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Ruido o el odio de una madre *


Para la madre que no puede olvidar su odio



“Es un poco tonta, pero no se le nota”


Ella notaba cada vez que su madre la nombraba con esa frase al mundo. Aprendió a fingir hace mucho tiempo, fingió que no la escuchó. Aprendió tan bien que dejó de escuchar. Pensaron que era sorda, visitó primero al neurólogo, luego al fonoaudiólogo, pasó por el otorrinolaringólogo y como es de suponer, terminó en el psicólogo. Veía a su madre tan feliz con el diagnóstico que se hizo sorda. La madre ya no la presentó como tonta. En vez de decir “es un poco tonta, pero no se le nota”, comenzó a decir:


“Es sorda, por eso es así”


Al comienzo la escuchaba, luego fue un susurro y, al final de los tiempos, fue ruido blanco. Olvidó. Olvidó que no quería escuchar el audio de su madre. Así, nunca supo que su madre lloraba al despertar, que su madre lloraba a medianoche, que su madre gritaba aliento seco cuando se aproximaba su padre, que su madre se deprimió cuando ella nació, que su madre vomitaba la sopa de letras, que su madre gritaba su nombre... Nunca lo supo.

Una vez soñó un ruido, era tan grave que se hizo imperceptible. Lo buscó por todo el sueño; incluso, abrió la puerta de la pesadilla, también la del insomnio. El ruido soñado se le perdió...


Aún lo busca en cada despertar.




EL ODIO EN UNA MADRE


El amor materno tiene una contracara: el odio. Tanto el amor como el odio son asuntos yoicos, no pulsionales, por lo que entrañan una singularidad a la hora de acogerlos en un espacio transferencial. La singularidad es no olvidar quién los porta: ¿un Yo materno arrasado por ejercicios pulsionales sin límite, sin la posibilidad de haber construido nuevos caminos?, ¿un Yo materno que ha podido contar con otros espacios para la tramitación de sus afectos?, ¿un Yo arrasado en su sobrevivencia autoconservativa que solo puede odiar? Tendremos que definirlo al calor y al frío de los amores y odios de cada historia.


Sabemos que las maneras de investir y darle vida a un objeto que devendrá representado, porta ondulaciones, movimientos, ambivalencias que son los ligamentos que posibilitan el mantenimiento de su estatuto como representado. A veces, esos ligamentos se convierten en scotch barato, que apenas une y pega, que pega un poco y pierde su material adhesivo, pega una semana y después se despega… Así son los ligamentos que sostienen la ambivalencia del amor y el odio hacia el objeto representado o que intenta serlo.


Existen ejercicios maternos con ese scotch frágil, con ese scotch vende humo y el resultado es que el vaivén de la investidura representacional se transforma en algo que no sostiene ni enlaza. Porque el vaivén es extremo, es como estar en el tagadá de un parque de diversiones sin afirmarse, es ir de un lado a otro sin que el Yo pueda siquiera sentir dónde está: ¿en el amor, en el odio? Más bien, el Yo materno queda arrasado por afectos que le pasan por encima, ni una pizca de antena está disponible para leer el afuera y el adentro de sus modalidades predominantes de vincularse y representar al objeto hijo.


Entonces, ¿de qué se trata el afecto del odio cuando tiene prevalencia en una relación? Es un afecto que ha perdido su movilidad. La movilidad -investiduras, contrainvestiduras, olvidos y recuerdos encubridores- funciona como el scotch en la neurosis que posibilita ese ondular de las investiduras que le ayudan a una madre a olvidar: que odia, que se angustia, que se avergüenza, que se afecta así de intenso con la presencia de su hijo, de su hija. El scotch que permite olvidar no es fácil de encontrar, a veces hay carestía, a veces se encuentra en una librería, otras, en una ferretería. También en la feria:


- “¡scotch del olvidoooo!

- “¡scotch pa` olvidar!”

- “scotch pa’ ligamentos psíquicos”

- “pa’ los huesos psíquicos, pa’ los huesos psíquicos”

- “¡originales, originales!”

- “3 x $1000 caserita”


Sería fantástico, ¿cierto?

No es posible hallarlo de buenas a primeras. No es patrimonio estable ni de todas las ferias de Chile, ni de todas las madres habidas y por haber, heridas y por herir. No lo venden en todas las comunas de Chile. Hay algunos scotch piratas y las madres lo compran pensando que es el original.


No pudo distinguir. Porque el original está muy borroso, enredado, confuso. No es posible reencontrarlo, aparece como la imagen del sueño al despertar y se va… se intenta agarrar, se cierran los ojos, para que no se escape esa huella sensorial… se fue. No es posible discriminar cuál es el scotch de los orígenes. Así, el pegamento que consigue cada madre para unir sus huesos psíquicos, le falla a veces. Le falla en una vida. Las madres que odian no saben que están odiando. Están nubladas por efecto del pegamento frágil. Hasta el olor del pegamento frágil las afectó. Esas madres que rechazan sin vergüenza, son las madres que tenemos la posibilidad de acompañar en nuestro trabajo clínico. Una madre que no cuenta con el scotch tiene sus motivos. Es esa nuestra dirección, ir a sus motivos.


Quien odia, olvida que odia. No es posible recordarlo todo el tiempo.

Quien no olvida que odia no ha podido renunciar a la alucinación primitiva en donde la fuerza de lo percibido sigue actuando con una potencia sin igual, que no permite percibir el objeto cuando está, porque el odio que no se detiene empaña todos los vidrios: de los anteojos, de los espejos del baño, de los espejos retrovisores, de las ventanas… Tan empañados están que no es posible detener la propia fantasía enquistada y percibir al objeto en su presencia. El scotch para ligamentos psíquicos no duró nada. La madre quedó atrapada en un extremo de sus afectos y ya no ve al hijo ni lo nuevo que puede surgir en una mirada, en un llanto, en una sonrisa, en un grito compartido.


Terminaron comprando ruido, ruido blanco, lo guardaron en bolsillos que tenían descosida su base. Bolsillos por donde hay orificios por los que se caen las monedas que se llevan a la feria y también los ruidos blancos que se compraron pensando que era scotch de buena calidad. La madre camina feliz de regreso a casa pensando que hizo un gran negocio (“sshhh 3 x $1000, ¡la hice!”, piensa y sonríe). Pronto dejará de sonreír, al recordar que le falta un diente, y pronto olvidará lo que compró, porque el ruido blanco deja de escucharse. Pero esta compra tendrá serias consecuencias. Lo que a la psique de una madre se le cayó de los bolsillos con agujeros, queda a veces en el aparato perceptual del hijo, de la hija. Y lo que la madre ha perdido, ellos y ellas lo alcanzaron a oler, a escuchar, a sentir antes que se desvanezca del todo. Lo llevan encima, a veces lo transforman y es posible huir del peso del ruido blanco que les ha caído. Otras, no es posible y lo siguen buscando en cada despertar. A veces hay scotch bastante fibroso, de buena calidad, para ligar las articulaciones psíquicas. Hay relieve, hay momentos, hay intensidades que varían, hay miradas que retornan, hay olores que se rechazan, hay sueños que organizan y liberan la representación estrangulada que exhala dolor. A veces en una vida hay scotch. Otras, solo hay ruido blanco.


El odio que tiene lugar en la vida psíquica de las madres pronto puede encontrar un límite. Ese límite lo posibilitan otros afectos que emergen como una hierba que no para de brotar. Emerge y brota vergüenza, culpa, compasión que vuelven a situar el odio en otro lugar lejano, al menos por un tiempo, para la conciencia de la madre. Pero a veces se trata de una hierba muerta, es mala hierba que envenena cuando crece, da brotes que no hacen detener la intensidad, sino solo aumentarla exponencialmente hasta inundarlo todo. El afecto del odio en este escenario de malezas indómitas no encuentra espacios intersticiales entre otros afectos. El odio queda rígido, atrapado, inmovilizado. Así, paralizado, ese afecto intentará moverse. Toda la fuerza del pensamiento tiende a alcanzar al menos la descarga motriz que libera montos de afectos atrapados. Es como la parálisis del sueño: el durmiente intenta despertar. No puede. Sus ojos, sus manos, su respiración no responden a sus mandatos. Se ha perdido el dominio. Así ocurre con el odio detenido. Hubo un tiempo en que quizá fue posible dominarlo: los olvidos, las negaciones, las idealizaciones permitieron aquello. Pero la historia de un odio paralizado da cuenta de siglos de rechazo que han tenido lugar. No en el inconciente de las madres ancestrales, sino en una tópica que se indiferenció (o tal vez nunca alcanzó una diferenciación) y así, en un territorio pantanoso, se aisló y no encontró red, ni en la propia tópica, ni en los vínculos de su tiempo. Está petrificado hace mucho. El odio no se detiene y el Yo se cansó de intentar despertar. Es rígido, ya no se piensa, ya no se evita. Entró en la conciencia y la vergüenza y la compasión perdieron su capacidad productiva. Sí, la vergüenza y la compasión producen, producen movimientos: producen hojas en las que dibujar, telones donde proyectar el sueño, construyen un alguien, algún otro, alguna otra con quienes imaginar, producen algo ahí donde un afecto está en riesgo de petrificarse.


¿Hay consecuencias por odiar? Sí, el odio al objeto hijo tiene consecuencias. Lo odiado de manera narcisista será solo un intento –que no funciona- de proyectar un rechazo al interior del propio Yo materno. Casi siempre se trata de una identificación no lograda con la madre de una madre, identificación que la autorice y sostenga en su trabajo interpretativo, que le permita ver algo ahí donde no hay nada, ahí, en la hoja en blanco que representa el hijo/la hija, en la hoja de los orígenes. A veces, ese primer esbozo se logra, pero tan suave y frágil, que el segundo movimiento, que consiste en lanzar la mirada allá afuera, más allá del propio Yo, al encuentro con el nuevo objeto a investir, no alcanza a llenarse de otros contenidos, no hay más repertorio que las distintas expresiones del rechazo, no hay más palabras en el diccionario: odio, odiar, odiando, odié, odiaré... Hay una inamovilidad del afecto del rechazo. Cuando el rechazo al hijo adquiere la forma del odio, lo que muchas madres hacen es preservar la vida autoconservativa sin espacio para el surgimiento de lo sexual. Y ahí cuando el hijo llore, cuando el hijo la busque con su mirada, cuando el hijo más tarde aprenda las tablas de multiplicar… Ahí, cuando la hija le regale a su madre el dibujo de unas rayas que ella dice que es una flor o una comida hecha de gredas y plasticinas de colores… Ahí, cuando el hijo o la hija toquen su cuerpo, el propio y el de ella, cuando cierren la puerta, le suelten la mano… Ahí, cuando ese hijo escoja sin saberlo un objeto vocacional y uno amoroso… Ahí, cuando ese hijo decida continuar o no un vínculo con quienes ha estado… Ahí, cuando los hijos recuerden y armen sus relatos de las caricias y los golpes de una vida y de un sueño… Ahí, en ese lugar del tiempo, las madres que invisten de manera narcisista con un Yo de color odio petrificado, no podrán sino rechazar una y otra vez lo que el hijo y la hija les muestren o les oculten desde los contornos de su psiquismo, por un largo tiempo (sino siempre) indiferenciado de la madre y su odio.


Pasa mucho tiempo antes de que una madre pueda sentir el odio, antes que sea posible verlo con cierta claridad. Son mañanas desgastadas, tardes somnolientas, noches de insomnio. Rotundamente, no existe exclusivamente el día de la madre. Los relatos de madres antes de ser odio son un gran peso, se sienten de esta manera en la relación transferencial, como nos los muestra la guionista solitaria:


~ La violencia vivida tiene un efecto en quien la porta. Escuchar el relato de una persona que ha sido objeto de violencia es como ver una película de terror, pero, a diferencia de una película, la escena no cambia, no acaba, no es posible apagar el dispositivo que la contiene, porque ese dispositivo es el propio cuerpo. Es otra expresión de la pesadilla freudiana. Además, es una película de tan bajo presupuesto, ¡no ha ganado ningún fondo estatal! Así, no cuenta con el equipo audiovisual necesario para poder grabar las escenas con la tecnología adecuada que permita ver y escuchar con cierta claridad. Únicamente existe la guionista. Y existe sola, sin linaje al que acudir. La guionista solitaria ha quedado petrificada y seducida por una imagen sin tiempo. El resultado es un afecto que predomina al modo de una esfinge: detenido, rígido. Ni los temporales más intensos podrán lograr que se mueva un poco de su lugar, porque su lugar porta la defensa de la anestesia y de la petrificación. Entonces, ni la tele se puede apagar, ni en canal se puede cambiar, ni la película contó con un equipo para armar un relato en conjunto, con distintas perspectivas, con corrección de escenas, con corrección de estilos, con continuistas que armonicen el relato y vean si los raccontos o los flashes backs se entienden, si las historias se tejen al revés o al derecho. Ni los focos del gaffer contaron con la fuerza para dirigir el foco a otra escena. Pero ahí está la otra escena no iluminada, como el detalle de un sueño que casi no se ve, que apenas se siente. Ahí está: generalmente se trata de una madre en silencio o del silencio de una madre. Vamos y aumentemos a destiempo su audio. Hagamos audible su respiración, su balbuceo, su miedo. Eso, subamos el volumen de a poco. Si hay algo que no se soporte escuchar haremos como si olvidamos y nos quedaremos con el sonido directo. Por un tiempo no haremos postproducción de sonido, ni para el doblaje de los audios inagarrables ni para los foleys de lo que no se capturó en la grabación originaria. Nos será difícil entender, porque trabajaremos solo con el sonido directo que capturó una caña vieja con un peludo desgastado que fue afectado por el viento de las violencias que venían de otra película. Esa otra película es un poco ajena, pero entra con la fuerza de lo no elaborado, con la perforación del traumatismo. Es la escena de la violencia de los adultos de su infancia y también de los adultos en su infancia. Es un ruido blanco tan sordo que es gigante, aun así, no se percibe. Con toda esa sonoridad de gritos mudos trabajaremos y el afecto ahí dentro es duro, gigante, bestial, incólume y pesa. Es un ruido blanco que comanda los intereses yoicos, la capacidad de pensar, de soñar, de amar, de trabajar. De esta forma es el afecto rígido que lo inunda todo, el hoy y el ayer, porque es sin tiempo. El odio salpicado de angustia es así a veces, sin tiempo que lo perturbe e incomode. ~


No todo es amor. Porque para que el amor alcance cierta existencia y prevalencia en una vida psíquica ha debido relacionarse con otros afectos. El amor más bien es un resultado, no un sentimiento superior a otros, sino que es uno de esos afectos que se ha transmutado y devenido un Eros roto que se eleva desde las tinieblas, pero que existe precisamente porque hay tinieblas: odios, envidias, tal vez celos, angustias, humillaciones, abolladuras psíquicas de todo contorno y profundidad. Tinieblas que, de no despejarse, destruirán al objeto y ya no habrá nada vivo que investir y que devuelva una mirada, una imagen de sí, ese es el gran riesgo del odio a secas. Tiempos de amor, tiempos de odio, tiempos de ambivalencias afectivas que claman por una orientación. Sin identificar este camino entre las tinieblas, el odio materno operará y tendrá significativas consecuencias; el odio materno existe y tiene una historia con el traje del ruido blanco. Mientras menos podamos escucharlo e incorporarlo en nuestras reflexiones –su fuerza, su existencia, sus características y consecuencias en el intento de vinculación de una madre con su hijo, con su hija- más encontrará ese odio, la posibilidad de persistir, de ser inmortal.



Marta Bardelli González



*Extracto del libro de Marta Bardelli González, La noche de las madres. Metapsicología y cuentos de horror materno (Enero de 2023, Humo Editorial). Prólogo de Hugo Rojas, diseño de Casa en Blanco y pinturas de Renato Órdenes San Martín.


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