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Despecho y venganza


Una de las funciones de Némesis, divinidad griega de la venganza, consistía en resarcir a los amantes despechados. Pero si la venganza es hermana de la justicia, y Némesis lleva en ese sentido la balanza entre sus atributos, el ámbito erótico al que pertenece el despecho tiñe el anhelo vengativo de un halo de ilegitimidad. Como observa Ovidio, donde reina Eros el juramento no tiene validez y por lo tanto no puede existir, en rigor, traición alguna. El deseo posee allí una soberanía inalienable, y aunque realiza acuerdos, no puede nunca ceder la capacidad de revocarlos. Las connotaciones negativas del término despecho revelan su carácter deshonroso, que por su impotencia más se parece a la envidia. En efecto, lo que caracteriza al despechado es la falta de poder: quisiera hacer sufrir al otro lo mismo que sufre –ojo por ojo y diente por diente– pero aquello que no tiene o ha perdido es precisamente la potestad de hacer sufrir. Donde hay deseo, tal poder opera siempre aunque sea subrepticiamente; como canta el bolero: “se te olvida/ que aún puedo hacerte mal si me decido/ pues tu amor lo tengo muy comprometido”. La satisfacción de producir un sufrimiento a aquel que nos lo infligió, que Nietzsche mostró como afán primordial de un resentimiento demasiado humano, se vuelve para el despechado inalcanzable (en el ámbito erótico, de ahí que a veces atente contra los bienes materiales o espirituales de aquel a quien no logra afectar). Fuera de juego, le queda la opción de maldecir. Dentro de la modestia del conjunto, no es poca cosa.

La maldición del despechado recorre las mitologías y relatos, y detenta una considerable eficacia. Aminias maldice a Narciso condenándolo a su trágica muerte frente al espejo de agua. La reina Dido, abandonada por Eneas –que parte a fundar Italia como le exigen los oráculos–, lanza una terrible maldición antes de suicidarse, motivo mítico de enemistad y guerra para Roma. La maldición es el último recurso de quien siente que no tiene poder de acción. Y es eficaz porque, en contraste con quien toma la venganza como tarea propia, quien suplica de este modo confía en la venganza divina, prometida en las Escrituras (“Mía es la venganza, dice el Señor”). Si la venganza exige paciencia, es porque está ligada a la fe.


II


Tanto Aminias como Dido se suicidan con las armas de quienes los han desahuciado: Aminias, con la espada que el mismo Narciso le envía cruelmente; Dido, con la espada que Eneas olvida en su palacio. En el gesto violento se revela el doble asesinato que anhela el despechado: matar a quien le causa el dolor y ser asesinado por este. Esto último supondría una pasión de parte de aquel a quien busca afectar inútilmente. El suicidio, en contraste, es índice de la irrealidad de su papel de víctima.

En lugar de hacer caso a la sacerdotisa que le ha ordenado que se deshaga de los recuerdos de Eneas –como conviene a quien quiere liberarse de la carga del pasado y así continuar su vida–, Dido prefiere conservar esos objetos (la espada, la ropa, incluso una imagen con las que construye la escena de su suicidio) antes que conservarse a sí misma. El despechado se resiste a perder y por eso mismo es el mal perdedor, el que no acepta las reglas de juego del vínculo erótico. Exige que el amor sea más fuerte que el deseo, pero lo exige en el ámbito en que gobierna el deseo.

La rabia del despecho se disfraza de arrepentimiento por lo que se dio sin medida, cuando el enamoramiento impedía el cálculo: “Dido infeliz, ¡ahora adviertes su maldad! Valiera más que la advirtieras cuando le dabas tu cetro”, se lamenta la reina. Lo mismo experimenta Medea, la más sanguinaria y temida entre las presas de este encono, que ayudó a Jasón a superar las terribles pruebas en la conquista del vellocino de oro para ser luego intercambiada por la hija del rey. “Te salvé”, le reprocha Medea insistentemente, y la respuesta de Jasón revela el carácter tramposo de ese arrepentimiento que supone una voluntad libre donde no la hay: le espeta que no fue ella quien lo ayudó, sino Afrodita y Eros, que con sus “dardos inevitables” la obligaron a ello. Ese arrepentimiento está atravesado por el odio deseante, el odio por la falta de libertad que implica el deseo, por no poder resistirlo. Además, muestra el carácter envidioso del despecho, que busca una injusticia donde no la hay.

Fuera de la esfera de Eros habita la voluntad libre, asociada a la búsqueda de la conveniencia y el bienestar. Ahí precisamente se sitúa Jasón y todo aquel a quien ninguna flecha ha herido; “¿Acaso he calculado mal?”, se pregunta, y explicita que de ninguna manera su decisión se basa en que prefiera el nuevo lecho sino en el ascenso social que el este le reporta. El deseo divide al sujeto, es decir que no se desea aquello que se quiere, aquello que conviene. Deseamos a pesar nuestro; la conveniencia, lejos de ser un aliciente erótico, está asociada a las pasiones conservadoras que comercian con el principio de utilidad.

No es infrecuente que el rechazo de Eros devenga misoginia, y tome los rasgos de una “crítica al amor romántico”, cuyas propulsoras serían las mujeres; Jasón es un perfecto exponente cuando agrega con indignación que son las mujeres quienes dan esa relevancia al asunto erótico, y “si acontece algún infortunio en lo referente a vuestro lecho, lo más conveniente y lo más hermoso lo tomáis por lo más hostil”; “sería necesario que los mortales engendraran hijos de alguna forma distinta y que no existiera el linaje femenil, de ese modo los hombres no tendrían ninguna desgracia”. El héroe de la conveniencia solo puede mirar a Eros desde afuera, y el despecho, para quien no se ve arrastrado por su fuerza, es simple estupidez.



III


El gran temor de Medea, la imagen que la enloquece al punto de matar a sus hijos para vengarse de Jasón, es la risa de los demás frente a su desgracia, prestarse como objeto de la crueldad que goza alegremente. En el núcleo del despecho se encuentra la fantasía de ser burlado. La humillación está intrínsecamente ligada al lugar de objeto: no pertenece a la acción del sujeto humillado, sino a la posición pasiva de este frente a acciones de los demás. De ahí que la persona que sufre un abuso sienta vergüenza. La venganza, por su parte, anula la humillación: el que ríe último, ríe mejor. Que todos seamos susceptibles de ser humillados así como de humillar, el carácter reversible de esos roles, habilita el halo redentor de la venganza (el cine de Tarantino consiste en una exposición constante de esa reversibilidad).

El deseo es por antonomasia aquello que pone al sujeto en posición pasiva, en particular en su forma apasionada; la pasión se padece por definición. Por eso el deseo humilla el narcisismo, al que vence indefectiblemente, como expresa el mito de la hostilidad entre Eros y Narciso que culmina con la muerte del último. La vergüenza del despechado no es entonces propiamente erótica, sino narcisista, pero toca ese punto, esa tangente, en que Eros juega con Narciso. Ese punto es el rechazo. Nadie humano está exento de la dependencia respecto del espejo, y del otro en la constitución de ese espejo (por eso, el narcisismo es la cifra de lo humano). La herida narcisista es una herida en la imagen, pero sangra. La extraña vergüenza que sentimos por lo que nos hacen, por si el otro nos rechaza, nos abandona o nos engaña, es la sombra triste del espíritu de venganza. “Nada degrada ni envilece tanto como dejar de ser amado”, escribe Pascal Quignard. Lo inconfesable del despecho (como de la envidia) es que ese envilecimiento no consigue canalizarse y carcome por dentro, impotente: de la crueldad que goza de hacer sufrir puede uno jactarse –y no le faltará compañía–, pero nadie expone su reverso reactivo, la crueldad amputada que no logra hacer sufrir y solo mira cómo gozan los demás.


Florencia Abadi



Folleto de Cabaret Voltaire 1916. Ilustración con diseños para títeres de Emmy Hennings.

Facsímil de los Archivos Literarios Suizos exhibido en la exposición Emmy Hennings de Sitara Abuzar Ghaznawi (Zurich 2020).


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