Barbara Stiegler sobre la genealogía y consecuencias del neoliberalismo
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Barbara Stiegler sobre la genealogía y consecuencias del neoliberalismo


Contra lo que suele creerse, la filósofa francesa sostiene que el neoliberalismo aboga por la intervención estatal en la sociedad. Así lo muestra en su libro “Hay que adaptarse”, recién publicado en castellano. En este artículo revisamos también Del rumbo a las huelgas, crónica que recoge su participación en las protestas de los chalecos amarillos, Democracia en Pandemia y Nietzsche y la vida.


Una de las manifestaciones menos nobles de que lo personal es político ocurre cuando las historias familiares se esgrimen como arma de descrédito o ignominia en los debates electorales o las disputas de poder. Mark Twain decía que no había razón para desperdiciar el dinero reconstruyendo nuestro árbol genealógico, porque bastaba meterse en la actividad política y tus opositores harían esa labor por ti. Y tal vez algo de razón lleva la estrategia denigratoria porque, en realidad, nuestros antepasados no siempre fueron respetables damas y eminentes caballeros; es más, de confiar en la teoría de la evolución, la mayoría de ellos ni siquiera eran vertebrados.


Economía y política, darwinismo y genealogía están presentes en el libro de la filósofa francesa Barbara Stiegler“Hay que adaptarse” (2019; versión castellana: La cebra/Kaxilda/Palinodia, 2023), frase que compendia una exigencia impuesta por la situación general de nuestra sociedad. Pero la empresa genealógica de Stiegler es todo lo contrario a la de “trazar un pedigrí” (al decir de Raymond Geuss). Con base en Foucault y en Nietzsche —del que ella es una especialista— la entiende como una indagación de crítica ideológica, en varias líneas de inspección que se ramifican y sin ninguna intención legitimadora. Si bien no resulta siempre del todo claro en qué consiste la investigación genealógica de Nietzsche, la autora parece no tener demasiadas dudas. En la “Conclusión” del libro señala: “Como toda genealogía, en el sentido preciso que le dio Nietzsche y luego Foucault en su estela, este libro nació de una necesidad, a la vez situada y encarnada: la de comprender de dónde podría provenir el sentimiento difuso, cada vez más opresivo y cada vez mejor distribuido, de un retraso generalizado”. Eso la condujo hacia las fuentes evolutivas del neoliberalismo, entendido como el orden imperante, uno que ha impuesto su rumbo en casi en todo el mundo desde hace décadas: la adaptación de todas las sociedades a la globalización.


La imposición de que “hay que adaptarse” parte de la base de ese supuesto “retraso” de la especie humana, el cual debe ser superado mediante ajustes y mutaciones, lo que le permitirá sobrevivir en un nuevo entorno. Lo que le llama la atención de Stiegler es la retórica que evidencia una colonización de todos los aspectos de la vida por un vocabulario biológico evolucionista. Esto lo supone una herencia del siglo XIX como transferencia de las ideas de Darwin hacia los ámbitos social y político. Sin embargo, para Herbert Spencer y los “darwinistas sociales”, las leyes de la evolución aseguraban el tránsito a una sociedad industrial, seleccionando automáticamente a los más aptos, por lo que rechazaban toda intervención estatal. El neoliberalismo, sin embargo, en la caracterización de Stiegler, no supone el retiro del Estado y la confianza en las decisiones de los individuos, sino que se recurre al Estado e impone, de manera paternalista, una determinada concepción de la vida a través de un programa destinado a transformarla.


Si el neoliberalismo se ha vuelto el modelo hegemónico en la política contemporánea, su historia y sus vínculos con el darwinismo, cree la autora, han sido poco estudiados. Según ella, no fue hasta la publicación en 2004 de los cursos sobre neoliberalismo de Michel Foucault, impartidos en 1978 y 1979 en el Collège de France (El nacimiento de la biopolítica), que se toma en serio lo verdaderamente nuevo de esa corriente. Allí habría establecido que uno de los principales puntos de ruptura entre el liberalismo clásico y el "nuevo liberalismo" pasaba por el retorno invasivo de la acción del Estado en todas las esferas de la vida social.


Mientras que los liberales del siglo XVIII y los ultraliberales de finales del XIX propugnaban un enfoque de laissez-faire basado en la naturaleza de nuestra especie y sus decisiones egoístas, que se suponía que contribuirían espontáneamente al buen funcionamiento de la sociedad, los neoliberales, tras la Gran Depresión de la década de 1930, rechazan esta confianza ingenua y apelan a los aparatos del Estado (educación, protección social, salud) para construir artificialmente una sociedad de mercado.


Foucault, con todo, pensó que el neoliberalismo era esencialmente antinaturalista, con lo que dejó de lado el pensamiento de Hayek, cuyo evolucionismo se había construido en un diálogo con el darwinismo, pero también el de Walter Lippmann, cuyo papel central, sin embargo, había captado en el nacimiento del neoliberalismo. La nueva genealogía del neoliberalismo que propone Stiegler se centra en la figura y obra de Lippmann (1889-1974), diplomático, periodista y ensayista político, de considerable influencia en la historia política de los Estados Unidos.



Representación versus participación


En 1938, en Paris, tuvo lugar un coloquio con motivo de la traducción al francés del libro de Lippmann La buena sociedad (1937), que marcaría el nacimiento del neoliberalismo. En el encuentro se reunieron cerca de treinta personalidades (entre ellas, Mises, Hayek, Rougier, Lippmann mismo). El “Coloquio Lippmann”, en cierto sentido, abriría las reuniones de los apologetas del mercado, siendo la más famosa la de 1947 cuando Hayek inauguró la Sociedad del Mont-Pèlerin, nuevamente reuniendo a destacadas personalidades, oponentes intelectuales del socialismo. La propia Stiegler ve el riesgo de “vana erudición” y visiones conspiratorias en considerar “a Lippmann y su posteridad en Mont-Pèlerin la causa de todos nuestros males”. (Lippmann, según su biógrafo Craufurd Goodwin, fue invitado a unirse a Mont-Pèlerin, pero se negó).

Sin embargo, La buena sociedad daría al neoliberalismo gran parte de su sustento teórico. Allí Lippmann critica a los “últimos liberales” (Spencer y Mill), porque el laissez-faire sería una teoría negativa que no podía guiar la política, sería más una consigna que un programa.


Stiegler no es la primera en destacar a Lippmann —Foucault le dedica varias clases en El nacimiento de la biopolítica y Angus Burgin lo rescata como una figura injustamente difuminada en La gran persuasión (2012)—, pero lo que sí es novedoso es considerar su base evolutiva. Stiegler señala que La buena sociedad es el resultado de una larga meditación sobre una situación sin precedentes: la especie humana se adaptó a lo largo de un extenso período a un mundo relativamente estable y cerrado, pero esto cambió con la Revolución industrial, que ha generado una “desadaptación”, lo que está en la raíz de todos los males sociales y políticos. Por eso considera que la política debe ser una intervención estatal continua e invasiva sobre la especie para “readaptarla” a las nuevas condiciones. La crisis de 1929 demostró que el capitalismo desregulado no podía triunfar o siquiera salvarse y ya no podía confiarse en las interacciones espontáneas de seres humanos inadaptados.

El neoliberalismo, en esta perspectiva, no es una teoría económica que proponía la mayor reducción posible del Estado, sino que propugna un Estado fuerte y eventualmente autoritario, cuya primera misión consistía en “fabricar el consentimiento” antes que imponerlo.


Pero en este esfuerzo por repensar la acción política a partir de cuestiones de evolución, retraso y adaptación, Lippmann se cruzó, en el relato de Stiegler, con un oponente considerable, el filósofo estadounidense John Dewey, quien también estaba ocupado en pensar las consecuencias políticas del darwinismo, aunque con otras conclusiones. Mientras Lippmann, y los neoliberales tras él, teorizan una regulación de la sociedad que combina el conocimiento de los expertos y los artificios de la ley en una democracia representativa, Dewey promueve una democracia participativa, en que solamente reconoce la experimentación si está dirigida por la inteligencia colectiva, que ha reemplazando de cierta forma a la selección natural.


Así, la tensión entre flujo y “estasis” ―el término con que Stiegler designa los esfuerzos de los seres vivos para ralentizar o estabilizar el flujo del “devenir”― adopta nuevas dimensiones políticas. El debate entre Lippmann y Dewey que abarcó distintas concepciones de la “igualdad de oportunidades”, el futuro de la democracia y del liberalismo, se caracteriza porque ambas partes son naturalistas y tienen una inspiración darwiniana. Hacia el final de su libro la autora señala: “Se esboza así un enfrentamiento entre dos versiones propiamente políticas del gobierno de los vivos: entre una biopolítica disciplinaria que pasa, en el campo del trabajo, la educación y la salud, por un control social cada vez más coercitivo, y en el plano de la democracia, por la fabricación del consentimiento de las masas, y otra versión posible del gobierno de los vivos, centrada tanto en la liberación de las capacidades de participación de todos los individuos en la experimentación social como en la determinación por la inteligencia colectiva de los fines y medios de la evolución”.


Apunta también que estudiar la genealogía del neoliberalismo, la lleva a un proyecto mucho más amplio: investigar cómo ha transformado el neoliberalismo el gobierno de la vida y de lo vivo en los ámbitos de la educación, la salud y el medio ambiente. Preguntarse, a partir del debate entre Lippmann y Dewey, si la contraposición entre, por un lado, un gobierno de expertos que define desde arriba procesos de optimización y, por otro, una refundación de la democracia a través de la participación activa, tiene efectos educativos, sanitarios y ecológicos.



Huelgas y hospitales


“Hay que adaptarse” está fechado en julio de 2018, y menciona sus investigaciones previas en los ámbitos educativo y sanitario. Probablemente la autora no imaginó que el flujo del “devenir” la llevaría a situaciones en que su proyecto debería ser abordado.


Meses después de terminar “Hay que adaptarse”, Stiegler asume la necesidad de la acción colectiva y no quedarse en la “torre de marfil” de la academia. Desde el 17 de noviembre de 2018 hasta el 5 de marzo de 2020 ella participó en el movimiento de protesta de los “chalecos amarillos” y las manifestaciones que se tomaron las calles de Francia. Su experiencia la cuenta en Del rumbo a las huelgas (“Du cap aux grèves”) (2019), una crónica de los hechos y una suerte de corolario de acción política a su reflexión filosófica. Los manifestantes, excluidos del supuesto progreso se alzaron para oponerse al “rumbo” trazado por los expertos o gobernantes que ya no pueden obtener la aprobación de sus reformas. Stiegler cuenta cómo se puso un chaleco amarillo y participó en las manifestaciones, consciente de que la agenda neoliberal afecta a todos, también a la universidad: las grandes reformas francesas del mundo académico en 2009 la llevaron a indagar en este sistema que pretende transformar la educación superior para hacerla “darwiniana” y lograr “fabricar el consentimiento”; otra resistencia al “rumbo” cuyo lema es “hay que adaptarse”.


Apoyándose en Marx, propone sus propias tesis para reinventar las huelgas. Teme que querer globalizar la protesta y que se extienda a todos los estratos de la población nacional o mundial, es pensar en un hipotético “más adelante”, cuando los manifestantes sean tantos que deban necesariamente ser escuchados. Stiegler, en cambio, llama a miniaturizar las luchas, a reubicarlas en el aquí y el ahora. Sin embargo, todo este movimiento de huelgas se acabó o congeló a causa de la pandemia en 2020.


Antes de la pandemia, Stiegler había estudiado y vivido la situación en los hospitales, donde trabajó junto a personal médico y de enfermería para interpretar desde allí los efectos del orden neoliberal. Lo que habría en la salud francesa no es “privatización”, un Estado que vende el hospital, sino un Estado que lo conserva y destruye desde dentro.


En su pequeño libro Democracia en Pandemia (“De la démocratie en Pandémie”, 2021), Stiegler lleva a cabo un examen muy crítico de la gestión de la crisis pandémica y sus consecuencias para la vida democrática. Es una reflexión sobre la salud, pero también sobre la educación y la investigación. Relata tres etapas de 2020: el confinamiento (marzo-mayo), el desconfinamiento (mayo-agosto) y finalmente el reconfinamiento (septiembre-noviembre).


La pandemia podría verse como otra instancia a la cual “hay que adaptarse”. Al comienzo incluso se habló de la oportunidad para adaptarse o reinventarse: empezar, por ejemplo, a dar clases en línea. Pero cuando los problemas comenzaron a acumularse, las capacidades “adaptativas” de los individuos se erosionaron. Los servicios públicos de salud o educación, debilitados o incluso desmantelados, han hecho que países extremadamente ricos se descubran como gigantes con pies de barro.


Escrito con la ayuda de una quincena de personas, entre ellas cuatro especialistas en salud, la autora afirma que el Covid-19 no es una pandemia, siguiendo un editorial de la revista médica The Lancet, sino una “sindemia”, es decir, la suma de varios males: una epidemia multiplicada por las enfermedades crónicas (“hipertensión, obesidad, diabetes, enfermedades cardiovasculares y respiratorias, cáncer”) y por el envejecimiento. Es decir, el Covid-19 es una pandemia en el sentido de que es una epidemia con propagación global, pero no lo es en el sentido en que podría serlo la peste: una enfermedad mortal que amenaza a toda la población por igual. El Covid-19 reveló problemas estructurales de las sociedades y modos de vida actuales que multiplican las consecuencias mortales de la infección.

El título, Democracia en Pandemia, alude al libro de Alexis de Tocqueville Democracia en América. “Pandemia” es “un nuevo continente mental”, uno en el que los gobernantes nos dicen que tendremos que cambiar todos nuestros hábitos de vida y tendremos que adoptar una nueva “cultura” que vendría de Asia. Un continente, finalmente, en el que “la pandemia” ya no sea objeto de discusión en nuestras democracias, sino donde la democracia misma se ha convertido en objeto de debate. Algunos pensaron que tal vez ya no sea apropiada la democracia en un contexto de crisis, porque deja aflorar la irracionalidad, mientras que los países asiáticos autoritarios, y especialmente China, lo habrían hecho maravillosamente bien. Stiegler no está de acuerdo: el país que durante años ha permitido que se multipliquen nuevos virus en sus mercados húmedos, que acaba de permitir que el último virus se propague y que con el modelo de confinamiento destruyó económicamente la vida de millones de personas, así como su salud física y mental, no puede ser citado como ejemplo por su gestión de la crisis y su sentido de la salud pública.


El confinamiento nacional, decidido en todo el territorio y por un período muy largo, probablemente fue un error, señala. Pero todo sucedió como si no hubiera otra posibilidad. No solamente la crisis económica amplificada por las medidas de confinamiento, sino también un desastre sanitario provocado por las restricciones, tanto desde el punto de vista de la salud mental como desde el punto de vista de otras enfermedades que no se atendieron.


El mismo deterioro se manifestó en la educación. La “continuidad educativa” consistía en enviar a todos los alumnos a sus casas. Los profesores oscilando entre la devoción y el abatimiento; las familias, entre la adaptación y la depresión. Para los hogares más “resistentes”, esta fue otra oportunidad de “adaptarse”, inventando otra forma de vida o “escuchando el canto de los pájaros”. Pero para muchos otros, fue ocasión de daños a veces irreversibles, destruyendo frágiles caminos de vida. “Lo que (casi) todo el mundo entendió entonces fue que la vida social era el tejido vital sin el cual los individuos y sus familias no podían sostenerse por mucho tiempo”.


De cierta manera se realizó una agenda ya teorizada: un giro ambulatorio, donde todos serían enviados a casa. En el mundo de la salud se continuó “optimizando flujos” y reduciendo inventarios, acelerando la conversión a la telemedicina; en las instituciones educativas a todos los niveles, se experimentó a gran escala el programa de transformación de la docencia en plataformas digitales.


En este continente “Pandemia”, dice, comenzaba a reinar un nuevo orden moral, en que era normal “abandonar a su suerte a los más precarios en nombre del respeto a los más frágiles”. Y cabe preguntarse si el virus no estaba haciendo realidad el último sueño neoliberal: “todos, confinados en sus casas, solos frente a sus pantallas, participando de la digitalización integral de la salud y la educación, mientras cualquier forma de vida social y ágora democrática era decretada como vector de contaminación”.


Estudiosa de Nietzsche, Stiegler se propone en su reciente libro Nietzsche y la vida (“Nietzsche et la vie”, 2021) esbozar una nueva historia de la filosofía a la luz del autor alemán: su ruptura con la metafísica moderna, su relación con las ciencias naturales o sus reservas ante ciertas concepciones evolutivas (él leyó y aceptó algunas ideas de Darwin).


Ahora, si los más aptos son quienes más éxito reproductivo tienen, y más genes aportan al acervo de la siguiente generación, en algunos de sus fragmentos póstumos Nietzsche criticó el darwinismo, porque consideró que no son los mejores los que más se reproducen: los mejores serían los más amenazados y frágiles, los menos fértiles. Para Darwin, lo mejor es lo que prevalece, pero para Nietzsche, las formas más ricas y complejas son las que perecen más fácilmente.


En tiempos de pandemia, esa observación resulta sugerente, porque restablece la relación entre Nietzsche y la vida, incluso la vida más delicada y desvalida.

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