos: es sabiduría, tino, que la vida nos ahorre nuestra totalidad, que nos cuide de presenciar la esencia que llegamos a ser, la existencia que ya no somos.
Tal vez invocar a los muertos sería exponerlos a su vida. Tal vez, mejor que invocar a los muertos, que interrumpir su descanso, sea quedarse con algo de ellos, un objeto, un recuerdo. María, por ejemplo, viuda de José, y ya muerto su hijo, Jesús, conservó la silla que usaba su esposo. Una silla, dice ella, dijo, que nadie puede usar, «reservada para alguien que no volverá».
Así lo cuenta Colm Tóibín en El testamento de María. Allí, tras la muerte de Jesús, María, ya vieja o cerca de la muerte, sola, aunque atosigada por dos hombres ridículos, seguidores de su hijo, recuerda a José y dice: «Sabía que tal vez había llegado la hora de olvidar al hombre con el que me casé, ahora que no tardaría en reunirme con él». Olvidarlo, es decir, olvidar la silla, ese recuerdo, ese souvenir. Sin embargo, María no se apura: «Tal vez había llegado la hora de sepultar esa silla en la nada, pero lo haría el día en que ya no me pareciera importante. Rompería su hechizo a mi debido tiempo».
Jesús, en cambio, no era cauto como su madre, en el libro de Tóibín es un hombre, solo un hombre, que se toma demasiado en serio a sí mismo, tan en serio que la desconoce a ella. Por eso no extraña que se arrogara el derecho de importunar la muerte de Lázaro, su sosiego. Que lo obligara al desgarro de volver y de volver a verse, verse completo. Solo alguien que se cree Dios hijo de Dios hijo del Hombre podría creerse con el derecho a tamaño despropósito. No seamos así, molestos, dejemos la impertinencia y la desprolijidad para los dioses, y los recuerdos para nosotros.
Juan Rodríguez Medina
Imagen: Resurrección de Lázaro, de José Clemente Orozco Flores (en mexicana.cultura.gob.mx)