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El derecho a precipitarse

La historia es conocida. En pleno tránsito por el mar de amplio curso, Circe le advierte a Odiseo que debe pasar de largo la isla de las Sirenas. Evitar escuchar, a toda costa, a esas mujeres-pájaro que con su “canto fascinante” hechizan a cualquier humano que se aproxima a ellas. Pero la diosa conoce al héroe aqueo y sabe que se ve siempre tentado. De ahí que divida la estrategia a seguir: le insta a poner tapones de cera en los oídos de sus compañeros, mientras a Odiseo le abre una alternativa a la altura de su astucia y necedad: “Respecto a ti mismo, si deseas escucharlas, que te sujeten abordo de tu rápida nave de pies y de manos, atándote fuerte al mástil, y que te dejen bien tensas las amarras de éste, para que puedas oír para tu placer la voz de las dos sirenas”.

Deseo. Placer. Supervivencia. Odiseo repite a sus hombres las indicaciones de Circe. Reman y obedecen. Poco después, las sirenas hacen su aparición y con su bella voz llaman a Odiseo para que se detenga. El héroe cae inevitablemente seducido y ordena a señas que lo desaten. Perimides y Euríloco, bien aleccionados, se ponen de pie y lo sujetan más fuerte con la soga. Solo cuando ya han dejado atrás la isla, los navegantes se quitan la masa de los oídos y liberan a Odiseo. Si uno no se cansa de relatar esta historia es porque hay pocos momentos de poder más claros e influyentes en el inventario de Occidente que ese héroe que no está dispuesto a sacrificar su deseo y logra sobrevivir tras haber escuchado aquel mortífero canto.


La metáfora clarifica. Adorno y Horkheimer toman esa peripecia como el prototipo del individualismo y la autoafirmación burguesas. Ven en el canto XII de la Odisea una alegoría de la subjetividad moderna que se mueve por el interés más irresponsable. Para escuchar el canto de las sirenas, Odiseo pone en marcha una razón instrumental que somete y utiliza a los otros para conseguir su propio fin: dominar la naturaleza a placer. En su forma de proceder ya ven dibujada la praxis del que veta el gozo de los demás y dispone de su esfuerzo para incrementar su poder. Ahí el triunfo del que puede sentirlo y contarlo todo para convertirse él mismo en mito.


Mi curiosidad se inclina por los que no oyen nada. Por los que sí lo hicieron y naufragaron. La historia de los que no vencieron. En origen, el término fracasar remite a una embarcación que tropieza con un escollo hasta romperse y hacerse pedazos. El propio Homero recuerda que solo la célebre Argo había cruzado por ahí antes que Odiseo sin ver destrozados sus maderos y zarandeados los cuerpos de sus tripulantes al vaivén de las olas. En aquella expedición, Orfeo combate el canto de las sirenas con música; sube rápidamente a lo alto de la nave y toca con tal fuerza las cuerdas de su cítara que contrarresta y nulifica la voz de las sirenas. De golpe los 50 navegantes dejan de escuchar el llamado de las aves turbadoras, vuelven a sus filas y se alejan remando al ritmo de la cítara. Todos menos uno. Butes abandona su remo, se levanta y salta al mar.


Orfeo y Odiseo triunfan épicamente con su ingenio y destreza, Butes no. Se ve gobernado por una tentación que está por encima de sus fuerzas. En ese argonauta que arde por escuchar se revela la verdad de los personajes secundarios. Como tantos otros vencidos —esos que a diferencia de los héroes no llegan a la otra orilla o lo hacen tarde—, Butes ha pasado desapercibido en el imaginario colectivo. Se le emparenta con los suicidas, con los imprudentes, con los derrotados. Pero basta prestar atención a su dejarse ir para fisurar el relato heroico al uso y sentir afecto por su renuncia y vulnerabilidad. Butes encarna el cuerpo que responde. Su acción no obedece al cálculo. No quiere salvarse. Da el paso. Se precipita.


Pascal Quignard dedica un pequeño libro al gesto de Butes. Es todo música. Entre otras cosas, interpreta ese salto como una forma de disidencia. Sedeo, nos recuerda este escritor, remite al estar sentado. Dis-sedeo es des-sentarse. Esto importa. No sólo es que Butes deje de remar, sino que se levanta y desasocia del grupo. No está dispuesto a entregar su fuerza, mirar siempre adelante y esquivar el placer y los riesgos que presenta la vida misma. Gira la cabeza. Sigue el canto. Avanza en solitario. Sabemos poco de Butes, pero hay algo de su arrojarse al agua que conecta y resuena en cada uno de nosotros. Después de todo, eso que llamamos adultez no es más que la suma de los actos de emancipación e insolencia cometidos. Lo que uno se jugó y lo que no.


No es casual que el propio Quignard, en la parte final de Butes, recuerde un episodio que vivió en Paris cuando tenía veinte años. En plena revuelta de 1968, se dirigió a la calle Miguel Ángel No 6 bis. Tocó la puerta y le comunicó a Emmanuel Lévinas su decisión de abandonar la tesis que ese filósofo le había propuesto redactar bajo su tutela. Quignard había decidido renunciar a la filosofía y dejar la universidad para volver a la música. Poco importó que Lévinas desaprobara su decisión; retomó el órgano familiar y en sus ratos libres escribió un ensayo que a la postre le abrió las puertas de la editorial Gallimard.


Uno escucha el canto de las sirenas en ciertos desplantes y abandonos. Al sentir el fracaso como una tentación. Pienso, cómo evitarlo, en esa obra maestra que son los diarios de Julio Ramón Ribeyro. En los avatares de esa vida precaria, nómada, poco saludable. En su aversión a los domingos por la tarde y el compromiso a fondo perdido con la escritura. Y su placer. El 6 de noviembre de 1974 Ribeyro caminaba por las calles de París —uno lo imagina cruzándose con Quignard— rumbo a su casa en la más bien fea Place Falguière. Antes de llegar le vino a la cabeza el primer verso de su epitafio:


Como barco que sale en busca de naufragio

Levo las anclas cada día para hacerme a la vida

No temo ni avería mar brava o mal presagio

Otros antes jugaron semejante partida…


Esos versos desvelan la convicción saltarina del fracaso que poco o nada tiene que ver con la eficacia. Un soplo de aire fresco en tiempos en los que el relato neoliberal ha colonizado y vulgarizado el fracaso como si se tratara de un escalón más de camino al éxito. En el que se nos asfixia con el culto a la autoayuda, al liderazgo, a la velocidad. Hablo de soltar el remo y levantar la guarida ante los profetas de la línea recta. Esos que hacen caja con nuestro cansancio y pretenden expropiarnos el derecho a errar y experimentar el placer de lo lento e inútil. A cambiar de idea.


Enrique Díaz Álvarez


Escritor y profesor de la UNAM. Su libro más reciente, La palabra que aparece. El testimonio como acto de supervivencia obtuvo el Premio de Ensayo Anagrama 2021.

Ulysse et les sirènes - Pablo Picasso 1947

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