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Vine, viví


Iba a morir pronto, mi abuela, y mi mamá, su nuera, le tomó la mano y le preguntó si estaba asustada. Ella le dijo que sí. Hace meses que su mirada se había convertido en una mirada de niña. Imagino que la miró con esos ojos cuando dijo que sí, que tenía miedo. Le temía, supongo, solo puedo suponer, a lo desconocido. A lo imposible de conocer, si es que morir es dejar de ser. Tranquila, le dijo mi mamá, yo la estoy acompañando.


Con mi abuela, yo adolescente, de doce o trece años, éramos fanáticos de Highlander, la serie (años después supe que había una película que no me gusta nada). Esa que protagoniza Duncan MacLeod, del clan MacLeod. Creo que la daban en Megavisión, en las tardes, quizás después de almuerzo. Podría buscar el dato, pero para qué ensuciar la memoria con precisiones. En cada capítulo, Duncan MacLeod contaba su historia, la de su familia y la de los inmortales como él. Que había nacido hace cuatrocientos años en las tierras altas de Escocia y que solo podía morir si le cortaban la cabeza. El que lo haga, el que lo mate a él o a cualquier inmortal heredará su poder: “Al final, solo quedará uno”, advertía, con toda lógica.


Matar para vivir, eso hacen los inmortales. Como los dictadores y las dictadoras, que matan porque le temen a la muerte, que matan para no morir, que matan para que nos los maten. Que acumulan poder, y dinero, que es poder, para fantasear con la inmortalidad. Por supuesto van a morir igual, como todos.


La muerte, dicen, es la única certeza que tenemos y es lo único que compartimos, sin importar quiénes somos. Pero no es cierto. O caben hacer algunas precisiones. También sabemos que estamos vivos, esa es una certeza, y si no lo sabemos, entonces tampoco podemos saber que vamos a morir. Sin vida no habría muerte, no podríamos morir. La muerte sin vida es inimaginable, la vida sin muerte, en cambio, es casi un lugar común de la imaginación: eso, una vida sin muerte, es en lo que creen e imaginan en realidad los que creen e imaginan una vida después de la muerte.


Que vinimos al mundo para morir es otra imprecisión, tal vez una licencia poética, quizás filosófica empujada por la cursilería que llevamos dentro. Si ese “para” quiere decir que la muerte es algo así como nuestro objetivo o el sentido de la vida, así como alguien come “para” alimentarse o “para” gozar, entonces tampoco es cierto que venimos al mundo para morir. Por de pronto, porque no sabemos ni podemos saber para qué o a qué vinimos, si es que vinimos a algo o para algo; y, por lo mismo, vivir se trata, precisamente, de ir haciendo en el camino ese “para”. Así es que en realidad vinimos al mundo para vivir, lo que es tan evidente y cierto como tautológico; más bien, por eso es evidente y tautológico.


Ahora, si el “para” solo significa dirección, así como quien se va del trabajo “para” la casa, pues entonces eso de que vinimos al mundo para morir es una obviedad revestida de sabiduría, poesía, filosofía o qué sé yo. Para desvestirla hay que quitar el “para” y poner “hacia”. O sea, no es que, como dicen que dijo Heidegger, seamos “para” la muerte, sino que “hacia” la muerte. Que es la traducción correcta de zum Tode.


Y si muerte es no solo la muerte biológica, sino también el cambio, los vaivenes, el ser y no ser y llegar a ser de cualquier vida, la transformación de la identidad, entonces, claro, ahí sí es cierto que venimos al mundo a morir. Pero esa muerte, ese sentido de la muerte es otra manera de decir vida o vivir.


Que tengamos conciencia de la muerte, de que vamos a morir, aunque se nos olvide, eso es otra cosa. Podría aceptar que esa conciencia define la condición humana, pero eso no es lo mismo que venir al mundo a morir o ser para la muerte. Simplemente porque lo que hacemos la mayor parte del tiempo de nuestras vidas es vivir. O estar vivos. Hasta me atrevería a decir que es lo que hacemos toda la vida, incluso cuando nos acercamos a la muerte, incluso cuando sabemos que nos acercamos a la muerte. Si no fuera así, los dictadores no matarían y mi abuela no habría tenido miedo. Se mata y se teme porque vinimos al mundo para vivir. Y en eso estamos, ustedes y yo. En esa tautología. Tal vez los inmortales vivan para morir, puede ser, el problema es que no existen; y hasta puede que sea por eso que no existen.


Juan Rodríguez M.




Giovanni Battista Piranesi (1720-1778) - Carceri d'invenzioni #VII




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