Lo crudo y lo cocido
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Lo crudo y lo cocido


“Explícame tu obra en 5 minutos”, pidió el visitante que recién sobrevivía al tráfico santiaguino para encontrarse a las 7:30 de la tarde en el taller de Paula De Solminihac.


En el suelo se esparcían cacharros rotos, pedazos de cerámica, telas enmohecidas, paquetitos sucios que envolvían trozos de barro y superficies oscuras de papel, cuyas huellas indescifrables no tranquilizaban a nadie. No había ninguna obra “acabada”: ni un solo cuadro, ni una sola escultura, ni una foto de algo reconocible. Sólo eran los restos –pruebas materiales-- de un quehacer centrífugo, al que ahora le dictaminaban narrarse en 5 minutos. “300 segundos”, pensó la artista. “Y si los segundos fueran metros, serían solo 3 cuadras de las muchas que suelo recorrer trotando”, siguió pensando. “Caminar y correr para despertar el cuerpo y la cabeza, para que las ideas se me desordenen y se me vuelvan a ordenar. Y también por el puro gusto de trasladarme, de irme yendo”.


El visitante esperó una respuesta que no llegó. Y los segundos siguieron avanzando. Y no es que Paula se negara a explicarle su obra, es que las palabras se habían fugado de las cosas. Las cosas estaban ahí, eran pura materialidad. Eran cacharro roto, tela enmohecida, paquetito sucio y superficie de huellas. Eran también los bocinazos que se colaban por las grietas de esta casa antigua, que se llama taller Bloc. Parece que las cosas, en ese tiempo, habían decidido tomarse el espacio.



Esta escena se ha repetido, de diversas maneras, en distintos momentos de la historia de Paula De Solminihac. Bajo la idea de “el peso de las cosas” su trabajo se resiste a hablar a través de las palabras para encarnar, en sí mismo, los inevitables padecimientos de las cosas. Es una obra que se autosostiene en su experimentación sobre la materia y el tiempo. Inserta en el pensamiento de Levi-Strauss, se ofrece como puesta en acto de la metáfora culinaria que el antropólogo francés elabora en su libro El origen de las maneras de la mesa, que la artista tomó como referencia inicial de su obra.


Levi-Strauss establece una relación cíclica entre lo crudo, lo cocido y lo podrido para explicar los tránsitos de la naturaleza (crudo) a la cultura (cocido) y a la decadencia (podrido). Señala que los alimentos pasan directamente del estado crudo al podrido cuando no hay acción del fuego; mientras que cuando hay fuego de por medio, lo crudo se preserva en lo cocido. Aunque, tarde o temprano –que fácil se nos olvida-- lo cocido también se pudre. Y es que la cultura trabaja para que se nos olvide lo podrido. La cultura, la cocinería, opera en contra de la naturaleza intentando retardar la decadencia.



En el trabajo de Paula las cosas actúan procesos que oscilan circularmente entre estos tres estados. Las obras se explican a sí mismas desde su materialidad cambiante. Su actitud se resiste a los códigos externos que reducen las cosas a sus definiciones. La idea de que “el mapa no es el territorio” opera como constante advertencia. El territorio se escapa siempre. Es una obra consciente de que las cosas no caben en las palabras, una obra que defiende ese reducto indomable de los cuerpos, aquello que aún no ha sido domesticado por el voluntarismo discursivo.


Elaborar un guión que no sea reduccionista requiere transcribir los hechos, y no “explicarlos” (para desgracia del visitante). También así actúan las ciencias naturales: tomando apuntes de los procesos observados, dejando que sea el fenómeno el que “hable”, como decía el neurocientífico Francisco Varela. Y es el mismo método de Paula: ella activa procesos que luego observa, interviniendo en ciertos momentos, pero dejando mucho espacio a la emergencia y el azar. Antes y durante, repleta cuadernos con anotaciones, dibujos y esquemas que refieren, más que a obras terminadas, a situaciones susceptibles de variar.


Entonces, para hablar de su obra, uno tendría que apegarse a las acciones. Decir que encontró unas arcillas secas que eran restos de trabajos anteriores (ella siempre está reciclando) y que las envolvió en paños fabricando unas especies de imbunches. Que después puso estos paquetitos en baldes con agua esperando que se moldearan solos. Y que meses más tarde los sacó del agua. Que cuando retiró los paños le encantaron las marcas que tenían producto de la humedad y los hongos. Entonces fotografió esas telas y las imprimió en negativo. Y que el resultado de ese proceso, en el cual apenas había intervenido, le fascinó. Cómo explicarle al visitante que exige una definición rápida, por qué le apasionó ese desenlace. Imposible argumentar su pasión ¿abyecta? por lo podrido.


La muestra con que Paula egresó como artista visual de la Universidad Católica, en 1999, se llamó Moldes y Series. Consistía en moldes de cerámica y series de objetos de arcilla cruda del tamaño de un puño que iba sacando de los moldes semana a semana, los que al estar crudos se mantenían en permanente proceso de modelado. Ya entonces, la artista asumió las implicaciones del conflicto entre naturaleza y cultura que rondarían toda su obra posterior.


Lo primero fue su opción por la cerámica. Una técnica asociada a la artesanía, a las labores domésticas, a la tierra, a las culturas originarias y a lo femenino; un quehacer despreciado (o al menos invisibilizado) por la historia de “bellas artes”. Paula dice que esta elección, desde lo emocional, constituyó una especie de rebeldía contra las expectativas que suponía pesaban sobre ella. En un momento en que las prácticas neo conceptuales dominaban la enseñanza de esta institución académica, elegir la cerámica era, en efecto, regresar hacia un momento pre-discursivo reivindicando el placer de la mano que amasa. Pero lo que hizo con la arcilla estaba lejos de sus formas de uso tradicional: Paula tomó ese material no para crear formas e instalar una marca estética de su obra, sino para activar, observar y metaforizar sus procesos de transformación.


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Recién egresada, en 2000, Paula tuvo otra experiencia temprana que confirmó su actitud como artista. Estuvo seis meses viviendo en la casa de Ticio Escobar, director del Museo del Barrio, en Uruguay, dentro del marco de un proyecto llamado Identidades en Tránsito financiado por The Rockefeller Found. Allí realizó impresiones en cerámica de telas bordadas, que eran una serie de reproducciones a escala de la obra de Osvaldo Salerno, otro de los directores del museo. Entendió entonces que lo “contemporáneo” no se oponía a lo indígena ni a lo popular y que estas eran también categorías culturales desde las cuales se podía producir arte crítico. Este trabajo abrió su interés por el traspaso y la impresión fantasmagórica de momentos, que luego se manifestaría en su obra de distintas maneras. La tela desapareció convertida en cenizas y la imagen del bordado quedó transferida como huella a la cerámica.


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Los temas de la obra de Paula han ido surgiendo así. No son respuestas: son preguntas que los mismos procesos disparan. Qué es original y qué es copia, cuál es el molde y cuál es la réplica, cómo se relaciona lo crudo con lo flexible y lo cocido con lo rígido, en qué momento la naturaleza pasa a ser cultura, con qué criterio establecemos la diferencia entre un pedazo de barro y una obra de arte, cuál es la función del artista en la transformación de las cosas, qué lugar ocupa la experiencia en el hacer y en el percibir, cómo se entraman los distintos sentidos del tacto, la vista y el intelecto…Todas preguntas que atañen al tiempo o, más bien, a cómo el tiempo trabaja sobre los cuerpos. Obra entonces que observa curiosa la historia inmanente de los cuerpos. Por eso también, obra que cree en los hechos y sospecha de las palabras.


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En 2002 Paula ingresó al Magister de Arte de la Universidad de Chile. Allí tuvo a dos profesores que la marcaron: Gonzalo Díaz, que le encargó trabajar con la figura del oxímoron (dos conceptos opuestos que se activan recíprocamente) y Eugenio Dittborn, que la estimuló a que cocinara e integrara a su trabajo las labores manuales y domésticas que ella siempre había realizado. Esto también reforzó la actitud de apegarse a los fenómenos cotidianos como una atenta observadora de rutinas.


Lo que hizo fue anotar, clasificar y asignar colores a sus acciones cotidianas, replicando el ejercicio con otras personas que colaboraron. Es entonces que se instala la práctica de traspasar recorridos y territorios a un sistema de códigos que no logra atrapar la realidad, sino solo ficcionarla. Y esto se convierte en otra de las obsesiones de su obra. El trabajo coincidió con el nacimiento de su primer hijo.


El peso de las cosas y su imposibilidad de traducirse. Pero, al mismo tiempo, la necesidad de registrar y codificar. El deseo de retener y dar sentido queda amarrado a las vulnerabilidades del mundo doméstico. Cuando nace su segunda hija, Paula trabaja con fotografía, como otra técnica que intenta suspender el avance del tiempo fijándolo para poder archivarlo. En 2008 realiza una obra cuyo título podría nombrar toda su trayectoria: “Nadie quiere morir”. Una confesión, pero también una constatación y una denuncia. Nadie quiere morir, pero la muerte es inevitable.


La obra se trata de secuencias fotográficas que miran el devenir del tiempo a través de situaciones cotidianas en las que no interviene, como un hielo derritiéndose, una tina que se vacía, harina que pasa por un cedazo, buscando producir encuentros entre cadenas de hechos que comparten la misma duración temporal. Hoy mira este trabajo y el anterior como un intento de liberarse de la regulación y el sometimiento del tiempo que implica el ejercicio de la maternidad con sus horarios y obligaciones.


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Del mismo modo que el fuego interrumpe el avance continuo hacia la pudrición de los alimentos preservándolos en su estado de cocidos, también convierte lo maleable de la arcilla (naturaleza) en lo rígido de la cerámica (cultura). Operación similar a la de la fotografía, que se empeña en fijar un momento dentro del continuo avance temporal. Pero sabemos que una foto no impide la muerte del ser fotografiado (aunque lo preserve para la ilusión de los vivos), y también sabemos que el fuego no impide que finalmente lo cocido se pudra, ni que la cerámica se quiebre. Lo que hacen estas operaciones es introducir una discontinuidad dentro del encadenamiento histórico, evidenciando, por contraste, la continuidad de la degradación.


Quizás todo arte sea un voluntarista ejercicio contra la degradación, empeñado en la promesa de la trascendencia. La obra de Paula puede ser vista como una puesta en evidencia de este empeño y su fracaso.

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En 2012 Paula realiza el proyecto Zona. Se trata de una investigación acerca del territorio y del habitar a partir de la observación de los cambios que se producen por la interacción de las personas que, al nombrar el espacio, lo convierten en un territorio específico. La idea parte de la película Stalker, de Tartowsky, donde se habla de una especie de tierra prometida la cual, si fuera conquistada por un hombre, convertiría sus deseos en realidad. Pero esa tierra es inaccesible y las personas vuelven al mismo punto desde donde partieron al inicio del filme.


La idea de circulaciones cotidianas cíclicas, que regresan al punto de partida, insiste en mostrar la imposibilidad de “llegar” a un lugar estable, que estaría liberado de los accidentes y banalidades del viaje. Y, sin embargo, no renuncia a esa búsqueda. Ir a comprar pan, dejar a los hijos en el colegio, salir a correr: son trayectorias que Paula reconfigura y fija en su obra. Dibujar con el cuerpo resignificando los flujos de la cotidianidad.

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Fijar y soltar, apretar y aflojar. Dejar que las cosas sucedan. Son principios del yoga, disciplina que Paula ha practicado. En yoga, para mantener por un tiempo una postura, hay que aplicar fuerza y, al mismo tiempo, relajarse. De este modo, la artista explora la posibilidad de que las cosas se reciclen y se conviertan siempre en otras, como una forma de sostenimiento flexible. En su visualidad todo cambia y permanece a la vez.


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En 2013 Paula inicia una nueva etapa: la contradicción se convierte en elemento productivo. Las operaciones de fijar, archivar y ordenar trabajan ahora permitiendo que las cosas se vayan arruinando. Ruinar para conservar. Y sí: nada más estable que una ruina.


Asume el fracaso del empeño definitorio celebrando la perspectiva de la muerte que, como diría Bataille, es el horizonte de la experiencia erótica como fusión en la continuidad, donde lo uno diferenciado se disuelve en el todo indiferenciado. Y para que eso suceda, tiene que operar una forma de violencia, de violación. La discontinuidad –la identidad fija-- se agrieta (como se quiebra una maceta) y es precisamente la grieta (violada) la que permite el encuentro, el estremecimiento y la fusión.


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“El erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte”, dice Bataille. Este sentido es lo que campea en los actuales trabajos de la artista. Son más oscuros, más informes, más crudos y también más vivos y eróticos. De hecho, el gran relato que los articula parte con la plantación en su taller de dos cerezos que “puso a pololear”, cuenta.


La historia parte así. Cuando era niña fue a la casa de una amiga de su abuela que tenía dos paltos gigantes. Y la señora le contó que se necesitaba un árbol macho y otro hembra para que dieran frutos. Esta idea la excitó, porque no tenía considerado que en el reino vegetal existieran las parejas. Muchos años más tarde, la anécdota retornó para ser origen de un proceso en el que intervino muy poco.


Plantó los dos cerezos en condiciones específicas, incorporando elementos como paños y macetas de greda que obedecen a formas ya trabajadas anteriormente. A través del tiempo, estos árboles fueron produciendo modificaciones, huellas y marcas en su entorno y en los objetos asociados. Son estas acciones inevitables las que luego recogió y reelaboró a través de sucesivos mecanismos de registro, traspaso, ensamble y montaje.


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Ninguna concesión al acabado perfecto: los objetos ponen en escena su fisura. Declaran la belleza de la podredumbre, se manifiestan aliados a su disolución. Paula pide que se considere como bello lo agrietado, lo envejecido y opaco, aun sabiendo que esa estética resulta amenazante para quien se obstine en lo pulido, lo nuevo y lo brillante.


La artista se niega a complacer el gusto fácil, pero tampoco pide la sumisión del espectador. Lo que solicita es su alteridad, como condición del encuentro: que exista un alter y una alteración. Que se suspenda el juicio, que se retire el lenguaje. Que artista y espectador se precipiten en la grieta.

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Pero para aquellos que se obstinan en la supuesta seguridad de lo cocido-pulido resulta incómodo asumir que el destino es siempre la podredumbre y aceptar que quizás haya que buscar allí alguna belleza. Puede que esto suceda porque la idea de belleza contemporánea, a pesar de Bataille y de tantos otros, sigue apegada a lo “agradable”, desvinculada del erotismo. En su libro La Salvación de lo Bello, el filósofo Byung-Chul Han dice que en la actualidad impera un canon estético dominado por lo liso, lo nuevo y lo brillante. El coreano demuestra esta inclinación del gusto ateniendo al éxito comercial que tienen las esculturas de Jeff Koons, en cuyas superficies infladas, lisas y refractantes el público asiste fascinado al reflejo de su propia imagen (nada “adentro” y nada “otro”). Pero también encuentra esta inclinación estética en los smartphones, con sus pantallas planas y lustrosas; y en la práctica extendida de la depilación brasilera, que hoy coloniza todos los rincones del cuerpo de hombres y mujeres. Asistimos, sugiere, a la dictadura del lifting y la profilaxis. Se diría que la belleza ha sido secuestrada por la fobia contra la muerte: ninguna degradación, ninguna arruga, ninguna fisura.


En su libro, el pensador se pregunta por qué nos agrada tanto lo pulido: porque impide toda violencia, porque no daña ni ofrece resistencia, responde. Dice que la superficie homogénea y continua de las cosas niega la diferencia y, con ello, el encuentro con lo otro. La “salvación” de lo bello tendría que pasar por la experiencia erótica que implica la necesidad de una grieta por donde pueda circular el deseo: deseo de lo otro.



Arte del tránsito y los vínculos. Paula de Solminihac solicita la presencia de lo otro (que se escapa siempre) para poder existir. La obra no llega terminada, sucede en relación al espacio, al tiempo y a quien la experimenta. En su muestra realizada en Sala Gasco, en 2017, Paula exhibe huellas de procesos que se desarrollan, naturalmente, en un transcurrir. Los objetos no están enteramente “fabricados”, sino que son producto de una temporalidad que los transforma.


Esta postura existencial pone entre signos de pregunta la noción de autor, y hasta la idea misma de artista. En la medida que el vínculo exige una cierta disolución de la identidad, Paula, la artista, también se diluye. Mientras sus trabajos van dilatando su escala, su cuerpo se vuelve más pequeño. Las obras son cada vez más expansivas en el espacio, cada vez menos “autorales”, crecientemente lanzadas al azar y a lo imprevisto. Son obras que actúan su propia energía, que se desenvuelven en espacios no controlados, que requieren de la participación de otros agentes humanos y naturales. Y que se saben transitorias. Son gestos que siembran una experiencia en el paisaje (físico, emocional mental).


Ahí su Atrapanieblas, obra que montó en 2018 en la zona de Chungungo, donde hay mucha producción de camanchaca. Tras realizar su precaria y simbólica instalación, iba verlo una vez al mes, para comprobar que la niebla subiera a la cordillera de la costa. Y la obra terminó cuando la niebla dejó de subir. La desmontó, la lavó en el mar y se la llevó al taller.


Otra siembra, ésta en tierra: papas en Chiloé, el mismo año. Paula quiso observar y pensar en ese crecimiento subterráneo e invisible de las cosas. Y en cómo algo tiene que desaparecer para que pueda aparecer otra cosa.


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Lo orgánico, lo vivo, lo que gesta algo en su interior, lo que es gestado, lo que se transforma: hay un saber femenino que anima el trabajo de Paula de Solminihac. Un saber que no es mero “conocimiento”, que está alojado en el propio cuerpo y sus ciclos, que obedece a una historia de relaciones físicas con la naturaleza y sus fenómenos. Es un saber que se observa a sí mismo y apuesta a la intuición y, por ello, desafía la lógica lineal, sobreponiéndose a las estructuras puramente racionales del pensamiento. Es un saber del bordear, del rondar, que se ubica en las periferias, en los bordes donde algo se topa con otra cosa. Un saber de mujer: “ella sabe”, dicen los hijos. Que incorpora al pensar un sentir y un hacer. Arte de la experiencia, si la noción de experiencia puede amarrar memoria y cuerpo. Y aquí memoria como cifra del tiempo (de los procesos, de la historia, de las transformaciones) pero, también, como material simbólico. Las obras de Paula propagan una voluntad de rito: ella quiere realizar cosas que “hagan” cosas. No basta con instalar un objeto o proponer un escenario, lo que importa es lo que sucede entremedio, entre una cosa y otra, entre ellas y el entorno, ellas y la gente, ellas y el tiempo.


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En 2019 Paula realiza la muestra Humus, en el Museo de Artes Visuales (MAVI). Lo que hace es reintroducir el paisaje en distintos espacios del edificio, recreando atmósferas como la de la playa. También, en esa exhibición, da cuenta de los sucesos invisibles que afectan a las cosas y exhibe contenidos de pensamiento abstracto que subyacen al proceso creativo. La muestra, en su conjunto, crea un universo físico y mental, una atmósfera ecléctica y diversificada que dispara centrífugamente a la percepción, ofreciendo múltiples vías de acceso a la experiencia. Es una muestra que no tiene centro: pura periferia.


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“Cuando yo era chica mi padre nos metía a mi hermana y a mí al mar, nos hundía en una ola gigante, para que aprendiéramos a nadar. Pasábamos por ese revoltijo, por ese caos, y salíamos. He pensado en esa escena y he pensado en mi trabajo. Porque ahí no hay un tema del cual se habla: ahí hay una acción significativa. Es enfrentarse al miedo, perderse en el caos, y salir. Siento que mi trabajo opera de una forma similar: no quiero decir nada, quiero que lo que haga desprenda sentido”.


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En el norte y en el sur, Paula salió al paisaje, a decirle algo al paisaje y después trajo el paisaje al Museo. Tras eso llegaron tiempos convulsos y luego la pandemia y el encierro. ¿Qué hacer? Comienza a trabajar cada vez más en los formatos virtuales, buscando reactivar procesos artísticos comunitarios con recursos alternativos. Su proyecto Nube, de educación creativa para niños, se activa explorando lo virtual, lo liviano y lo precario. El miedo está para atravesarlo, como las olas del mar. O te paralizas o fluyes en el caos. Sus pregnantes intervenciones en la Bienal de Sydney 2022 y luego en Faena Beach, durante Miami Art Week 2022 dan cuenta de unos tiempos convulsos. Fueron procesos complicados, donde varias cosas no resultaron como ella esperaba y tuvo que repensarlas. Tiempos en que terminó de soltar el control, confió en los otros, se entregó al azar y abrazó la posibilidad de equivocarse como condición de aprendizajes en permanente circulación. En medio de la ficción decadentista, la naturaleza muta y resiste. Transformarse es, así, condición de sobrevivencia. Lo posible y lo imposible, las sincronías y los cambios ya se han hecho parte no sólo de su obra, sino de su manera de estar en el arte: “Aprendí que en el error hay mucha más vida. Cuando abrazas el error tocas tu humanidad, pides disculpas, retrocedes, te avergüenzas: puras cosas castigadas”.



Faena. Créditos: Oriel Tarridas





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