Un nuevo amor
No estamos en el tiempo de Freud, aunque a veces en el discurso público pareciera que siguen en disputa las mismas cosas. La novedad freudiana desmanteló la hipocresía de la moral amorosa de la vida victoriana; como se dice hoy, fue un ataque a la moral heteropatriarcal, una deconstrucción del amor romántico y burgués. La teoría de lo inconsciente develaba la oscura autoridad de la pulsión, que, enmascarada en las versiones del amor, se satisface a sí misma en otro, nunca con otro. La verdad tras el amor sería la repetición de fijaciones pulsionales que se satisfacen en el otro, por cierto, otro siempre sustituible: lo más intercambiable de la pulsión es el objeto. Hoy el amor también se cuestiona, no por las razones del psicoanálisis –aunque seguramente se apoyan en él aunque no lo sepan–, sino que se desmantela, ya sea por las verdades químicas que lo componen, o bien por las relaciones de poder que lo estructuran.
De cualquier forma, como dice Alexandra Kohan, hemos ido arrinconando al amor al lugar de las pasiones tristes. Es prácticamente imposible hablar de amor sin referirse a la farsa y al crimen.
De acuerdo. No existe el complemento en el amor. Esa ya no es novedad. Con Freud, lo inconsciente del amor es repetición: lo que se ama es una parte de sí mismo en el otro. Desde el feminismo el complemento es un invento patriarcal para oprimir.
Pese a todo, digan lo que digan, el amor existe. El amor, aún.
Del amor se pueden decir muchas cosas, pero su verdad no es la de un saber, sino que justamente existe el amor porque hay algo que no se puede saber. Esa falla, la imposibilidad del saber completo, lo imposible de la complementariedad con el otro, en el fondo, la inexistencia del paraíso, es lo que para Lacan –quien piensa mucho más cerca de nuestro tiempo– hace del inconsciente no pura repetición como en Freud, sino que lo concibe como apertura. Esa apertura no busca suturar lo que no cierra, no busca unidad. Sino que ante el abismo entre uno y otro se permite inventar suplencias, una de ellas, el amor.
El amor no tiene fundamento, tampoco existe su fórmula perfecta, lo que queda entonces es la suplencia de esa ausencia a través de un amor: invento singular y posible.
El amor no arregla la distancia irremediable entre uno y otro, tal como el arte, que no cura ni evita el dolor de la consciencia de muerte, pero logra suspender el tiempo cronológico. El amor, a veces, tiene la misma cualidad. No podría decir bajo qué condiciones, pero cuando ocurre no hay forma de no saber que eso ocurrió.
Por eso el amor, pese a todo, promete la eternidad, es para siempre, aunque se sabe perfectamente que no lo es. El amor es, de algún modo, un encuentro fuera de este mundo que hace mundo. Un amor es un nuevo amor, porque es el otro quien otorga un nuevo significado a la existencia propia.
Tal es la alegría del encuentro amoroso. Una proximidad psicológica capaz de sobreponerse, a ratos, al fetichismo sexual que quiere solo una parte del otro, como también a la erotomanía, que es una forma de gozar de la demanda de amor. Pero no sin todo ello, los amantes se aman enteros y por partes, se demandan, tienen sexo con o sin amor, se chupan, se huelen, se muerden y se miran y se hablan y se distancian para no morirse en el otro, se distancian también para renovar el deseo, se distancian también para siempre.
Lo más difícil quizá sea la ruptura, soportar sin volver al narcisismo que entonces supone que el otro es posesión. Si fue la apertura a la alteridad la que inventó un amor, soportar hasta la despedida es el desafío. En Teorema de Pasolini, una familia recibe a un huésped cuya identidad nunca se rebela. Y este lo altera todo, cada miembro de la familia es tocado de un modo singular que les cambia la vida. Un día el invitado –que en todo caso se invitó solo– se va. Y su partida se acepta sin preguntas, tal como llegó. Tal como el amor que llega y se va sin preguntar: lo que cuesta soportar es que, si aceptamos su visita, bien habría que aceptar su despedida.
El Dos nunca hará Uno, aunque ese sea el empuje del narcisismo, de la violencia, y también la indiferencia de los discursos que apuntan a quedarse en Uno. Pero el Uno puede romperse al Dos, luego nace un mundo. Para Arendt lo más propio de lo humano es la posibilidad de empezar algo nuevo. Cuando se le acusaba de no amar al pueblo judío, respondía: “¡Por supuesto! No amo al pueblo judío, ni norteamericano, ni a ningún pueblo, no me amo a mí misma”. Esas formas de amor son puro anhelo, anhelo peligroso de paraíso: aspiración al Uno.
El amor no necesita emblemas, sino un invento singular. Afuera, siempre afuera del paraíso es que existe el llamado a responder de una manera única. No existe el amor, sino cada amor. Escribe Hannah Arendt a Heinrich Blücher en 1937:
“Siempre he sabido, desde niña, que solo el amor puede procurarme la sensación de existir realmente. Lo que desencadena en mí el miedo horrible de disolverme en él. Cuando te conocí, este miedo terminó finalmente […] Aún ahora me parece increíble que pueda vivir ‘el gran amor’ sin perder sin embargo mi identidad […] Y, en efecto, solo tengo identidad después de haber tenido el gran amor”. [jA1]
El amor, cuando no es moral, escrito de antemano, tiene una dimensión de riesgo. Es lo que quizás, debiese convocar al psicoanálisis de nuestros días: el coraje de tomar el riesgo. No defender sus formas resignadas de la vida burguesa, pero tampoco entregarse a los discursos del desencanto y la libertad que no comprometen; el amor sin riesgo, que tan bien sigue el juego de la vida capitalista.
El amor interroga a lo menos dos mentiras contemporáneas. La primera es la idea de que cada cual es su propio fundamento. Esa idea supone una independencia que haría posible ahorrarse la deuda simbólica del hecho de que venimos de otros, de que el otro es una parte de sí. Algunos resultados posibles de este supuesto son la indiferencia, como también la narcosis del deseo, es decir, la relación compulsiva, la relación que no acepta alteridad. Ese tipo de pensamiento que puede ser como una droga, un ansiolítico o una pistola.
La segunda mentira es que el deseo solo despierta con lo nuevo. Quizá es cierto, pero antes valdría preguntarse qué es lo nuevo. ¿Otro objeto, otro cuerpo? No necesariamente esas podrían ser novedades; lo nuevo es una forma de ver. Como Rimbaud, a veces hay que pasar una temporada en el infierno, hacer un camino, no para encontrar al amor, sino el nuevo amor. Una mirada que pueda ver lo nuevo aun en lo mismo.
El amor es el campo de la diferencia y no de la identidad. O, a lo menos, es la tensión entre ambas; no es algo pacífico, pero es el del orden del Dos, que no es lo mismo que decir pareja o dos personas. Dos es el nombre de lo que interrumpe la unidad; el Uno puede ser un eslogan, una orgía, un ejército, un soltero, pero también una pareja con más violencia o aburrimiento que amor. El Dos inventa un mundo, no confirma el propio.
Esto es muy político, que no es lo mismo que decir que hay que politizar todo lo que concierne al amor: el Dos es una resistencia mínima al pensamiento en masa.
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Algo más. Aún otro riesgo.
El amor no siempre se liga al deseo. Hay intensidades, vertiginosas, pero sin rostro; las pasiones fetichistas, que no aman, sino que intensifican la experiencia de la carne. Hay otras intensidades que son espirituales, inmensas, pero que no soportan la presencia del cuerpo. Tales experiencias tienen sus correlatos en la vida, prácticas sin amor, discursos sin cuerpo. A veces hay una intensidad que liga cuerpo, deseo y amor. Podría llamarse el instante incondicional. Una apertura inédita, tan temida como anhelada. A veces esa apertura se llama pasión, quizá algo aún más temido que el amor.
La pasión es una apertura que es ardor, pero también padecimiento, es una apertura que conjuga deseo y muerte, en el sentido que desune a cada uno de sí.
Hay amores alegres y tristes, pero la pasión –que puede o no estar en un amor– es el abandono gozoso, “vida infundida en altas dosis” Si uno quiere la intensidad sin riesgo: imposible, escribe Anne Dufourmantelle. Y agrega: hay otro evento al que se le llama Pasión, a la de Cristo. Se pregunta si el significado de la palabra pasión es solo el martirio de un cuerpo. O bien, quizá pasión nombra otra cosa: un acontecimiento que apunta a la apertura a lo más sagrado, al consentimiento de un más allá absoluto.
G. H. es la protagonista de una novela de Clarice Lispector, una mujer estable, quizá demasiado, quien “difiere de sí misma en apenas dos o tres grados” en su versión pública respecto de su versión privada, una mujer sin variaciones. G.H. se rompe en su pasión; un día, en un encuentro mínimo que le cambia la vida, padece de una violencia que la hace entrar al mundo: “Es como si antes hubiese tenido el gusto viciado en la sal y el azúcar, y con el alma viciada por las alegrías y los dolores; y nunca hubiese sentido el sabor primero […] Había entrado en la orgía del Sabbat. Ahora sé lo que hace en la oscuridad de las montañas en las noches de orgía. ¡Sé! Sé con horror: se gozan las cosas”.
¿Qué es eso que sabe la pasión?
Nada. No es saber, es experiencia. Es una aproximación corporal al mundo, precisamente porque hay algo que no se puede saber. Es el movimiento erótico del alma, que conoce sin saber. Es el Cantar de los cantares o el Cántico espiritual de san Juan de Cruz, precisa la filóloga Lola Josa, los que de algún modo revelan la diferencia entre el saber de la iglesia que impone qué creer, cómo pensar, y la experiencia de “hacer el amor con Dios”.
La pasión es con otro cuerpo real o no, pero es corporal y es apertura, es el instante en que lo finito de la carne toca lo infinito y se conoce el misterio. Quizá sea un regalo de los dioses. O, como dice Dufourmantelle, toda pasión paga un tributo a la escena crística que está en nuestra memoria, una escena de amor y deseo que consiente a lo absoluto, una apertura al “salvajismo en gracia”.
Lispector hace una advertencia al comenzar su Pasión: “Me sentiría contenta si lo leyesen únicamente personas de alma ya formada. Aquellas que saben que el acercamiento a lo que quiera que sea, se hace de modo gradual y penoso, atravesando incluso lo contrario de aquello a lo que uno se aproxima”.
*Fragmento de "Hacer la noche" Ed. Paidós, 2022