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El lugar de un mártir (fragmento)

 

 

3

 

El colegio del que hablo era una mala creación con todas sus letras, y con esto quiero decir que mejor hubieran hecho una playa de estacionamientos en su lugar. Pensándolo bien, era malo, pero no execrable. No sería justo si dijera que cargó en nuestras psiquis con un reguero de secuelas. Al menos no lo creo así y prefiero ni pensarlo. Dicen los entendidos que hay que afrontar estas cosas, pensarlas y darles vueltas, pero yo digo que hay que saber guardar las batallas. En serio, uno termina por dejar entrar una sospecha y es capaz de expandirse como carcinoma. Mejor ni sospechar, no es cosa de cristianos. Además, es muy fácil imaginarse todo tipo de cosas desde donde estoy ahora, luego de unos años. Ese es uno de los tantos problemas de estar en calma, imaginarse todo tipo de cosas, sobre todo cuando uno ni siquiera ha cumplido la mayoría de edad y pretende ser la más honrada de las criaturas.


Me acuerdo de la fila para ir a calentar la comida en el casino, en tres microondas sobre unas planchas de melamina. El olor era de esos capaces de ahogar la primavera. Una vez, el gran tonto de Hans reventó un huevo adentro del microondas, y ese desastre dejó sus marcas y su putrefacción durante meses, tanto que no me extrañaría que alguien leyera el futuro en las esquirlas de ese huevo hecho añicos. Ese es solo un ejemplo, hay miles como aquel. Otro: el nombre en araucano del colegio era Pumahue, lo que quiere decir “lugar de pumas”, pero debajo del logo, que consistía en dos pumas hieráticos y desmañados dispuestos en una especie de gablete sobre la reja de entrada, había un slogan en latín en que se podía leer virtus vincit. Traducido para la comunidad: “él que vence la virtud”.


Perdón si hablo del colegio como si ya no existiera, la verdad es que no tengo la menor idea y poco me importa. Se hacían pasar por cristianos, piadosos y entendidos, y si de verdad supieran un poco de las escrituras, se habrían enterado de que eso de la sabiduría y la virtud son patrañas. No lo digo yo, lo dice San Pablo en la Carta que escribió a los Corintios:


Porque está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios, y reprobaré la inteligencia de los entendidos.

            Y también el Rey Salomón en el Eclesiastés:

            Porque conocí que en la mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia añade dolor.

            Pero por ahora no me quiero desviar.


Mi gran amigo por ese tiempo, vísperas de las fiestas patrias, era, como dije antes, Stefan Thompson, hijo de Thompson, el marinero con bienes raíces. En el colegio nos agasajarían con una empanada de pino per cápita, lo que se comunicó a los padres a través de una fotocopia corcheteada en la libreta de comunicaciones.


Me acuerdo bien de ese día en particular en que comeríamos la empanada, era el año 2001 y la semana anterior habían golpeado las Torres Gemelas, tuve problemas para levantarme de la cama y mi padre me sacó de una oreja, lo que se supondrá no era complicado, y por poco se vuelve loco. Tomó una escoba y se puso a barrer en mis narices, restregando las pobres cerdas de la escoba contra el piso con una fuerza inaudita.


—Mira y aprende, pendejo ––gritó—. Si no quieres estudiar empieza por lo menos a barrer, que lo harás toda tu vida.


Quiero ser justo con mi padre, nunca lo había visto así y supongo que a cualquiera le pasa. Sin bañarme y sin comer, me subí al auto: no era un niño en aquel entonces, era una serpiente deslizándome desde las sábanas al tapiz del automóvil. Sólo diré que odiaba ese tapiz. Mi madre, en una actitud precavida, lo había cubierto con unas fundas plásticas, lo que era muy lejano a la sabiduría de las escrituras, que en su Proverbios enseña que los manjares del tacaño son como un pelo en la garganta. Pero ya hablaré de mi madre. Adentro del auto estaba mi hermano dando una batalla contra el cinturón de seguridad. Le daba mil vueltas en su antebrazo y simulaba tener una coraza con la que golpeaba la ventana con ganas de hacerla añicos. Nadie dijo nada: ya estábamos acostumbrados.


Al colegio no habrán sido más de veinte minutos, la mayor parte de ese tiempo era una cola que se formaba en la calle lateral repleta de madres y furgones estacionados en segunda fila. Esto era siempre un mal preámbulo. Así que rogué en vano que el trayecto se extendiera por una eternidad. Creo hacer bien en suponer que aquél deseo lo ha tenido cualquiera que haya sido llevado alguna vez al colegio en este mundo. Pero en vez de dejarnos en paz por un momento, a mí y mi hermano, mi padre ponía un casete de un tipo que hablaba en inglés, una especie de nativo de la lengua. Ahí mismo nos intentaba animar para que pusiéramos atención. Aprender inglés les abrirá muchas puertas, nos decía y, pensándolo bien, era un poco cursi, pero le agradezco. Conozco de papás que creen que sus hijos tienen que aprender chino mandarín, los conozco de cerca, pasó con mi amigo, el Águila Zapico, ya hablaré de él. A esos sí que les deberían quitar la tuición y declararlos interdictos. En serio, nadie puede intentar aprender a hablar en chino mandarín a los diez años sin pasarse la vida en ello. Es un idioma arcaico, de diferentes tonos, es decir, hay que ser un poco músico para hablarlo, porque cada silaba va con un acento distinto, lo que es como tocar un instrumento.


Además, a esa edad, el cerebro ya no tiene vuelta. Esto no lo digo yo, lo dice una señora a la que escuché en la feria y que parecía muy madura y convincente, y que así mismo se lo dijo a una que le pedía consejo, que se calmara y que tomara las cosas como son, que a cierta edad la cabeza ya no tenía vuelta, y a mí me pareció que llevaba a cuestas toda la razón del mundo.


Y quizás es mejor que así sea, me refiero a todo esto acerca de la cabeza que no tiene solución. No quiero ni imaginar qué pasaría si fuese lo contrario. De momento se me ocurre que las decisiones y el carácter de cada quien pasarían a segundo plano, o simplemente a fuera de foco, y ya a nadie podría considerársele como a alguien maduro o convincente, como a la señora que escuché en la feria, porque un logro como ese, con una cabeza dócil, no supondría ninguna gracia. Y mucho peor, una frase tan digna de autoayuda como yo no soy lo que me sucedió, yo soy lo que elegí ser, o la sagrada yo soy el que soy, perderían todo eco y trascendencia.

 


4

 

Ocurrió el mismo día. Ya eran la una de la tarde y estaba hambriento. Antes de aquella hora teníamos dos recreos de quince minutos donde con Hans, Thompson, Correa, Olor a Res, el Águila Zapico y otros tantos, acostumbrábamos a dar chutes en el pasillo. Los grandes, que siempre eran un problema, se habían apropiado de la cancha multiuso. Colgaban en ella dos paneles de básquetbol sin aros y el suelo era un resquebrajadero. Habíamos tenido la suerte de agregar cuarenta y cinco minutos al recreo: un profesor no llegó a la sala de clases y nos dedicamos a fomentar disparates y hacer acrobacias mientras las niñas bailaban coreografías junto a una radio de compact disc del porte de una pequeña maleta, con un mango para transportarla hacia todos lados.


Debía hacerse todo esto tras las cuatro paredes de la sala, con las ventanas cerradas y la puerta sellada desde abajo con un bloque de polerones. Éramos coordinados: si el ruido llegaba a oídos del inspector vendría a improvisar una clase en la que se sentaba a leer los mensajes de su beeper, enfundado siempre en la correa del cinturón, y a atusarse la barba de candado, mientras nosotros abríamos algún libro y enterrábamos la cabeza adentro.


Por ende, nuestro mayor problema era convencer a María Canto, la sabelotodo, de que mantuviera la boca cerrada. Ella sufría con las horas perdidas como habría sufrido Dios si acaso Adán, expulsado del paraíso, se hubiera puesto a cosechar manzanas transgénicas. Pero gracias a su cerebro estereosomático, María Canto no tenía problemas en entender lo que significaban las súplicas y, como presidente de curso, no podía desechar tan fácilmente los ruegos de todos. En el fondo, y es algo de lo que aún no estoy seguro, no daba puntada sin hilo, como en general hacen todos los que aspiran a gobernar algún asunto y respiran en este mundo. Aunque sea gobernar la junta de vecinos.


Lo que pasó después fue que cuando tocaron el timbre del recreo de almuerzo salimos corriendo, hacia el casino, por la empanada. Una vez en el casino a Stephan Thompson, sentado a mi derecha, no se le ocurrió mejor asunto que aprovechar sus descarados brazos, robarme la empanada y alzarla en el aire unos segundos. Esto lo hizo seguramente sin un propósito, como todo lo que él hacía.


Yo salté por la empanada, de verdad. Había estado pensando todo el día en ella. A Thompson, sorprendido, se le resbaló de entre los dedos y se azotó contra las cerámicas. Siempre creí que esas cerámicas las trapeaban con el trasero. Recogí el trozo de empanada y de un impulso lo restregué por la cara de Thompson. Nadie sabe por qué uno toma ciertas decisiones y no es que sean la gran cosa o que esté muy orgulloso de ello, sobre todo cuando es el mejor amigo de uno con quien se intercambian tan malos modales. La cuestión es que el jugo de la carne caliente transitó por su rostro hasta mancharle la camisa y una aceituna emasculada rebotó hasta mis narices. Juro que vi salir volutas de humo sobre las mejillas de Thompson.


Las mesas no eran más que unas luengas tablas sobre caballetes y sólo había cuatro dentro del casino. Al menos un tercio del colegio giró su cabeza para ver lo que pasaba. Todo fue interrumpido por la directora, una señora llena de alhajas, que también era dueña de la institución. Corrió indignada a salvar de la disnea a Thompson, hijo de marinero, y a pegarme unos golpes en la nuca con sus falanges llenas de anillos.


Me dio con una fuerza incomprensible para su envergadura. En serio que hubiese preferido que tirara de mis impúdicas orejas, de tan duro que me dio con un anillo en el cráneo. Resulté más mal herido que Thompson, que apenas terminó en enfermería con las mejillas con ungüento, pero no dije nada. Nada bueno podría salir de decirle algo a la directora, aquella esmirriada señora que era como una callampa crecida en un tronco seco y que tenía la energía de alguien que se pasa la vida masticando semillas. Una energía, hay que decirlo, que la llevó a instalar ese colegio, una mole de cemento, en un sitio de tierra estéril.


5

 

Permanecer a la intemperie, a pleno sol, erguido sobre unas escalinatas de concreto, fue mi castigo. Como era mi costumbre, lo viví sin hacer mayores aspavientos. No permitiría que nadie viera un segundo a Juan Andrés Tolosa, amigo de todos, candidato a mejor compañero del curso, santo en ciernes y todo eso, quejarse de las injusticias.


Cada diez minutos el inspector, esbirro y polizonte de la directora, me añadía capas de ropa encima. La ropa era un conjunto de trapos que había traído de la bodega de la ropa perdida. Por poco y fermentaba en mis narices. Después de unos treinta minutos de ser abrigado, yo ya era un bolón campana, pero así y todo había tomado una decisión: pasara lo que pasara iba a dejar en evidencia al inspector, como el pelmazo que era, y aguantaría el castigo. Si su deseo era que no expirara asfixiado, me iba a tener que suplicar que me moviera de ahí. La quinta vez que me agregó ropa debí haber tenido la forma de uno de esos cúmulos de roca desperdigados por el desierto. De verdad que tengo una fijación con el desierto, se pueden decir mil cosas malas de este, pero nadie puede negar que no hay nada más limpio que la arena.


Para la sexta puesta de ropa, el inspector ya sólo ubicaba las prendas sin ninguna convicción sobre mis hombros: chalecos como si fueran bufandas, pantalones rancios cubriéndome la cara como esclavinas y dejándome la anchura suficiente solo para respirar.


Al fin, después de una hora bajo el sol, tocaron el timbre del término de clases.  Naturalmente, se había corrido la voz y todo el colegio había venido a ver. Entre el montón de ropa solo sobresalían mis orejas, las que pensé seriamente podían fracturarse. De repente a través de algunas telas, y por un ojo, podía ver hacia el exterior. No hubiera sido raro que el inspector me escupiera ese único ojo que sobresalía entre los ropajes, como hizo el legionario con los ojos de Jesús en El Calvario, y tampoco exagero si digo que en mí podrían haber estado anidando aves. Eran momentos de epifanía, en serio, sobre todo lo digo por la cara del inspector. La cara del inspector es algo que nunca podré olvidar, estaba sobrepasado. Sus movimientos se asemejaban a los de la gente que espera que una mala noticia no sea tan mala como cabría suponer. Tontamente me dieron ganas de llorar, al ver su cara, pero no lo hice. Digo que habría estado loco si inundaba el único ojo que me permitía atisbar alguna cosa y además me ayudaba a sentir que la respiración seguía a mi alcance.


Aunque, pensándolo bien, qué me iba a importa a mí, Juan Andrés Tolosa, respirar, aquella actividad tan pedestre. Ya se podía prosternar el inspector ante mí y encender sus holocaustos y sus inciensos. Bienaventurado, me mantenía en trance, esclarecido bajo la luz del samadhi, en el magma primigenio, esas cuatro o cinco células procariotas que flotaron en algún charco cálido por alguna parte —según las mustias suposiciones de ese aguafiestas de Darwin—, cuando ni siquiera había partes en las que flotar, y desde las que emergió toda la hermosa vida en este planeta.

 


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