Napoleón de Ridley Scott
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Napoleón de Ridley Scott




La ausencia amorosa va solamente en un sentido y no puede suponerse sino a partir de quien se queda -y no de quien parte-: yo, siempre presente, no se constituye más que ante tú, siempre ausente.

Roland Barthes: Fragmentos de un discurso amoroso.


Napoleón de Ridley Scott, como era de esperar, ha dividido a los espectadores, a la crítica, incluso a historiadores y escritores que han fundado su narrativa en hechos históricos o cercanos a ellos, como Arturo Pérez Reverte. Los historiadores han sido los más ácidos y ceñudos, positivistas y anacrónicos en sus críticas, porque más allá de recordar que estamos ante una obra de ficción, lo que es casi innecesario recordar, creo que estamos ante una suerte de fantasía histórica, o menor dicho, ante una fábula que se crea el director de Blade Runner. El centro de esta fábula (con mucho de inverosímil en tanto tal, pero, aunque parezca paradójico, muy verosímil en lo que arraiga sus raíces narrativas e icónicas) es una historia de amor.


Ya tanto Roland Barthes como Julia Kristeva nos han advertido en sendos libros que dedicaron a cómo articular un relato de amor, sobre las dificultades o casi imposibilidades desde la articulación que surge desde el Yo que narra y las palabras –o imágenes en el caso de una película- que siempre resultan insuficientes, tartamudeantes, equívocas, desplazadas, sublimadas, en una permanente posibilidad de estar más cercanas al silencio que al discurso, o al discurso que nos exhiba en plenitud esta pulsión.


La historia de amor de Napoleón y Josefina va pauteando y contagiando todos los demás tópicos del filme: una época convulsa, grandes transformaciones sociales, la revolución, el Poder, las batallas y, sobre todo, el gran espectáculo que deviene de todo esto. La pulsión amorosa del corso que logra ser Emperador en un giro casi surreal --de los que se da ciertos lujos en algunas épocas la Historia, me parece, es la primera lectura que tenemos que tener en los ojos frente a esta fábula de amour fou. Porque no es otra cosa lo que nos hace ver Scott en los 160 minutos de metraje de su Napoleón.


Ni un llamado biopic del paradójico personaje, ni una apología del hombre que revulsionó el Mundo no sólo occidental, menos el intento de poner en escena una vez más en el cine una figura histórica, lo más fielmente posible a sus avatares; cúspide y derrumbe, aciertos y errores tanto políticos como militares. Esta es la fábula de un tipo del montón, de un sujeto algo perdido y ansioso, casi, en principio, un pícaro con mucho de bufón –o de The Jocker- que ve cómo en un mundo donde se invierte el orden de las cosas que parecían pétreas e inamovibles, comienzan a caer cabezas y a teñirse todo de sangre, confusión y, sobre todo, de pasión confusa y desmedida. Es algo lejano al pathos heroico y sublime de un proceso épico que cambia el mundo de una vez para siempre y reordena y readecua el orden de cosas imposible de sostener después de demasiados no años, siglos. Estos comienzos de un capitán de ejército perdido entre la masa que pide cabezas a gritos son ilustrativos: en la imposible secuencia donde el corso ve rodar la cabeza de María Antonieta –el monstruo de arriba, diría Foucault- con un uniforme medio andrajoso, uno más, perdido entre la masa disruptiva: el monstruo de abajo, diría también, Foucault.


Entonces ya no hablamos de hechos históricos sino de la fábula casi rabelesiana de Ridley Scott, de su Napoleón, que ha caído en el más incurable de los delirios, el amour fou. Y de su amante-cómplice, Josefina; y también de ambos, que han sucumbido a otro delirio incurable Porque es en espejo, la folie a deux. De ahí que las secuencias donde se manifiestan amor y locura en una pulsión compartida y fundida, se lleven a cabo en los lugares menos esperados: al borde una sesión política, en una cena bajo la mesa y otros lugares inapropiados en una pareja imperial para amarse.


Avanzando el relato o la cinta, cierto principio de realidad cae sobre la loca dicha de la disfórica pareja: un Emperador debe tener un heredero, y el hado o el destino o una fatal biología –en este caso que proviene de la Historia y sus hechos- se encarga de que no se cumpla el destino ideal en el caso de la fábula o en el caso de lo que dicta la Historia. Pero Napoleón ya está ebrio de Poder y el amour fou por Josefina --que a pesar de llevar una vida poco adecuada para una soberana, sea en la época que sea, es infértil; entonces esta condición del personaje en el verosímil de la fábula es golpeada por los hechos (históricos), y da paso a la tragedia.


Si mantenemos esta lógica narrativa y también “actancial”, la del Napoleón de Scott como una fábula histórica, el arco narrativo mantiene su estructura y su elocuente pomposidad –en las escenas de las calles de París, de las disputas intersticiales, de la caída de Robespierre y los jacobinos, de la suntuosidad de corte iluminada por las noches con la luz de las velas –que recuerda al notable iluminación que logró Kubrick en Barry Lyndon, las marchas acongojantes sobre todo hacia el final de la épica cuando aparece la Rusia invernal y las batallas, sobre todo las batallas, en las cuales creo que encontramos lo más vigoroso, tanto visual como narrativamente de Napoleón.


Al ver la (re)creación de las batallas que elige Scott para su Napoleón, recordé un texto de Alfonso Calderón, a quién creo le habría gustado mucho este Napoleón justamente por lo “falta de rigor histórico”, es decir, por su capacidad de invención y ficcionalización, que es finalmente, no el recurso del método, sino el recurso de la imaginación. Ese que puede ensanchar los horizontes de un episodio histórico a las múltiples y variables visiones de un autor, en el más tradicional sentido del término: “Al releer Guerra y paz, la gran novela de León Tolstoi, pienso en cómo se adelantó, en la escena de masas, al cine. Cuando se han llevado al cine las vistas panorámicas de las batallas que libra Napoleón, la lucha en las cercanías de Moscú, el feroz invierno ruso, y la contramarcha del gigantesco corso, han tomado pie en un guion no escrito que el admirable escritor anticipó en el torbellino de la creación”, dice Calderón.


Me parece notable este acierto de Calderón: guion no escrito –bien avant la lettre sobre todo en las sesenteras películas de la nouvelle vague sobre todo de Godard y en el cine de John Cassavetes- de Tolstoi de las batallas narradas en Guerra y paz. Así también habría un guion no escrito en los fragmentos narrados por su protagonista Fabrizio del Dongo de La Cartuja de Parma. De muchas maneras alter ego de Sthendal, que cuando joven participó en algunas de las campañas napoleónicas y las narra desde su propia experiencia y mirada. Otra novela que narra de manera notable, pero que ya ha incorporado técnicas cinematográficas, es La guerra del fin del mundo de Mario Vargas Llosa. Y se nota: volviendo a Tolstoi respecto al advenimiento del cine: “Ya veréis cómo este pequeño y ruidoso artefacto provisto de un manubrio revolucionará nuestra vida: la vida de los escritores. Tendremos que adaptarnos a lo sombrío de la pantalla y la frialdad de la máquina. Serán necesarias nuevas formas de escribir. He pensado en ello e intuyo lo que va a suceder”.


Efectivamente, quién ha leído las batallas que se narran en profusión y detalle en Guerra y paz “verá” que efectivamente era un adelantado a las escenas de masas en el cine, y que Sthandal, en la única parte de su Cartuja de Parma también es un adelantado al narrar/filmar la guerra como con “cámara en mano”, a ras de piso y en notables y vertiginosos travelling. No ocurre lo mismo con Mario Vargas Llosa y La guerra del fin del mundo que ya ha incorporado les técnicas cinematográficas a su narrativa. Y si la verosimilitud de sus guerras es similar, aparentemente, a las de Tolstoi y Sthendal, ya no son de ese realismo adelantado, pero igualmente decimonónico de los autores franceses, sino de una factura moderna, post-cine, o incorporando ya los procedimientos del cine a los procedimientos literarios. Ahora bien, si pensamos en la cantidad de películas bélicas filmadas tanto en el siglo pasado como en este, sobre todo en las de ambas guerras mundiales como en las de la guerra de Vietnam y las que ahora vengan a la realidad y al cine, tenemos sobre todo la crudeza y el realismo de Sin novedad en el frente de 2022, y, sobre todo las cintas sobre Vietnam, pero en ellas no hay lugar a la épica, sino a la denuncia, la crueldad, el sinsentido el horror e, incluso, cierto delirio desencajante como en Apocalipsis Now de Coppola o La Cruz de Hierro de Sam Pekimpah, que termina con una cita totalmente antibélica de Bertold Brecht.


Las batalles en Napoleón son sin duda coreográficas y épicas, tácticas como un juego de niños casi, muchas veces geométricas y hasta estéticas; el horror, la sangre, los cuerpos destrozados y amputados, los gestos de muerte y la muerte misma, son sólo un hecho más de la causa y sobre todo espectáculo (a veces una que otra secuencia estetizante o casi surrealizante, como la de la batalla donde los cuerpos de los soldados, los caballos y las balas y la sangre se confunden en el agua) y espectacularidad de ese mismo espectáculo que ha costado millones de dólares en su realización y Scott parece querer demostrarlo en su mise en sene. Vuelvo a propósito de esto a Tolstoi: “Lo que le encanta, dice Alfonso Calderón, es que el ‘cinematógrafo’ haya adivinado ‘el misterio del movimiento’, y ve en ello su grandeza. Le explicó alguien que el gran peligro era que el cine podía caer en manos de los ‘hombres de empresa’; pero Tolstoi replicó: ¿adónde no hay hombres de empresa?”. Y el cine de Ridley Scott es un cine dónde la empresa está presente en un porcentaje como el de Hollywood y toma decisiones que a veces pueden ser funestas o que pueden acabar con una gran película e incluso destruir a un creador notable, como le ocurrió a Michael Cimino con su película Las puertas del Cielo. Una de las críticas que sí tiene a mi modo de ver fundamento, es la referida a un montaje desigual, desparejo, a veces tosco, que no hilvana bien las secuencia, que apura de pronto acontecimientos y tempos que no se corresponden ni aciertan en secuencialidad lógica ni narrativa. Y acá entran las decisiones de la empresa a los “hombres de empresa”.


Scott filmó y montó algo así como cuatro horas y media de una película que vimos en cine con una duración de 160 minutos. Veremos la cinta completa en una plataforma de streaming con el llamado corte del director. No creo que esto cambie radicalmente lo que he planteado hasta aquí: que el Napoleón de Ridley Scott es una fábula histórica o, más bien, una fábula de amour fou inserta en un período histórico radical y disfórico donde una pareja de amantes, Napoleón (Joaquin Phoenix) y Josefina (Vanessa Kirby) comparten una folie a deux, que fatalmente las necesidades del Poder y su contagio, terminan por destruir como fábula y la desplazan hacia la tragedia, donde las consecuencias no son las de las fábulas propiamente tal, sino su contraparte: el destierro y el exilio, la locura y la enfermedad, la pertinaz fuerza de los hechos que se imponen al Deseo. Y aquí adviene la ausencia del otro o de la amada, Josefina- quién se queda. El que parte, Napoleón, será la gran ausencia para Josefina, y de alguna manera ausencia para sí mismo en relación a Josefina o su representación deseante, y así va decayendo, de error en error, de una manera espejeante, como ausente de sí mismo, desgarrado, caído antes de caer, deprimido, predestinado.


Creo que lo más elocuente de esta cinta como fábula histórica de amour fou y sobre todos los múltiples enigmas de su protagonista, Napoleón, radica en una escena que nunca pudo ocurrir: el corso mirando a la Esfinge del desierto, frente a frente, como interrogándola.

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