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Arte: palabras

Cuatro chicas en bikini bailaban sobre el mostrador, donde los presentes podían agenciarse dosis gratuitas de vodka y cerveza: antes de que imaginen nada, les aclaro que estoy hablando de la inauguración de una feria de arte contemporáneo. No digo que todo el arte que se fabrica hoy sea superficial, pero dios sabe que buena parte sí lo es. Uno podría echarle la culpa a la mercantilización, aunque sin esta el arte de antaño no habría sido posible. Pero incluso el arte antimercado es tonto.


Seguramente el renombrado curador Ivo Mesquita tuvo una sensación similar cuando, no recuerdo en qué año, al hacerse cargo de la Bienal de Sao Paulo, sostuvo que el arte pasaba por una crisis. Las razones no me quedaron claras; al parecer, el exceso de bienales y galerías habría provocado un aumento artificial de la cantidad de arte en circulación o, para usar una expresión con la que estamos más familiarizados por estos días, se habría producido una “burbuja especulativa”. Mesquita fue al rescate del arte moderno y, como primera medida, excluyó la pintura y los murales de la bienal, que cedieron su lugar a géneros artísticos emergentes, como las instalaciones conceptuales y las performances. No contento con lo anterior, el curador dejó vacío el segundo piso del edificio de la expo para invitar a la reflexión.


Harían falta muchas páginas para enumerar las curiosidades que ha producido el arte como señal de crisis, desde que Duchamp expusiera el famoso inodoro de Elsa von Freytag-Loringhoven. No censuro ninguna pero me preocupa que en su desesperación creativa los artistas hayan llevado las cosas al extremo de poner en riesgo su salud. Hubo uno que cocinó usando su grasa corporal y en Francia, no hace tanto tiempo, una mujer jugaba a deformarse la cara con cirugías. Otros vanguardistas eran especialmente crueles consigo mismos en la Viena de los años sesenta, bebiendo su propia orina y practicándose cortes con hojas de afeitar. No entiendo que una obra de arte pueda considerarse tan importante como para justificar estos y otros desenfrenos. 


A riesgo de contradecirme y obedeciendo un poco al curso libre de los pensamientos, diría que aunque Bob Flanagan se clavó el pene en una tabla, representa en mi opinión un caso desconcertante que de ninguna manera podría acusar de frívolo. Más bien me inspira una tristeza profunda. Pero alejémonos de él y acerquémonos a los artistas del presente, por ejemplo, a Yang Zhichao, que se plantó pasto en la espalda, sufriendo por ello infecciones medianamente graves. La experiencia le sirvió para establecer un contrapunto entre la agresividad de la naturaleza y la insipidez de la tecnología, ya que en una “obra” anterior se había injertado un trozo de metal en el muslo sin que ello reportara consecuencias negativas para su salud. No sé qué utilidad hayan traído estas conclusiones al arte pero ahí están y quienquiera que las necesite puede echar mano de ellas. Justo me viene a la mente un señor australiano que se injertó una oreja artificial en el antebrazo, y con lo dicho hasta aquí puedo traer a colación la cita de Nietszche: “el espíritu del poeta ansía espectadores, así sean búfalos”.


Otras obras son más amables con el cuerpo. Según me contaron, en una feria o bienal equis una artista se paseaba en traje de baño apuntando a los rostros de la audiencia con una cámara. Yo no asistí pero algunos artistas conceptuales me dijeron que estaba correctamente diseñada; ellos, desde luego, usaron una expresión más coloquial. Me parece entender que el propósito de la obra era captar la reacción del auditorio ante la exhibición de un cuerpo femenino saludable. Al final de todo está el deseo, pero más bien el deseo de llamar la atención del colectivo, me parece a mí, o más bien, al final de todo está nuestra condición de seres sociales, en la que se afirma nuestro éxito evolutivo según Harari y nuestro calvario según Freud. El egoísmo se pone en tensión con la vida comunitaria, que es la que nos ha hecho prevalecer sobre las demás criaturas. Sin embargo, también cumple un rol dentro del colectivo: el impulso egoísta puede ser funcional para el grupo. Nuestra tendencia a seguir a líderes —egoístas— nos permite actuar como un solo cuerpo. Tal vez lo dijo alguien, o tal vez es una conclusión ingenua. En Rusia un joven fisiculturista se está inyectando ahora mismo no sé qué hormonas en los brazos para hacer crecer sus bíceps de una manera grotesca. Si la gente –es decir, el colectivo– no lo detuviera en la calle para fotografiarse con él, nunca lo habría hecho. Eso no es arte, claro, pero solo porque no viene acompañado de un discurso artístico. Me explico enseguida.


Tiempo ha, en una de las obras de la bienal internacional de video arte que se exhibía en Matucana 100, una pantalla mostraba a cuatro hombres sentados ante un auditorio, mientras uno de ellos leía una serie de letras y números, como si estuviera dictando una conferencia. Al lado de la pantalla un escrito explicaba que estaba leyendo el código fuente de un virus informático. Toda la explicación estaba en el texto, de modo que se podía perfectamente prescindir de las imágenes, bastante monótonas por lo demás. El valor del video radicaba en su condición de documento acreditador de que la lectura del código fuente del virus se había llevado a efecto. El objeto en este caso, el video, es entonces secundario. La obra reside en su explicación; y esta es la tónica en una vasta comarca del arte moderno.


El discurso aparejado a la obra plástica ha cobrado tanta importancia que al artista se le exige dominar la escritura casi tanto como pintar o esculpir, e incluso estas actividades –decirlo es una perogrullada– se han vuelto innecesarias. El objeto en sí necesita ser explicado. Yang Zhichao expone tres mil cuadernos gastados en una galería. Luego nos enteramos de que se trata de diarios de vida de ciudadanos chinos de los últimos treinta años. Nadie los va a hojear, obviamente, pero están expuestos como evidencia. El artista dice que son la psiquis del pueblo chino y por lo tanto, la oposición de la individualidad al modo colectivo de vida impuesto por Mao, y que si el arte no explora nuevos territorios la sociedad no puede progresar. Todo eso dice y está muy bien, porque si no, solo veríamos un grupo de cuadernos viejos apilados que, naturalmente, tendrían cero valor estético. Por suerte para el arte, la palabra vino al rescate de la obra. De esta, al menos. 


El mejor ejemplo de apuntalamiento verbal de una obra tridimensional, en mi opinión, está en el famoso tiburón de Damien Hirst que flota con las fauces abiertas en una solución de formaldehído. La obra ya es impactante por sí sola pero cobra profundidad cuando se la asocia con su nombre, consistente en un verso solitario y fuerte como Atlas: La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo. Una persona compró el tiburón, mas éste dio muestras de descomposición algunos meses más tarde por lo que hubo de ser reemplazado por un nuevo ejemplar. Hirst tiene altibajos como todo artista. Se le critica mucho por el alto valor en que se venden sus obras y porque no interviene en ellas más que con el diseño. A mí no me molesta que los artistas vendan caro su trabajo, y según veo, los compradores que quieren vanagloriarse de su buena situación económica no hacen daño a nadie, siempre que paguen sus impuestos. Hace poco un tarado, ebrio de autoafirmación –en buena hora, digo yo–, compró un plátano a un artista italiano en una burrada de dinero. Bravo. 


El panorama del arte que pintan antiguos clásicos al referirse a la situación de su tiempo es muy similar al nuestro. Aristóteles llega a sostener que “la opinión de los antiguos (…) coincide con la nuestra, y de la música pensaban absolutamente lo mismo que nosotros”. Se me ocurre por tanto que la actual cantidad de chantas por metro cuadrado de galería de arte no difiere de la que hubo en otras épocas, con lo que pienso que Mesquita es un exagerado. 


En lo que a mí respecta, prefiero decorar mi pieza con un buen afiche de Metallica a hacerlo con la foto de una mujer desfigurada o con una caja de vidrio donde un grupo de moscas vuelen sobre un trozo de carne putrefacta. Aunque más allá de lo que me guste o disguste, es fantástico que cada quien pueda hacer lo que le plazca.


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