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Foto del escritorJorge Norambuena

Isabel Allende y Enrique Lafourcade: de 50 años y contradicciones


Quizás por qué sesgo nunca la leí antes. De esos que uno tiene tan marcados que ni siquiera sabe ya de dónde viene. Ojalá sea que los años nos van poniendo no necesariamente más sabios pero sí menos puristas. Pasar de “cómo voy a andar con un libro de la Isabel Allende” a “qué tontería la mía de no haberla leído antes”. La casa de los espíritus, un libro extensamente leído, pero que solo hace unas semanas pasó por mí.


Una semana antes terminé Palomita blanca, de Enrique Lafourcade, y contaba en algunos encuentros lo sorprendido que quedé con su lectura. En mis tiempos de estudiante no lo leí y no sé si por no haber estado interesado en la lectura (como tantos en la juventud mal nutrida de la belleza de leer) o porque es una novela con temas bastante candentes como para haber sido referenciada en un colegio católico.


Ambas novelas se me aparecieron, sin querer, como necesarias hoy, en el contexto de “los 50 años” del golpe de Estado. En Palomita blanca, publicada en 1971, se cuenta la historia de “la María”, joven de clase obrera y enamorada de un pituco. O “Ana María”, como debe nombrarse en algún momento para poder insertarse en el ambiente de los jóvenes del otro lado de la ciudad. Es hija de una madre que pone por delante a un hombre y la acusa a ella, su hija, de meterse con él a sus 7 años. Mujer de un barrio popular donde se describe la esperanza de recibir las casas que garantizaría la llegada de Salvador Allende a la presidencia y el miedo de que incluso entre vecinos se puedan expropiar. Discursos contra discursos.


Palomita blanca desarrolla cómo se ubica María frente al enamoramiento de Juan Carlos, el pituco, y al ser nada más que “la Negra” en el Club el Golf. Todo esto, relatado en el lenguaje simple, inocente y cotidiano de una “palomita” (quizá el más genial de los aciertos de parte del escritor), de una mujer violentada por distintos sistemas sociales que operan en la novela, desde el abuso del cuerpo de niña hasta la discriminación y ridiculización por parte de los personajes con los que se encuentra de aquella clase social a la que no pertenece y que se lo hace saber con insistencia.


En La casa de los espíritus la historia es otra, aunque a ratos da cuenta de un Chile similar. Publicada en 1982, relata en detalle el devenir de una familia en sus distintas generaciones. Eso sí, gira en torno a la historia de un padre, Esteban Trueba, que en su juventud fue un monstruo. Enamorado de una mujer bella, sensible e idealizada, mientras él era capaz de descargar su animalidad ejerciendo toda su violencia contra las mujeres de su campo —si es que cabe pensar que a ellas las reconocía por algo que no fuera más que su cuerpo—, es un hombre que se para en el mundo desde la necesidad de orden y patria y que descarga su ira contra quienes no responden a sus mandatos. Sus hijos —he aquí el conflicto—, cada quién con ideas “liberales”, parecen revelarse y allegarse cada vez más a ideales socialistas. En el clímax, su Alba, su nieta menor, quien se enamora de un revolucionario, es tomada por la dictadura y torturada, situación en la que se ve envuelto un hijo producto de una violación que Esteban Trueba comete en su juventud.


Trueba, quien es parte de las acciones en las que se gesta el golpe militar para derrocar al gobierno de Salvador Allende, no puede más que terminar por aceptar que su apuesta política soltó las amarras de todo tipo de excesos que no dejaron de tocar a su familia y que incluso le quitaron todo su poder político como respetado senador de la derecha chilena. En ello se desarrolla su historia y la de los tantos.


“Ni tan tan ni muy muy”. En las dos novelas vemos a individuos que están en conflicto consigo mismos y el contexto en el que viven. A ratos con emociones muy cruzadas, disfruté profundamente las miradas de un Chile de los 70 y 80 convulso, angustiado, emocionado, feliz, inocente, acalorado. Quizás el conflicto interior de cada persona pueda ser aún el punto de esperanza para el porvenir. “Si cada quién sigue en su trinchera probablemente cada quién siga en su trinchera”. Una frase obvia que me repito con frecuencia al verme también parapetado cuando el tema es la conmemoración de los 50 años del golpe. Y de ahí me parezca relevante reconocer a quienes han escrito nuestra memoria, quienes con buena pluma nos adentran en los recovecos de las tensiones humanas. El amor, la política, el deseo, los anhelos, la familia, los miedos. Esa maraña de experiencias que cada quien vive más o menos conscientemente y que dirige, también más o menos consciente, el camino de su destino.


Aun cuando intentemos acordar como sociedad algunos puntos intransables para poder seguir en la senda de lo humano, estas novelas nos devuelven que nada es tan blanco ni tan negro como tal vez quisiéramos; por eso me pareció menester traerlas. No por los hechos, sino por las vivencias. Pero más aún, traerlas para subrayar cuántas cosas siguen a 50 años haciéndose de manera tan parecida y con efectos tan poco diferentes. Como lo describe una de las escenas más sencillas e icónicas con la que me encontré en uno de los libros: a propósito del viaje de uno de los personajes desde al campo a la ciudad, este señala haber visto “un estropicio de obreros haciendo hoyos en el pavimento, quitando árboles para poner postes, quitando postes para poner edificios, quitando edificios para plantar árboles...”. Quizás sea este todavía el resumen de nuestros ires y venires.


Tuve la suerte de tener las ganas de tomar estos libros que podrían haber sido escritos desde cualquier semana de 2023. Y de aquí que me quede la pregunta que ambos textos me hicieron resonar: ¿hasta qué punto y cómo es posible sostener la tensión y la contradicción inherente de cada quien cuando todo parece empujar a un lado o a otro?



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