Cuando el turista va al pasado
top of page

Cuando el turista va al pasado


 

El turista es un ser particular. Dice que viaja para conocer, pero la lógica de la rentabilidad del viaje lo hace recorrer todo a una velocidad –quizá más acelerada que la de su vida habitual– en que nada puede ser conocido, cuando más archivado en la memoria de su teléfono móvil. Pero tampoco es él el que va de viaje, porque una vez allí donde esté, parece descansar más bien de su propia identidad, hace cosas que en otras circunstancias no haría, viste y habla distinto, también tiene voluntad de mimetizarse con la gente del lugar, lo que sólo puede no lograr, en un viaje siempre apretado donde las expectativas de “vivir experiencias” no cabrán jamás en ese ajustado intervalo temporal. Todo se acaba y vuelve a sí mismo –cansado– con más cosas pendientes de hacer que con recuerdos.

 

Una vez instalado, el turista ejerce una aguda demanda de “lo otro”, quiere cosas distintas, experiencias intensas, y, de entre las opciones que se le ofrecen, siempre está allí el pasado, usualmente empacado como “patrimonio histórico-cultural”. La relación del turista con lo otro -y lo otro pasado- ha sido suficientemente tematizada en la antropología, donde los trabajos de Mac Cannell, Augé y Canclini pueden ser las referencias más asequibles.[1] Pero quizá la descripción más plausible de dicha dinámica haya sido la realizada a fines de los setenta por Susan Sontag, en Sobre la fotografía.

 

Antes de disparar sobre una antigüedad, el acto fotográfico mismo supone el pasado: si la fotografía detiene artificialmente el devenir fijándolo en el retrato de un instante, el objeto de la fotografía turística siempre es el pasado. Ahora, “capturando” el pasado, el turista no conoce, consume pasado al tiempo que no puede dejar de producirlo en algún grado: “Si las fotografías permiten la posesión imaginaria de un pasado irreal –sostiene Sontag–, también ayudan a tomar posesión de un espacio donde la gente se siente insegura. Así, la fotografía se desarrolla en tándem con una de las actividades modernas más características: el turismo [...] Parece francamente antinatural viajar por placer sin llevar una cámara”[2]. Así el turista camina capturando lo otro a la vez que apilando el pasado en instantes tras de sí. La cámara y la actividad fotográfica (incluso hoy mediante las cámaras de los teléfonos celulares), conforman una buena alegoría para dar cuenta del consumo del pasado realizado por el turista. La cámara es la herramienta mediadora entre el turista y lo extraño, para capturarlo y eliminar la inseguridad. El turista va de safari, dispara y elimina a la fiera, lo salvaje.

 

El turista es un consumidor compulsivo de lo otro, pero esa diferencia se hace más apetecible si a su dimensión horizontal (una cultura aconteciendo ahora) se le añade una dimensión vertical que busca en la profundidad del pasado (una cultura ya sida). Lo diferente es deseable, pero lo diferente antiguo lo es el doble.

 

Deseando, retratando, capturando y consumiendo sensaciones, el turista no establece más que una relación liviana con el pasado. Estando de paso no lo conoce ni entiende, sólo lo goza. Como ha sostenido Jameson, a propósito del destino posmoderno de la novela histórica, una relación tal “lo único que puede ‘representar’ son nuestras ideas y estereotipos del pasado (que en virtud de ello deviene en el mismo acto historia pop)”. Se ejerce así una estetización del pasado, una particular aprehensión de sus fragmentos o réplicas como alimento de la sensibilidad, que se instala como el modelo preeminente de relación con él, y, lo más preocupante, incluso en las mismas poblaciones locales visitadas en sus esfuerzos por calzar con las expectativas del turista y así ser retribuido económicamente. (El turismo vuelve impropias las existencias de las regiones a las que se extiende).

 

Es precisamente esto último lo que tradicionalmente se entendía como hegemonía cultural. El dócil consenso entre explotadores y explotados, en unas mismas operaciones simbólicas (sentido común), acá se ve rehabilitado en el calce entre expectativas del turista y las respuestas de las poblaciones locales cuando estas llegan al punto de abandonar sus propios modos en favor de las proyecciones del turista. Porque el turista quiere lo otro, pero también desea no ser incomodado, ni interpelado, es decir, se dirige a lo otro, pero la condición para que este sea consumido es que, paradójicamente, lo otro devenga en alguna variante de lo mismo: se trata de lo otro domesticado. Así el turismo también coloniza: se llega al punto en que los episodios pasados en los que se reconocen las poblaciones locales son meras fosilizaciones de lo consumido por el turista. ¿Qué recordarán en un par de generaciones la comunidad de un destino turístico? El criterio de rentabilidad del turista, al que la tarea de sobrevida de los locales debe ceñirse, les hará “recordar” otras cosas, en cierta dirección. (Al respecto Manuel Cruz ha señalado: “Ahora, la selección nos viene dada: apenas hay lugar, con tanto regreso al pasado con el que se nos agobia por todas partes, para que los individuos recuerden por su cuenta. Resultado: la memoria ha sido desactivada. Ha dejado de pertenecernos, ni tan siquiera en parte”)[3]

 

El turista, en tanto figura del consumidor de nuestra época, gusta de lo otro, pero digerible, es decir un otro folclorizado, exótico por dócil. Zizek lo mostró bien cuando, criticando el filme Underground (Emir Kusturika, 1995) sostenía que la clave de su éxito se debía a que la película entregaba “al espectador occidental liberal” justamente lo que este quería ver en la guerra balcánica: “el espectáculo de un ciclo de pasiones míticas, incomprensibles, atemporales, que contrastan con la vida decadente y anémica de Occidente”. El cine de Kusturica sería el “último producto ideológico del multiculturalismo liberal de Occidente”,[4] en tanto formula “un racismo inverso, que celebra la autenticidad exótica del otro balcano”.[5] Remplácese aquí la figura del otro balcano por cualquier otro: en todos los casos se trata de estereotipos hechos a la medida del consumidor, que luego decantan en modos de ser deseables por las poblaciones locales.

 

Pero la demanda de exotismo es también demanda de pasado, y el pasado exótico es también pasado domesticado. El turista, en tanto consumidor, reclama, ahora en terreno, aquella postal que se le ofreció como expectativa en el mesón de la agencia de viajes. Requiere de un pasado literal en el sentido de intrasformado, demanda que ese legado particular se conserve como está, y que esté como fue. Los surcos del tiempo, el desgaste y las apropiaciones locales bajan la plusvalía, por ello es necesaria una industria de la cosmética patrimonial (la restauración).

 

El turista, al igual que el historiador positivista ingenuo, quiere un pasado “tal cual fue”; lo mejor conservado posible. Valga en este punto una advertencia temprana: “cuando el sentido histórico ya no conserva la vida, sino que la momifica, entonces se seca el árbol poco a poco, de manera antinatural, desde arriba hacia las raíces; y finalmente también las raíces perecen”. Es lo que Nietzsche entendía por historia anticuaria: “ella sabe precisamente sólo conservar vida, no producirla; por eso subestima siempre lo que está en devenir”,[6] la historia anticuaria no tolera ser interpretada ya por nadie, no admite más sentido que el literal. Y es por esta vía que, inadvertidamente, vamos a parar –otra vez– a un esencialismo del pasado, que sólo puede dar pie a exclusiones y abusos. Tal como lo ha sostenido Antonio Gómez Ramos: “el nacionalista y el turista representan las dos figuras extremas en las que se activa actualmente el culto al pasado. Sea por ocio o por una inquietud casi existencial, ellos son los más interesados consumidores de discurso histórico. De hecho, son estrictamente complementarios”.[7]

 


Notas:

[1]Véase respectivamente: Lugares de encuentro vacíos, Los no-lugares. Espacios del anonimato y Las culturas populares en el capitalismo. Del autor de este último es útil al respecto “El turista: elige tu propia aventura”, en “Ñ. Revista de Cultura”, Nº 120, El Clarín, Buenos Aires, pp. 6-9. (14/01/2006)

[2]Sontag, Susan, Sobre la fotografía, Buenos Aires, Editorial Sudamericana,1980, p. 19.

[3]Cruz, Manuel, Las malas pasadas del pasado. Identidad, responsabilidad, historia, Barcelona, Anagrama, 2005, p. 170.

[4]Zizek, Slavoj, “Multiculturalismo o la lógica cultural del capitalismo multinacional”, en Jameson, F y Zizek, S., Estudios Culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo, Buenos Aires, Paidós, 1998, p.159.

[5]Zizek, Slavoj, “Tú puedes. (Slavoj Zizek escribe sobre el superego posmoderno)”, en LBR, Vol. 21, N° 6, 18 de marzo de 1999.

[6] Nietzsche, Friedrich, Sobre la utilidad y perjuicio de la historia para la vida, (Edición preparada por Oscar Caeiro), Córdoba, Alción Editora, 1998, pp. 54-55.

[7] Antonio Gómez Ramos, “Por qué importó el pasado (el espejo deformante de nuestros iguales)”, en Hacia dónde va el pasado. El porvenir de la memoria en el mundo contemporáneo, (Manuel Cruz Comp.), Barcelona, Paidós, 2002, p. 80.


bottom of page