Poética de los cuarenta (y tantos…)

Hace poco cumplí cuarenta y nueve años. No le había dado ninguna importancia o sentido especial a esa fecha, hasta que una amiga me dijo: “Es tu último año con cuarenta y tantos, te despides de la década”. Su comentario disparó una angustia difusa, una ansiedad indefinida, que de a poco se fue decantando en estas líneas.
Es un lugar común que los cuarenta traen consigo una crisis: la crisis de los cuarenta. Dejamos atrás definitivamente la juventud, que en nuestra cultura se prolonga hasta los treinta y tantos, con la idea de adulto joven, y vislumbramos el fin de la vida. El horizonte de la muerte aproximándose nos urge a vivir con más intensidad pero, como escribió Huidobro en Altazor, una voz nos grita “vives” y no nos vemos vivir. Nos sentimos presos en la vida que hemos construido. Las relaciones de pareja se tensan o quiebran, el trabajo se vuelve tedioso y asfixiante, nos asaltan fantasías de empezar otra vida desde cero. Querríamos tener otro cuerpo, otro trabajo, otro amor, otra oportunidad. Podemos fácilmente convertirnos en una caricatura de hombres o mujeres ansiosamente aferrándose a una juventud que se escapa, a una vida que de pronto comienza a acabarse y que procuramos vivir plenamente antes de que llegue el fin. Youth is wasted on the young, dijo Oscar Wilde: la juventud se desperdicia en los jóvenes. Sentimos que si ahora volviéramos a ser jóvenes, con nuestra experiencia, realmente disfrutaríamos esa época que atravesamos a tropezones, esperando que llegara esta plenitud y madurez que ahora nos parecen pobres.
“Ojalá seas joven para siempre”, le deseaba Bob Dylan a su hijo en “Forever Young”, y aunque todos hemos anhelando eso alguna vez, es bueno recordar que probablemente si ese deseo se hiciera realidad sería una pesadilla en la que estaríamos prisioneros. Nuestros padres se casaban jóvenes, tenían hijos de inmediato, a los treinta se vestían como damas y caballeros, con trabajos más rutinarios y estables, y se dedicaban a sus hijos y a la casa. Nuestra generación ha intentado prolongar la juventud lo más posible: postergamos el momento de tener hijos, y cuando los tenemos continuamos un estilo de vida “juvenil”, saliendo a bares, yendo a fiestas, bailando hasta tarde, tomando algo más de la cuenta. Nuestros trabajos son más libres y menos rutinarios que los de nuestros progenitores, pero también más inciertos. En el neoliberalismo imperante nunca hemos hecho suficiente, constantemente se espera que innovemos otro poco, que sigamos siempre jóvenes de espíritu y alerta. No es sorprendente que estemos agotados…
Arjona, el rey del lugar común, tiene también una respuesta inmejorable a este problema: “Señora”: “no le quite años a su vida, póngale vida a sus años, que es mejor”, aconseja. Tiene toda la razón, la fórmula es perfecta, pero totalmente vacía. ¿Cómo ponerle más vida a tus años? Shakespeare ofrece una respuesta aparentemente clara en uno de sus sonetos, que comienza con una mirada implacable a la edad de los cuarenta:
When forty winters shall besiege thy brow And dig deep trenches in thy beauty’s field, Thy youth’s proud livery, so gazed on now, Will be a tattered weed, of small worth held:
O sea, en traducción de Mujica Laínez, “Cuando asedien tu faz cuarenta inviernos / y ahonden surcos en tu prado hermoso, / tu juventud, altiva vestidura, / será un andrajo que no mira nadie.” En ese momento en que la juventud se escapa, propone, hay que engendrar un hijo: “This were to be new made when thou art old, / And see thy blood warm when thou feel’st it cold.” (“Pudieras, renaciendo en la vejez, / ver cálida tu sangre que se enfría.”). Por cierto que la moraleja, como suele suceder en Shakespeare, no es clara: en sus sonetos se combina esta exhortación a la paternidad con insinuaciones homoeróticas y un confuso trío sentimental. Pero es innegable que una parte nuestra siente que la solución a este vacío que de pronto nos agobia es producir otra vida en la que la nuestra se prolongue, que la renueve y le otorgue algún tipo de sentido (para no mencionar el abominable argumento de “tener alguien que te cuide cuando seas viejo”). Como describió muy bien Lina Meruane en Contra los hijos, quienes han seguido este camino muchas veces miran con desdén a quienes lo evitaron, como si su vida estuviera incompleta sin haberse reproducido, como si fueran seres humanos a medias: inmaduros, cobardes, egoístas. Esta presión por tener hijos es, por supuesto, mayor hacia las mujeres, pero también nos salpica a los hombres.
Mi década no estuvo tan lejos de los estereotipos: tuve una pequeña crisis interior al cumplir cuarenta, y justo cuando la creía superada comenzó la verdadera crisis. Me casé, adopté un hijo, me separé de su madre, me enamoré nuevamente y volví a vivir en pareja. ¿Qué pasó? Todavía no encuentro del todo las palabras para explicármelo. Mi mundo se vino abajo, yo mismo lo demolí. Maté a mi antiguo yo, lo derroqué, escapé de la cárcel que me había construido para habitar en ella, en un proceso doloroso y difícil para mí y para quienes compartían esa vida que se me volvió de pronto insoportable. Son experiencias intensas, que uno siente como únicas, pero que al mismo tiempo repiten patrones presentes en nuestra cultura. Somos, querámoslo o no, una estadística, un cliché.
Pero la crisis no fue solo mía: todo esto ocurrió con el telón de fondo del estallido social seguido por la pandemia y las dos propuestas rechazadas de nueva constitución. Lo bueno de las crisis es que concluyen: algo se quiebra y a partir de esa ruptura surge un orden nuevo. Al menos eso me sucedió a mí, pero no al país, que tuvo una crisis de la peor naturaleza, un cuestionamiento radical que no llevó a cambios profundos, una explosión después de la que todo parece seguir igual que antes. Hay parejas que se trizan y después se reconcilian, renuevan sus votos con más fuerza, pero en el caso de nuestro país no parecemos habernos convencido de que sí queremos lo que tenemos. Gran parte de la población se manifestó en contra del sistema pero luego rechazó las opciones de cambiarlo. Como decía un amigo recién, nadie sabe exactamente qué pasó, y seguramente seguiremos varios años preguntándonos qué fue…
Cuando estaba cerca de cumplir cuarenta, me puse a trabajar en un texto que finalmente publiqué con el título 30ytantos, en el que intentaba explorar las sensaciones de esa década que se me escapaba, en un momento en el que me sentía en el umbral de una adultez definitiva, a punto de dejar atrás la juventud. El libro combinaba fragmentos de un poema en prosa sobre el tiempo, la memoria y el deseo con fragmentos de una novela de ciencia ficción que escribí cuando niño y con extractos de un libro de divulgación sobre el futuro. Unos años después de cumplir cuarenta, me propuse escribir otro libro, sobre esa década. Intenté poner ahí un montón de imágenes y sensaciones difusas que me rondaban, pero no conseguí darles forma. Quizás solo es posible escribir sobre una década de la que estás a punto de salir, de la que te estás despidiendo, como yo ahora de esta década de crisis. Los cincuenta, me digo, serán sin duda una década más serena. Ese es, al menos, el proyecto. Ya veremos.