Las dos caras del paraíso
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Las dos caras del paraíso


Todos sabemos que oikos en griego significa "casa". Desde esa raíz, han surgido muchos términos en diferentes idiomas, como "economía", "ecología", "alfabetización ecológica" y "terapia ecológica", entre otros. Hoy día la expresión no se entiende principalmente como la casa donde vivimos. La talentosa Nicole Krauss, por ejemplo, usa el término en el título de su novela The Big House para abarcar el hogar cultural judío distribuido por todo el mundo. Pero aquí estamos usando el término para describir algo aún más grande. Estamos hablando de la "gran casa" llamada "biosfera": la red compleja donde la vida y el planeta juegan sus cartas.


Rocas, volcanes, rosas, magma, atmósfera, robles y cucarachas –y, por supuesto, seres humanos– somos parte del planeta. La vida, en cualquiera de sus formas, es simplemente naturaleza, pertenece a ella, tiene los mismos principios atómicos y físicos básicos que el resto del planeta y probablemente del universo. Por lo mismo, no podemos establecer una división irracional entre la vida, por un lado, y el planeta, por el otro. Sería como dividir el agua y nuestros cuerpos. Sin embargo, generalmente hacemos esta división sin siquiera darnos cuenta. Nuestros hábitos cotidianos pueden ser muy fuertes e influyen enormemente en las ideas que tenemos sobre nosotros mismos y el mundo. Creemos que nuestra vida se encuentra en medio de un entorno, en su mayoría natural y en parte artificial. Entonces, el medio ambiente es una especie de bolsa, algo que envuelve nuestras vidas como si fuera un fenómeno estrictamente diferente aunque relevante para nosotros. Incluso algunos de los filósofos contemporáneos más importantes han sido presa de la misma ilusión. Por ejemplo, Martin Heidegger habla de estar "arrojados" en el mundo (Geworfenheit) como una de las condiciones fundamentales del ser humano. Esa ilusión tal vez es la estructura esencial de la mayoría de las mitologías antiguas y sus secuencias narrativas: primero, la creación del mundo y, luego, los seres humanos arrojados en medio de él.


Pero a veces nos cuesta aceptar la idea de que los seres humanos somos tan solo una especie, como pueden serlo las golondrinas o las bacterias. No obstante, aquí estamos diciendo algo mucho más radical. Estamos diciendo que somos tan naturales como lo son las rocas, las nubes y los dinosaurios. Los átomos de carbono presentes en nuestros cuerpos son casi tan antiguos como el universo; es decir, la friolera de 14 mil millones de años. De toda nuestra masa corporal, el 99% se forma a partir de solo seis elementos químicos: oxígeno, carbono, hidrógeno, nitrógeno, calcio y fósforo. Desde este punto de vista, no somos más que un puñado de elementos químicos. Ninguno de esos elementos pertenece exclusivamente al cuerpo humano. Están donde sea que se vuelva la mirada. Sé que todos nosotros somos perfectamente conscientes de esta situación. Sin embargo, por lo general, no aceptamos la evidencia directa de que así son las cosas. Honestamente sentimos que somos diferentes y únicos dentro del universo. Tal vez este sentimiento tenga algún fundamento. Hay un guion personal que contradice nuestro estado real de ser simplemente otra parte de la naturaleza. Pero este guion fracasa sin excepciones. El cuerpo no nos pregunta si hemos terminado de escribir el libro que nos ha tomado muchos años, o si nuestros hijos son lo suficientemente mayores como para enfrentar la vida sin nosotros. Simplemente, un día muestra una anomalía que nos mata rápidamente (y nunca nos asesina, como nosotros hacemos) y, a pesar de la intensidad de nuestra lucha y angustia frente a esto, en lo que respecta al cuerpo, el proceso es un evento bioquímico natural y sereno.


Todos sabemos que, según el Génesis, Dios creó el cielo y la tierra en seis días. La tierra era informe y vacía, y la oscuridad cubría la superficie de las profundidades. Después, Dios formó la tierra, el mar, el cielo, la vegetación y los animales. Finalmente, creó al ser humano y lo puso en el centro, dándole un dominio absoluto sobre todo el resto de la creación. Independientemente de las múltiples exégesis que se han realizado de estas palabras, son suficientes para darse cuenta, en relación con nuestros propósitos, que primero estaba el mundo y más tarde el ser humano fue depositado en él. Kant (1964), en una obra pequeña y casi desconocida, habla del "probable comienzo de la humanidad", que sitúa en el momento de nuestra salida del paraíso. Arrojado de la naturaleza paradisíaca, el ser humano ya no podía ser guiado por los instintos que le eran disponibles mientras permanecía armoniosamente unido al resto de lo existente. Habiendo comido el fruto del árbol del conocimiento y del bien y del mal, la inocencia desapareció pues conociendo uno se topa finalmente con lo desconocido, y la ética pone cercos a nuestra conducta. Ahora, los seres humanos podían elegir, pero estaban solos y perplejos en medio de las trampas y peligros de un mundo muy complejo. Eran libres, pero sin saber cómo usar esta libertad ni como guiarse en medio de las ataduras éticas. Entonces, la incertidumbre, el miedo y la angustia fueron el precio por el despertar a la experiencia consciente.


Lo que es esencial para esta mitología es que los seres humanos, en el paraíso, no eran conscientes de su comunión con un mundo armonioso y seguro. Pero el ser humano tiene un apetito natural por saber y, por lo tanto, comió compulsivamente los frutos prohibidos del conocimiento y la ética y no solo los que se le dieron por seducción. Tal desobediencia fue irritante para Dios. Decidió entonces que el castigo debía ser categórico, y arrojó a los sapiens sapiens al mundo que había creado unos días antes: un mundo ahora desvelado de su inocente camuflaje y mostrando el rostro de su estructura impredecible y amenazante. Los humanos entendieron que fueron lanzados desde la eternidad al tiempo biográfico e histórico, a un tiempo de finitud y muerte. Bajo esta nueva condición de errante en el mundo, de miedo y libertad, de frío y privaciones y, especialmente, de desesperanza, los humanos se vieron obligados a buscar refugio y defensa contra las inclemencias de una "naturaleza".


Desde la aparición abrupta del Homo sapiens sapiens (que no hay que confundir con los homínidos) en el planeta, hace entre 160 y 200 mil años, hemos estado ocultos, temerosos y desconfiados del comportamiento de la “naturaleza”. Hemos vivido, especialmente durante las noches, en espacios protegidos, interiores, rodeados por lo que sea para aislarnos del mundo "natural". Esto fue superado en parte por el dominio sobre el fuego y la creación del “hogar”, cálido y protector contra los depredadores, en torno al cual aparece un estado desconocido hasta entonces al que podríamos llamar serenidad. Desde ella nace el lenguaje de recuerdos, de historia y de esperanzas. Antes de él, la vigilia temerosa gobernaba todos los actos.


La "naturaleza" a veces se ve hermosa, acogedora y gentil. Como aquella mañana en la bahía de Nápoles, en la que los habitantes de Pompeya y Herculano disfrutaban del cielo azul y de la suave brisa acariciando sus rostros mientras completaban sus actividades cotidianas. Pero las cosas naturales cambiaron abruptamente. En la mañana del 24 de agosto del año 79 d.C., una horrible erupción destrozó la cima del Monte Vesubio. Una inmensa columna de humo en forma de hongo se elevó en el cielo y en medio de llamas y explosiones, arrojó una enorme cantidad de rocas incandescentes y cenizas volcánicas que en unos segundos hicieron desaparecer el sol y el cielo azul. El horror luego sacudió el alma de cada uno de los habitantes de Pompeya y Herculano. En Herculano, una vertiginosa avalancha de lodo hirviente inundó y calcinó todas las áreas, cubriendo finalmente los tejados y enterrando, en solo unos minutos, a la ciudad y a todos los habitantes que no habían logrado huir. En Pompeya, el proceso fue más lento y engañoso, ya que, debido a la posición de la ciudad en relación con el volcán, la masa de lava que arrasaba todo a su paso, tomó la forma de una fina lluvia de ceniza, como copos de nieve que la gente podría sacudir de sus cabezas y túnicas. Más tarde empezaron a caer los lapilli (finas piedras de roca volcánica) y luego rocas de varios kilogramos de peso. Pronto las calles, casas y todos los rincones de la ciudad fueron invadidos por vapores fatales. Los techos comenzaron a colapsar bajo el peso de las rocas, y la gente, aplastada y asfixiada, no tenía forma de escapar. Días más tarde, el sol reapareció, pero ya las dos ciudades habían dejado de existir. Queda a la vista que la naturaleza no está hecha para nuestra comodidad y supervivencia. La naturaleza simplemente acontece, como lo hace la lluvia o la explosión de una supernova. Sin embargo, en medio de su impredecibilidad y peligros, es imposible no adorar algunos de sus paisajes soberbios. Una persona ama las montañas, otra las praderas, el desierto o el mar, o con frecuencia el cielo diurno, con sus infinitos matices de colores y luminosidad. ¿Quién no ha disfrutado el olor a tierra húmeda después de la lluvia, o la brisa arrastrando aromas de sauces y juncos del lejano río? La fragancia de cerezos y jazmines es simplemente irresistible. Lo mismo ocurre con los prados y su pacífico y extendido verde.


Esta mañana, mientras escribo en mi escritorio que da a la bahía de Algarrobo, el mar tiene un tono azul profundo, casi enigmático, como si el cielo sin nubes hubiera sido absorbido por completo en él. Pero las olas no tienen la dulzura de los días grises. Hoy parecen germinar con fingida timidez desde el interior del océano y caminar como mansos corderos hasta unos cien metros de la costa. Luego, como si se tratara del caballo de Troya, se abalanzan como hordas, crecen de manera desproporcionada, tomando impulso desde la altura, para luego caer precipitadamente sobre la resaca rápida y plana, azotándola con tanta violencia que la espuma salta alocadamente en todas direcciones. El sereno espectáculo inicial no armoniza con el brutal y profundo trueno que sacude y hiere a la playa con estos choques interminables y erráticos. El espectáculo me resulta conmovedor y a la vez aplastante.


No obstante, se suele sugerir y declarar que la naturaleza es en sí misma sanadora y curativa de los males constitutivos de la experiencia consciente y el cuerpo humano. Se enfatizan los aspectos hermosos e inspiradores que la naturaleza contiene. Incluso cuando se reconocen los aspectos peligrosos e inhóspitos de ella, algo maravillosamente contradictorio ocurre en el momento en que entramos en contacto con el mundo natural. Se trata de un paisaje tan inmenso y misterioso que es imposible controlar. Cualquier paisaje siempre tiene un "más allá" que se extiende hasta el infinito. Nadie podría decir, mirando el firmamento en una noche sin nubes, que este tiene un final. En nuestro estado habitual tenemos paredes frente a nosotros. Tal vez por ello construimos ventanas que nos permiten ver un pequeño trozo de ese “más allá”.


En las narraciones verbales sobre nuestras vidas, somos indisimulablemente centro. Frente a la naturaleza hay un cambio fundamental. Tal vez el fenómeno central es que podemos darnos cuenta, bastante dramáticamente, de que somos una ínfima parte de todo el planeta y del universo y, como consecuencia, no somos el centro de nada. Por su parte las narrativas ‘científicas’ asumen que la vida busca la supervivencia como un objetivo (lugar común que se repite incesantemente). No obstante, la vida no puede dejar de vivir mientras existan algunas condiciones, especialmente lo que se ha llamado "exergía". La energía solar cae en la tierra y empuja a la vida a evolucionar para disipar energía. Si aplicamos una llama sobre el hervidor, el agua en el interior no tiene otra posibilidad que hervir. El agua no busca hervir. No puede evitarlo.


Sin embargo, un inmenso misterio surge junto a la vida humana: la experiencia consciente que parece escindirse de la naturaleza. Allí, como en todos los misterios, las teorías se desbocan, lo que es otro tema.[1]


[1] Para una ampliación de este punto ver: Ojeda C. Vincula: From Bacteria to Consciousness. Austin & Macauley Publishers. London, 2018.

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