¡Qué lata!
Una fotografía perfecta, una cámara que siempre sabe dónde estar y filma con audacia y precisión única. Una música de una rara belleza que acompañada algunas de las secuencias más inolvidables del cine chileno. Todo en un escenario siniestro de una adictiva desolación. Paisaje por el que circulan los mejores actores del teatro y el cine chileno, todos perfectamente caracterizados de los monstruos que les encargaron ser. ¿Cómo todo eso junto puede terminar en una película sorprendentemente mala?
El Conde es así una película en que todo está bien, menos todo. Un cuerpo bello y terrible al que le falla un solo órgano, el guion, es decir el corazón. Un corazón que como los que consume el Conde Pinochet, el vampiro de la película, parece haber pasado por una juguera, para convertirse en una masa blanda de lugares comunes, frases hechas y chistes para actores, que no los hacen reír ni a ellos.
Así El Conde escenifica una de las tragedias más frecuentes de un cierto tipo de cine latinoamericano que arrasa en los festivales extranjeros. La tendencia a pensar que en las canciones lo único que no importa es la letra, y que en las películas el guion no tiene otra razón de ser que llevar al director de fotografía a filmar las tres o cuatros secuencias mágicas, surreales o simbólicas que el director arde en ganas de filmar. Problemas, que si lo pienso bien lastran también a Roma de Alfonso Cuarón o Bardo de González Iñárritu, todas filmadas lujosas para Netflix. La incapacidad de intentar comprender a los otros, a los malos, o a los dudosos, se reemplazan por imagines bellas o chocante que permiten al jurado dar el premio a una película de la que es mejor solamente ver el tráiler.
En El Conde todo confluye hacia la escena en que Carmen, la monja-vampiro-contadora- francesa-enamorada-fría- exorcista-vampira-periodista, vuela por encima de lagunas y mares del extremo sur de chile. A la película le importa poco, que quien hace volar a la Monja Exorcista sea justamente el malvado máximo de su caricatura: el general Pinochet, encarnado por el más encantador de los actores chilenos, Jaime Vadell. En efecto Pinochet, es en toda la película lúcido y poderoso, gentil y divertido. Si come corazones y mata a los que los llevaban, es porque no sabe hacer otra cosa. Esta incluso dispuesto a dejar de hacerlo, aunque algo parecido al amor lo obliga a volver. Pero tampoco es amor lo que siente, como tampoco odio hacia Allende o la Unidad Popular, apenas mencionadas en la película. Solo parece moverlo o conmoverlo el enorme hastió de escuchar parrafadas casi líricas, informe de Amnisty Internacional y párrafos de investigaciones de CIPER Chile que le lanzan a la cara en todo momento, antes los que responde, a coro con el espectador con un “Qué lata.”
¿Quién es Pinochet, que hace ahí? “Que lata” responde el Conde, y nosotros por primera vez estamos de acuerdo con Pinochet. La imaginación visual, una vez más, substituye la imaginación moral y a los dos minutos sabemos que la película no intentará siquiera explicar que pasaba por la cabeza de Pinochet ese 10 de septiembre del 1973. Ni menos, mucho menos que les pasa a los que lo apoyaron entonces y los que lo apoyan aun hoy. Claro, no son humanos, son vampiros, títeres, monstruos. Pero incluso las caricaturas tienen alma, o motivos, o razones para hacer las cosas. Lo propio de la caricatura es justamente ser exageradamente humano. Así Pinochet es el Conde, eso mismo que nunca fue, un Conde, un aristócrata, eterno y ligero en su capa, inmortal, incólume, todo lo contrario del general que se hizo el loco para volar de vuelta a Santiago, que encontraba muy económico que enterraran dos muertos en una sola tumba, y declaró que no se acordaba de los hechos que se le preguntaba, pero que por sí se acordaba que no los había hecho.
Todas las caricaturas de Pinochet del tiempo de su máximo poder lo representan como un soldado patético y cobarde con rasgos de megalomanía ridícula. Un militar sin gracia y sin vuelo que a veces se cree Napoleón, Julio Cesar, Hamlet o Luis XIV, pero visiblemente no es nada de todo eso. En todos los dibujos y textos que los ridiculizan, cuando era arriesgado hacerlo, era de un funcionario que llegó al poder más o menos al azar y que vive obsesionado de que su gorra tenga 5 centímetro más que la de los demás. Un tirano sin envergadura que hasta Ferdinand Marco manda de vuelta a Santiago sin dejarlo pisar la losa de Manila. Otras caricaturas lo muestran como un “macabeo”, un hombre explotado por una esposa siempre insatisfecha, ávida de venganza oro y sombreros. Una pareja infernal no por su grandeza transilvánica, sino por su pequeñez burguesa, que los hacia para la gran burguesía que los apoyó hasta el asunto de Daniel López, fueran apenas frecuentables. En sustancia la forma clásica de caricaturizar el dictador era mostrarlo más como una babosa que como un vampiro, personaje de una picaresca triste en cuyo centro no aloja la capacidad de volar sobre la cuidad sino el odio hacia cualquiera que vuele más alto que él.
El Conde no es entonces una caricatura de Pinochet sino una estilización de Pinochet. Si no nos recordara cada cinco minutos los hechos de su terrible gobierno, sería un homenaje. No es un “asesinato de imagen” sino una forma de embellecer, sin disimular sus malos actos, una figura que carecía hasta esta película de cualquier grandeza. En ese sentido la elección como contrapeso y mayordomo del Conde, de Miguel Krassnoff, obedece a toda la estrategia de quitarle el carácter de político, chileno, o latinoamericana incluso a la dictadura chilena. Krassnoff hijo y nieto de cosacos del ejercito blanco es sin duda más interesante e internacional que Manuel Contreras, el único vampiro verdadero de la dictadura chilena. Pero la relación entre Contreras y Pinochet de competencia, envidia, y vigilancia mutua, habría obligado a la película en interesarse por el que se supone es su tema: las formas en que dictadura chilena más allá de sus lideres, sobrevive y se renueva no solo en la memoria, sino en el cuerpo de chile. Como hay siempre un Pinochet (y un Contreras) entre nosotros, un Pinochet desde siempre y para siempre. Esta es sin duda la idea que dio nacimiento a la película: es una gran idea, una idea genial incluso, a la que le faltó sin embargo el trabajo mas humilde y aburrido de intentar averiguar en que consiste este cuerpo y esa alma de Chile, y en que consiste, por tanto, el horror y el placer que Pinochet convoca en nosotros.
El Conde podría haberse filmado con un celular, y actuado por gente de la calle, se podría haber musicalizado con canciones de Patricia Maldonado o Nano Stern, y filmado todo en el patio de su casa, pero si hubiera intentado por un segundo entender la eternidad de Pinochet sería una obra maestra. Es la sensación de no haber hecho el trabajo intelectual, es decir el trabajo moral, que una idea genial requiere, el que lleva a cubrirla de imágenes perfectas, y sonido y música, y delirios profesionales. Formas que recubren el vacío de no haberse hecho las preguntas que hay que hacerse ante cualquier personaje de ficción: ¿Por qué hacen las cosas que hacen? ¿Por qué no pueden hacer otras?
Es algo que, hasta el Conde, el único personaje consciente de sí mismo de la película, puede ver. Por eso su que “lata” y que “te pusiste latera” en medio de la escenografía, la música, la fotografía, el paisaje más apasionante del mundo es un grito de rebeldía y liberación que nunca habríamos esperado justamente del dictador. Único ser libre, democrático, de esta tiranía sin tiranía que debería hacernos reír y llorar y temblar y nos libera de estas tres cosas a la vez.