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A propósito de Lo que la mano da, de Marcela Rivera


De la mano de un poema de Borges que tiene por título Spinoza—“Las traslúcidas manos del judío/ labran en la penumbra los cristales / y la tarde que muere es miedo y frío”— Marcela Rivera esboza un vínculo, o un lazo, como lo llama, entre el poeta y el filósofo, que es, también, y sobre todo, un lazo entre el poeta ciego y el filósofo réprobo, ante cuya casa de La Haya, se dice, Leibniz, ricamente vestido, descendió de su carruaje para rendirle una visita que resultó en prolongadas conversaciones sobre el manuscrito de la Ética. Poeta y filósofo (o filósofa, dicho en un paréntesis que se abre y cierra como un guiño), supone Marcela, van a tientas y a la ventura.


Los cristales que pulía el pensador han de haber sido de pareja lucidez a lo que la escritura de este pequeño libro da. Cada frase en él, cada palabra, se tiende como para recibir la cálida luz de la lectura a la que se ofrece. Y, como animal de caricias, se recoge en sí misma agradecida de que esa lectura haya sabido seguir, aun si fuese escasa, torpemente, su delicado dibujo.

El dibujo que una mano de mujer traza como escritura sobre espigadas páginas. He aquí un libro indeciblemente hermoso.

La mano, las manos…


Y la infancia. Las niñas y niños que apenas empiezan a saber de algo cuyo nombre aprenderán más tarde, asoman repetidamente en este libro. Trato de imaginar cómo habrán sido mis primeras sensaciones, apenas emergiendo de ese difuso nimbo —o limbo— en que nosotras, nosotros, nacientes, aún no sabíamos de diferencia. ¿Cuándo y cómo habrá visto esa criatura, por primera vez, esas manos, que serán sus manos, perfilarse en la contraluz? Desde luego, es un intento iluso. Pero recuerdo el uso de mis manos, tempranero, obsesivo, incesante, en el dibujo, el uso que mis manos hacían de mí en el dibujo, cómo se abría el mundo allí, en el dibujo, cómo, por el dibujo, comenzaba a haber mundo. Y, después, recuerdo el tiempo en que ellas, que eran dóciles mientras yo estuviese dispuesto a obedecerlas en su afán, se volvieron extrañas. Crecían, ellas mismas y sus dedos, hasta tocar los muros y el cielo raso desde mi nido nocturno. Esas sensaciones no las olvido, como puedo seguir sintiendo todavía lo que revelaba a mi madre y a la tía, mostrando el palmar de una mano y tocando suavemente la yema y el centro de mis dedos extendidos con los dedos de la otra: “mira, aquí es felpa y los bordes son riscos”. Cinco años; no había angustia en ello. Las alucinaciones no me abandonaron por mucho tiempo, por años. Me acostumbré a ellas y llegué a esperarlas casi con avidez, cada día. El cuerpo, las cosas, los sonidos y los ruidos, los olores y colores. Las manos jugaban su juego en esa fascinante extrañeza.


La ajenidad de las manos asoma a cada paso en este libro. Por ejemplo, en un poema juvenil de Hannah Arendt, del que no tenía noticia, y que habla de la mano, de su mano, como una cosa que le está “emparentada con inquietante cercanía (unheimlich nah mir verwandt), / Y es, sin embargo, otra cosa”, acaso más que ella misma: “¿Es más de lo que yo soy / Tiene un sentido más alto?” (v. 23) Reverbera en estas líneas finales el apunte de Valéry que también cita Marcela: “Estoy en esa mano y no estoy en ella. La mano es yo y no yo.” (16)

Su ajenidad.


Pero también su elocuencia. Marcela evoca a Montaigne, la “Apología”, el ensayo más extenso de todos sus Ensayos. Los muchos haceres y quehaceres de las manos que describe el fragmento evocan un pasaje que el sieur ha de haber conocido bien, porque a su autor lo cita repetidamente. Es Quintiliano:

Mas las manos, sin las cuales la acción sería defectuosa y débil, apenas puede decirse cuántos movimientos tienen, pues casi exceden al número de las palabras (cum paene ipsam verborum copiam persequantur).[1] Pues otras partes del cuerpo acompañan al que habla; pero éstas, casi estoy por decir que hablan por sí mismas (ipsae locuntur). ¿Acaso no pedimos con ellas? ¿no prometemos? ¿llamamos, perdonamos, amenazamos, suplicamos, detestamos, tememos, preguntamos, negamos y mostramos gozo, tristeza, duda, confesión, arrepentimiento, moderación, abundancia, número y tiempo? Ellas mismas, ¿no incitan? ¿no suplican? ¿no aprueban? ¿no se admiran? ¿no se avergüenzan? Para mostrar los lugares y las personas, ¿no hacen las veces de adverbios y pronombres? En tanto grado es esto, que siendo tan grande la variedad de lenguas que hay entre todas las gentes y naciones, me parece que éste es un lenguaje común a todos los hombres (omnium hominum communis sermo).[2]


El pasaje pertenece a una sección del capítulo tercero del libro onceno de las Instituciones oratorias, dedicada en gran detalle a la importancia del gesto en el orador, tras haber tratado de la voz. La cabeza, el rostro, el cuello, los hombros y brazos preceden a las manos, las siguen el cuerpo todo y los pies. Nada, como se ve, supera a la fuerza expresiva, comunicativa y significante de las manos.


“¿Y qué hay de las manos (Quoy des mains?)?”, se pregunta Montaigne, “¿no requerimos, no prometemos, no llamamos…?” empieza, y sigue y sigue, y la larga retahíla de significaciones que las manos avientan con celeridad y destreza, y a veces, también, desmañadas, remata convenientemente en “¿no callamos (taisons)?”. “¿Y qué otra cosa no hacemos? (et quoy non?)”, concluye, “[sino] una variación y multiplicación que ya se querría la lengua.”[3] Las manos hablan, hablan antes de que se profiera palabra; “quiero eso, dame eso”, dice minúscula la mano que extiende el bebé. (Y el deseo que vibra en esa mano precede también al bebé). Las manos hablan, la mano habla. Y saben de silencio, porque hablan en silencio. “E’l silenzio ancor suole / haver prieghi e parole”, dice el dístico que ha citado inmediatamente antes Montaigne. La mano no solo hace callar, con el dedo índice en cruz sobre la boca, las manos también callan, se retiran con suave ademán al regazo o a la sombra de la que vinieron.


Las manos tocan. ¿Qué tocan las manos? Todo lo tangible, se diría. ¿Y lo intangible? A un mismo órgano concierne lo tangible (haptón) y lo intangible (ánapton), sostiene Aristóteles (De an., 424 a 10-15): lo intangible como un mínimo de corporeidad, como el aire, que por causa de ese mínimo no da cuenta de las diferencias de lo tangible, o como un exceso, según ocurre con los cuerpos que destruyen y que por esa misma demasía (hyperbolé) no se dejan tocar como tales, sino solo dejan sentir el destrozo que producen en el propio cuerpo, y en el límite, el destrozo de este mismo cuerpo. Ese límite, sea el que se acusa en un destrozo o en el otro, o bien el que se hurta en aquello que, aun corpóreo, escapa por sutil al tacto, ese límite es lo que no se puede tocar, lo intangible como tal. Motivo para pensar que es ese límite, lo intangible, lo que hace posible tocar. Con las manos, por ejemplo, si bien este ejemplo pareciera traer a su régimen y carácter todo tocar, por diversa que sea la superficie a través de la cual se transmite lo táctil: piel, epidermis, carne. ¿Es el pensamiento ese límite?


“La mano inquieta al pensamiento” es la primera frase que inscribe Marcela. Lo inquieta en su tocar y no tocar, en los cuales el pensamiento, cautivo de esa inquietud (de esa desazón, de esa Unheimlichkeit), creyera tocarse a sí mismo.


Heidegger afirmaba que el pensamiento es obra manual (Handwerk), artesanía, lo que en griego se llama cheirourgía: en nuestra lengua la palabra acotó su significado a la práctica médica de intervención en los cuerpos vivientes con propósito curativo. “Cirugía, mano que opera, que obra, mano de obra, obra de mano”, leo, al pasar, en el Discurso a los cirujanos que Paul Valéry pronunció en octubre de 1938 en la Escuela de Medicina de París, al que Marcela se refiere, a la par, con precisión y delicadeza, en honor del tema que allí está en liza. Obra manual: es que las manos piensan y es preciso dejarlas hacer lo suyo sin que intervenga nuestra intención o nuestra mente, porque lo que ellas piensan en su labor o su reposo antecede a todo lo que nosotros, a todo lo que yo pueda pensar. Dejándoles lo suyo, nos enseñan a pensar. Desde tiempos inmemoriales.


“Manos en la gruta” es la primera frase del penúltimo texto de Lo que la mano da. La precede, como epígrafe, el comienzo de “Las manos negativas” de Marguerite Duras[4], el comienzo y un trozo más. El poema habla (escribe) de un hombre en la gruta, de la gruta frente al mar, de ese hombre que imprime, que estampa (escribe) sus manos en la pétrea pared, en azul y en negro, todas del mismo tamaño, de forma igual. Hace treinta mil años, el grito de ese hombre: “yo te amo”.

¿Cómo habrá visto el hombre sus manos, qué habrán sido para él, cubriéndolas de tierras y tizne mientras las mantenía firmes sobre la roca, qué habrá sabido de sí al contemplar la impronta que dejaban en la pared cavernosa?


Tal vez las alucinaciones del propio cuerpo —de las manos, en particular— no son percepciones anómalas sin objeto, sino memoria, memoria de treinta mil o más años, de todos los cuerpos y formas, cambios y trastornos que se recuerdan en nosotros. Las niñas, los niños han de ser especialmente susceptibles para que esa memoria despierte de súbito.


Después del hombre ancestral, después del niño extraviado en el desarreglo de sus sensaciones, una mujer, texto final, cree ver o ve posarse en la concavidad de sus manos las manos de la niña que persiste en ella. “Sólo entonces escribe”, consigna Marcela. Escribe, acaso, entre líneas, entre las líneas proféticas y memoriosas de unas y otras manos, las presentes y las reincidentes, con mano que tienta y que busca la lengua perdida de los ecos, de los pliegues, de las huellas, de aquello que, inmemorial, la trajo aquí.


Doy gracias por ello.




Pablo Oyarzun




Lo que la mano da

Marcela Rivera

Mundana, 2022



















[1] Este paso evoca una frase de las Refutaciones sofísticas, según la cual no son lo mismo las cosas y los nombres: aquéllas son en número ilimitado, éstos, en número limitado (1, 165 a 10). [2] Quintilian, M. F. (2001). The Orator’s Education. Books 11-12, edited and Translated by Donald A. Russell. Cambridge, MA: Harvard University Press (Loeb Classical Library)., L. XI, cap. Iii, 85-87. [3] Montaigne, Les essais, 475. [4] Hay un film de 1978, Les mains négatives, recitado por Duras. Se lo encuentra en youtube.


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