Leer apoyando el oido Leer apoyando el oído
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Leer apoyando el oido

Notas sobre Cuaderno del poema. Seguido de De dónde hacia dónde estar, de Gabriel Cortiñas (Marginalia Editores, 2023)


“¿Qué escucho cuando leo un poema?”. La pregunta se repite, insiste, su reiteración hace que el tímpano y el pensamiento se tensen bajo su ritmo. “Volvemos a la misma pregunta”, anota Gabriel Cortiñas en la página 76 del Cuaderno del poema, acaso advirtiéndonos que en este ensayo la lectura, la escritura y el pensamiento son prácticas que requieren que volvamos a escuchar de nuevo. Citando, como quien dice, de oídas, Cortiñas precisa: “Voy a citar mal a Paul D. Miller o DJ Spooky cuando dice que no es tan necesario descubrir nuevas formas de oiir, sino nuevas percepciones de lo que podemos oir” (p.114).


Leer sería, entonces, una percepción amplificada de nuestras posibilidades de escucha. Otro modo de decir que en el poema anida el tiempo para que un oído interrumpa su afán, se apoye a tientas sobre la página y se entregue a la travesía de explorarse. Por eso, apunta Cortiñas, “el poema ensancha el presente” (p.14), porque la vida encuentra ahí la cantera donde recuperar la capacidad de tener experiencias que, como bien sabía Walter Benjamin, es lo que el engranaje del capital, su modo abrasivo de ordenar el tiempo, nos ha arrebatado. Para contrarrestar esta inclinación anestésica, nos dice con ironía el Cuaderno, sería preciso leer un poema y luego ir a abrazar al prójimo antes de que se rompa la pantalla de tu próximo celular” (p.66). Cómplice con el gesto de los obreros franceses que, como recuerda Benjamin en sus tesis sobre la historia, en plena Revolución de Julio comenzaron a disparar “al mismo tiempo y sin previo acuerdo” a los relojes de las torres de París, “el poema que contradice el mandato del mercado se escribe en la grieta de una pantalla rota…” (p.95).


Para escuchar, dice la etimología de auscultare, la oreja, la auris, debe inclinarse, dejarse tocar por la materia sonora que toca al cuerpo, asumiendo el riesgo de la alteración de nuestro tejido sensible. En el Cuaderno del poema, el poema nos dice que hay que aprender a leerlo con el oído, auscultando, como quien apoya un estetoscopio sobre la piel de la página para sentir qué se agita ahí abajo. El poema se ofrece, entonces, como “una caja de resonancia” (p.29). Lo que escuchamos en él es “la lengua [que] se abre como un cuerpo a punto de parir” (p.49). Si se presta atención, se percibirán los significados de las palabras “chocan[do], empuján[dose] unos a otros” (p.11), se oirán los versos friccionándose entre sí, se sentirá cómo la semántica, habitualmente inclinada a las formas fijas, comienza a salirse de quicio por la deformación que le imprime el ritmo. Y al ritmo, ese pulso indomesticable, hay que leerlo escuchando, como quien se inclina hacia la hendidura donde la vida repiquetea, sin que podamos comprender lo que allí bulle o murmura, porque el poema, como la vida, no es algo que esté hecho a la medida de nuestro ojo ni de nuestro entendimiento. Vida y poema tensan los sentidos, su latido se escucha.


El autor del Cuaderno se anota un recordatorio en la frente: “Alguien que confunde el mundo con su propio discurso podría estar equivocado” (p.100), recordándonos que este libro es, entre otras cosas, un artefacto que ensaya formas de moverse en el mundo, imaginando tropos que, inscribiéndose en el cuerpo, puedan hacer grietas en los petrificaciones del discurso. “¿Qué escucho cuando leo un poema? Algo que se eleva hacia el cielo como una minoría”, apunta Cortiñas en la página 35. El Cuaderno del poema nos avisa así que el poema también toma posición, como dice Didi-Huberman –pensando en el Abecedario de la guerra de Brecht– que pueden hacerlo las imágenes, revoloteando ambos, la imagen y el poema, como mariposas inquietas, contra el “afán de medirlo todo”, contra el anhelo de “matar cualquier vestigio de anormalidad, o sea, de vida, en las cosas” (p.66).


“¿Por qué algunos se esmeran tanto en querer que el poema «se entienda»?”, reclama el Cuaderno en la página 101, porque este ensayo es, también, un libro de preguntas, que inventa formas para hacer escuchar la pregunta que se escucha en el poema: “El poema”, escribe Cortiñas, “es una pregunta que toma la forma de un llamado” (p.49). En el Cuaderno del poema el poema se arremolina en nuestros oídos, su presencia se hace llamada, apelación. Y lo primero que nos dice es que leer no es del orden del saber ni de la claridad, que si en él se desliza algo semejante a un sentido es un sentido en movimiento, un “sentido aún por construir” (p.33). “¿Qué escucho cuando leo un poema? Una forma del lenguaje aún por nacer abriéndose a a la historia”, responde el Cuaderno en la página 53, pero Cortiñas sabe, como sus estudiantes del Tercero B, que se preguntan “cómo sueñan los ciegos si nunca pudieron ver”, que solo se trata de intentar, tanto en el ensayo como en la vida, respuestas provisorias para una pregunta cuyo tiempo permanece abierto. Volvemos a la pregunta que vibra en el Cuaderno como una cuerda tensada. ¿Qué escucho cuando leo un poema? En la página 77 se ensaya una respuesta, provisoria como toda respuesta lo es, pero que quedará resonando entre nosotros como el aullido de una manada salvaje. Un aullido de lobo.


Todo violonchelo tiene una parte de su mástil en la cual el sonido se satura, y provoca un zumbido disonante; a eso le dicen lobo. Por ende, existe un dispositivo llamado matalobo que se pone en la tercera cuerda para evitar ese agujero en el sonido del lenguaje musical. Dicen incluso algunos que la destreza de los grandes chelistas es tocar sin ese dispositivo y, no obstante, evitar el lobo. El poema funciona de manera contraria. Si uno se preguntara el para qué de un poema podría arriesgar que este artefacto tiene como fin hacer sonar ese aullido disonante de la lengua, que en la cotidianeidad solemos silenciar o ni siquiera advertir. ¿Qué escucho cuando leo un poema? El lobo del lenguaje (p.77).


Hay en el poema sonidos irreductibles al sentido, ruidos de cuerpos, de cosas, de palabras, susurros y bramidos de la materia sensible insumisos a la forma. Respondiendo a su llamado, el Cuaderno del poema nos invita a leer de oído, como quien se inclina hacia la “hendidura…donde…la vida alumbra” (p.34), no esperando ver la luz, solo sintiendo la ebullición de su movimiento indisciplinado. Aquello que hay de inesperado, de inquietante en el acto de leer, pensado de este modo, es la manera en que lo leído se incrusta en el muro del sentido, abriendo en nuestro tímpano una fisura por donde brota lo inesperado. “Un libro debe ser como un hacha que rompa el mar congelado que tenemos dentro”, anota Kafka en la señera carta que escribió a los 23 años a su amigo Oskar Pollak. El Cuaderno ensaya una imagen próxima, una justa imagen, para darnos a oír la fuerza indócil que emana del poema: “Los grandes poemas serían como la proa de un barco rompehielos que va con su paciencia enorme ensanchando la lengua” (p.99). Cuando el poema zarpa nos desancla de la tierra apisonada del lenguaje, inventando con su travesía solitaria un lugar desconocido, un espacio otro donde podemos entrever el deseo de una vida nueva y, a la vez, común. Leer con el oído es, lo sabemos ahora por ese colectivo de viajes, encuentros y lecturas que restalla en el Cuaderno, la apertura de una ruta, un poro para que la piel respire: “La piel también escucha como otra forma de respiración”, leemos en la p.84. Una vía de emancipación que el poema, en el vaivén inquieto de su ritmo, nos tiende.


Marcela Rivera


Leer apoyando el oido

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