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Envidia y venganza

Envidia es la versión romana de Némesis, diosa griega de la venganza. El desplazamiento revela una interiorización: si tanto la venganza como la envidia anhelan destruir el objeto de sus desvelos, el vengativo lo actúa en el mundo externo, mientras que el envidioso se envenena.

 

I

 

Aunque los dioses del Olimpo no puedan siquiera mirarla y la hayan condenado al ostracismo, Envidia también es una divinidad. Ovidio la representó de un modo enfáticamente espantoso: sucia de putrefacción, con el cuerpo demacrado y el rostro pálido, bizca, los dientes mugrientos, el pecho verdoso; se alimenta de carne de víbora para acrecentar su veneno, que empapa su lengua, y gime sufriente ante cada virtud y alegría que ve; su hogar está oculto en un triste y profundo valle, adonde no llega el sol ni el viento y en el que impera un frío letal; no duerme porque siempre está ansiosa, y se consume; contamina con su aliento los pueblos y ciudades por los que pasa, marchita las plantas y arrasa los campos floridos. Ninguna figura de las Metamorfosis es ni se transforma en algo tan horripilante.

 

Envidia es la versión romana de Némesis, diosa griega de la venganza. El desplazamiento revela una interiorización: si tanto la venganza como la envidia anhelan destruir el objeto de sus desvelos, el vengativo lo actúa en el mundo externo –se da el gusto–, mientras que el envidioso se envenena, metáfora de lo oculto de su padecimiento, se carcome y se pone verde. La envidia pertenece al orden de lo inconfesable. Puede llevar adelante su deseo de destruir (sobre todo a través de la blasfemia), pero tal acto no la define. Lo propio de la envidia es, en cambio, la impotencia para la acción, la impotencia para realizar su deseo. La venganza restablece y repone el equilibrio de la justicia (Némesis tenía entre sus atributos la balanza y la espada); la envidia es un desequilibrio en sí misma, ligado a la insaciabilidad. La venganza es el placer de los dioses –por lo deliciosa, pero sobre todo por lo infrecuente que resulta tener la oportunidad de llevarla a cabo–; la envidia, un pesar que los dioses han desterrado y al que recurren nada más cuando quieren llevar a cabo una venganza. (En las Metamorfosis, Envidia aparece cuando Minerva desea vengarse de Aglauro; cumple las órdenes de la diosa guerrera inyectando en el pecho de Aglauro una peste maléfica por la cual comienza a envidiar el afortunado matrimonio de su hermana con el dios Mercurio.)

 

Sin embargo, en la medida en que la venganza fracasa, la envidia revela su función respecto del deseo. Esto puede verse con claridad en la historia de Cupido (Eros) y Psique. Venus envidia a Psique, una joven tan bella que los hombres la adoran como a la misma diosa de la belleza (es decir que le ha robado su lugar). Para vengarse, pide a su hijo que la enamore de alguien deleznable, pero esa envidia de Venus incita el deseo de Cupido, que se enamora él mismo de Psique. Apuleyo hace decir a la diosa: “de lo que más tengo enojo en este asunto es que yo fui la celestina, porque yo misma le mostré y enseñé a aquella doncella”. Eso la indigna más que el fracaso de la venganza. Se trata de la envidia abriendo el juego del deseo. Venus cumple aquí el papel mediador en la economía del triángulo girardiano: Girard enseña que el deseo surge a partir de un modelo que indica el objeto a desear; el Quijote desea a través de Amadís, Madame Bovary tiene por modelo a las heroínas románticas, etc. Eros es envidioso; Apuleyo describe a Cupido “venenoso como la serpiente”.

 

La mirada bizca de la Envidia es el soporte de la triangulación que exige el deseo para circular (tan bien lo comprende la histeria). Pero el estrabismo introduce también la insaciabilidad. El carácter defectuoso de la visión envidiosa se constata en que idealiza (“magnifica”, dice Ovidio) y hasta delira, ya que supone en el otro un goce imaginado por ella, se crea a sí misma la fantasía de que el otro ha encontrado su objeto adecuado –lo que se envidia es ese goce, no el objeto (Lacan). La envidia es la marca de la diferencia que hace creer que alguien tiene lo que otro no tiene. Esa diferencia le otorga al envidiado la posesión de lo absoluto. Se envidia para creer que existe ese absoluto, que el deseo puede satisfacerse plenamente. La envidia sostiene la ilusión, protege al deseo velando el carácter constitutivo de su falta. Y si bien cumple esta imprescindible función, no sabe devenir ella misma deseo. Consiste, más bien, en un despertar tardío del deseo, que al aparecer lo hace ya frustrado, ya impotente (presume que el otro le ha robado su deseo, pero en realidad su deseo aparece recién cuando el otro se lo roba). La envidia muestra el objeto de deseo al otro, pero para el envidioso solo queda el de destruir o robar aquello que si el otro tiene (y no se lo convencerá de otra cosa) está ya perdido para él.

 

La invidia pertenece por definición a la esfera de lo visual, está íntimamente ligada al ojo, y al mal de ojo. En el purgatorio de Dante el castigo para los envidiosos es la ceguera. Erwin Panofsky ha mostrado que Eros se representa como ciego en gran parte de la tradición iconográfica occidental. Ceguera o estrabismo, no hay sujeto con vista de lince.

 

II

 

“Espejito, espejito en mi habitación, ¿quién es la más bella de esta región?”, pregunta la malvada reina del cuento de Blancanieves. Y el espejo mágico siempre, cada vez, le dice que ella es la más hermosa. Nunca, jamás, varía la respuesta. Hasta que un día lo hace: la más bella es ahora Blancanieves, que ha cumplido dieciséis años. Un lugar estable se ve amenazado, tambalea. Algo que “era de ella” le es quitado. Para que haya envidia, es requisito la posibilidad de esta sustitución imaginaria, por eso la envidia se da entre semejantes. En contraste con la venganza, la íntima lógica vengativa-justiciera de la envidia se hace lugar mediante la idea del propio merecimiento y el no merecimiento del otro. La admiración, en cambio, funciona como antídoto contra la envidia, en la medida en que introduce la idea del merecimiento del otro. La enemiga de Némesis no es otra que Fortuna: la justicia odia la suerte, el azar, el don que desequilibra la balanza meritocrática.

 

En el mundo imaginario-especular de la envidia, solo hay un lugar. “Es necesario que ella muera aunque me cueste mi propia vida”, gime sufriente la reina. Cuatro veces intenta matar a Blancanieves, y todas las veces fracasa. Este fracaso es la cifra de la impotencia propia de la envidia, el signo visible de la imposibilidad de realización de su deseo. Como la mirada de Medusa, la envidia paraliza, petrifica, pero no mata. Paraliza al que está poseído por la envidia, y por contagio, al envidiado, mediante el mal de ojo. Blancanieves no muere, queda paralizada. Y los enanos deben reanimarla laboriosamente de cada envenenamiento envidioso. Hacia el final del cuento, en cambio, Blancanieves y el príncipe se vengan de la reina exitosamente: en su fiesta de casamiento, le colocan unos zapatos de hierro caliente, con los que la obligan a bailar hasta caer muerta.

 

La leyenda ha sido generalmente narrada de tal modo que parece haber una enorme distancia entre la casa en el bosque donde se esconde Blancanieves (después del primer intento de homicidio) y el castillo de la reina. Esa lejanía encubre la gran proximidad entre las dos. Suele pasarse por alto que la reina del espejo es nada menos que la madrastra de Blancanieves, es decir, quien ocupa el lugar de su madre. La madre natural de Blancanieves aparece al comienzo del relato, caracterizada como una reina que anhela fuertemente una hija blanca como la nieve; pero al nacer esta, ella muere. Aquello que el inconsciente colectivo no tolera y disfraza es la envidia de la madre, una envidia de la belleza, de lo que atrapa la mirada, pero sobre todo de la juventud. (Venus increpa a Cupido: “¿presumes que tú solo eres engendrado para los amores, y que yo, por ser ya mujer de edad, no podré parir otro Cupido?”. Luego, cuando Psique se embaraza, se lamenta de que la llamarán abuela.)

 

En Envidia y gratitud, probablemente el libro más relevante sobre la envidia en el ámbito del psicoanálisis, Melanie Klein cuenta otro curioso mito: la envidia nace de la relación más temprana con el pecho materno; cuando este se demora o no está, aparece en el bebé la idea de un pecho mezquino, que “retiene la gratificación”, y entonces surgen los impulsos envidiosos y destructivos. En contraste con la gratitud, que supone que uno ha recibido, la envidia recela que del placer no le ha tocado nada. La envidia es concebida aquí como una pasión primaria, a diferencia de los celos que son edípicos y posteriores. Mientras Klein indica la envidia del niño respecto del pecho materno como un momento que precede incluso a aquel en que la madre se constituye como madre, los cuentos de hadas actualizan el conflicto desde la perspectiva de esta. La figura materna –que como se sigue de lo dicho no coincide por necesidad con la madre de carne y hueso– representa el amor en su sentido no erótico: el cuidado, la protección, la nutrición, el apego; y la envidia, como sostiene Klein, “socava el amor”. Madre amorosa y envidia tienen que estar separadas. Esto separa, naturalmente, a la madre del deseo (o amor erótico). Como ya sabemos, el deseo y el amor funcionan con lógicas contrapuestas (Carlos Quiroga). Si el amor es protector, el deseo en cambio está determinado por la rivalidad. No hay ninguna manera de que la rivalidad y el cuidado armonicen. Cupido tuvo, necesariamente, que traicionar a su madre.


Circe invidiosa, por John William Waterhouse [1892]