Contratapas: Uso y abuso de lo urgente
En el arte, y por supuesto en la literatura, con frecuencia suele hacerse una separación tajante y drástica entre los objetivos y valores que rigen al mercado y a la academia. Por lo general, quienes suelen poner el acento en esta diferencia valorativa (y ética), afirman que mientras al mercado lo rigen los números y las ganancias (que se traduce en masividad), a la academia le interesa fundamentalmente eso que podríamos llamar calidad (lo que se traduce, por su parte, en la baja circulación de las obras, precio que debe pagar toda producción artística destinada a ser “sólo para entendidos”). Esta diferencia implica un número no menor de fricciones y desencuentros, sospechas de uno y otro lado, que dificulta un trabajo más concienzudo y atento sobre los contrabandos que se efectúan entre ambas veredas en el sistema capital. En efecto, solemos olvidar que en el capitalismo las oposiciones se difuminan ante la sorprendente capacidad fagocitadora del mercado a la hora de apropiarse de los discursos y narrativas subversivas, sobre todo si hablamos de una academia obsesionada con categorías escriturales como lo “marginal”, “la resistencia” y lo “periférico”.
Habría que hacer un estudio de todos esos términos que la academia ha puesto de moda y que hoy prácticamente son inofensivos si los sacamos del contexto de un artículo académico o de una ponencia académica. Marginal, resistencia y periferia son algunas de estas palabras, pero existen varias otras, entre las que se encuentra una que aparece colada en las contratapas y en las reseñas de libros, el comodín preferido de los académicos y algunos críticos de tendencia progresista que aún creen que hoy existe algo así como la “literatura comprometida”. Estoy hablando de la palabra “urgente”.
Hay que aceptar que el camino que ha tomado esta palabra en los últimos años es interesante. Aunque no es específica de alguna disciplina, urgente ha permeado el lenguaje de la política y del arte como pocas. Su uso, sin embargo, no es para nada inocente, pues arrastra consigo una serie de ideas que se introducen sin mayor resistencia o reflexión en los discursos, lo que debería hacernos levantar todas las alertas con las que disponemos los lectores, pues cada vez que una palabra adquiere un cariz renovado o levemente modificado, es necesario observar esas variantes y encontrar sus razones más inescrutables.
Ahora bien, tiendo a pensar que el uso de la palabra urgente, tanto en política como en literatura, comparten el vicio del horizonte de época que hace de ese concepto un término vacío y sin el efecto radical que su significado sugiere. Si para Hartmut Rosa nuestra época (desde la aparición de la Modernidad) se caracteriza por una aceleración generalizada del tiempo, en todo ámbito y sentido de la vida (político, cultural, económico, personal), el uso y abuso de la palabra urgente entonces se vuelve comprensible, esperable y por lo tanto inocuo. Si todo precisa de urgencia, nada es urgente. Por eso, cuando escuchamos en el debate público que algo es urgente, su utilización ya no significa nada, o no añade nada a lo indicado.
Reformulo: en un mundo acelerado, de necesidades múltiples y múltiples conexiones, la palabra urgente no modifica en nada (o muy poco) el estado de las cosas, pues en nuestro mundo ya todo se realiza aceleradamente. Luego vienen las consecuencias públicas y sociales de los problemas complejos abordados con la urgencia del momento: leyes inaplicables en la realidad, violaciones a los derechos humanos, externalidades no esperadas para miles de personas, entre otras consecuencias.
Por su parte, en literatura la palabra urgente también se ha vuelto ascética. Hace años que llevo leyendo en las contratapas de los libros editados en Chile su uso casi indiscriminado a la hora publicitar los textos. Se ocupa a diestra y siniestra, y no sabemos bien qué es lo que se quiere decir cuando se dice que un texto es urgente. Dos ejemplos ilustran bien el uso excesivo de esta palabra en la literatura nacional:
En Señales de nosotros, acaso su libro más lúcido y urgente, la autora repiensa el silencio y las mentiras en los que creció toda una generación, y las fisuras que permitieron la inexorable revelación del horror. Una poderosa meditación sobre ese país que “habitábamos sin vivirlo”: el Chile del pasado que es el Chile del presente.
Diamela Eltit construye una obra feroz y urgente, un despliegue de la violencia del capitalismo en la lengua, los hábitos y hasta el espacio vital de sujetos que ven cómo son consumidos como el combustible de una gran máquina a punto de colapsar.
¿Qué se quiere decir cuando afirmamos que un texto es urgente? ¿Urgente para quién, para quienes? ¿Urgente dónde, en qué lugar, en qué espacio social? Todas estas son preguntas que saltan a la vista cuando leemos, junto a otros calificativos en general grandilocuentes (“feroz”, “impresionante”, “imprescindible”), que un libro recién publicado es urgente.
Ante todo, habría que consignar algo: decir que un texto literario es urgente conlleva una idea oculta de la relación entre literatura y realidad que no se declara, o más bien que se da por asumida. Esta idea estaría relacionada con que la literatura es capaz de transformar inmediatamente la realidad al momento de entrar en circulación en la sociedad. Vale decir, al momento de transformarse en discurso. Si afirmamos que un texto literario es urgente, es tal vez porque tenemos la convicción de que existe un vacío preexistente, una vacancia presente cuya obra aludida posee el mérito de llenar. Ante esto, la pregunta que viene es: ¿la literatura es capaz de modificar, hoy en día, las condiciones materiales de la vida social? Y si lo hace, ¿es capaz de hacerlo de forma inmediata? ¿Alguna vez lo hizo?
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Hace algunos años, a un grupo de futuros docentes de lenguaje les hice la siguiente pregunta: ¿para qué sirve la literatura? El abismo que se abre ante este tipo de interrogantes, por muy obvias que sean, es la misma que aparece cuando a los filósofos les preguntan qué es la filosofía o a los historiadores qué es la historia. Tal vez, la cercanía del objeto de estudio dificulta el campo visual y por momentos sólo es posible comenzar a balbucear después de algunos segundos. Tal vez, la abrumadora cantidad de información que se agolpa en nuestras mentes dificulta responder de manera coherente y sin titubear. Pero lo interesante en este caso es constatar que el abismo —y el consecuente silencio, que se extendió por varios segundos en esa sala— no provino de la interrogante qué es la literatura, sino para qué sirve la literatura.
Derivado del latín servire, que quiere decir “ser esclavo”, el verbo “servir” en la historia del arte y específicamente en la literatura ha sido problemática en distintas épocas de la historia cultural de Occidente. Problemática y, a la vez, variable. Las formas que ha adoptado la literatura en su relación con otros elementos constitutivos de la realidad social e histórica contravienen esos enérgicos y a la vez fútiles intentos de un puñado de críticos y escritores que salen al paso cada cierto tiempo a declarar la absoluta inutilidad de la literatura. Como una toma de posición estética no hay mucho que discutir: están en todo su derecho; como una afirmación que pretende develar una ley universal, es ahistórica. ¿Por qué Hesíodo decide escribir Los trabajos y los días luego de haberse enemistado con su hermano? ¿Por qué Cesar Augusto le habrá encomendado al mejor poeta de su tiempo escribir un texto literario-propagandístico como la Eneida? ¿Por qué Fidel Castro habrá manifestado que un pueblo comprometido sólo valora las creaciones culturales y artísticas en función de la utilidad para la causa revolucionaria?
Tal vez habría que realizar desde ya una sana diferenciación: si para una cantidad no menor de personas, la literatura debe tratar de escapar todo lo posible a la instrumentalización política o al dirigismo estético —y, con esto, declarar su total independencia—, lo que ha ocurrido en realidad, en ciertos momentos de la historia, es todo lo contrario. En efecto, tanto para reyes, gobernantes, revolucionarios, intelectuales o dictadores, la literatura ha sido entendida, en jerga althusseriana, como un aparato ideológico del Estado, y también ideológica en sus propios términos: la literatura como amenaza o aliado, como factor de cambio o retroceso.
El problema, tal vez, se encuentra en la distancia que se abre cuando ponemos de frente a la expectativa con la realidad. La expectativa: una literatura que no sea susceptible de apropiación instrumental, de medios para algún fin, de panfleteo político. La realidad: textos literarios censurados, quemados, intervenidos, eliminados. ¿Qué necesidad tendría un dictador de arrancar páginas y páginas de literatura, si estas no sirven para nada? Mejor sería dejarlas ahí, intactas. Que los escritores digan lo que quieran decir, pues, al final del día, ¿en qué cambia el mundo?
Ejemplos que demuestran la influencia que ha tenido la literatura para modificar aspectos de lo social hay varios. Benedict Anderson, en su estudio ya clásico Comunidades imaginadas, incluye a la literatura como uno de los elementos que ayudaron a conformar lo que hoy conocemos como los Estados-Nación en Latinoamérica. Claro, no sólo la literatura, sino también las costumbres, los símbolos, la lengua, lo que una comunidad decide callar y olvidar. Todo esto, afirmaba Anderson, en un proceso complejo de concesiones tácitas y prácticas generacionales. El objetivo principal de Anderson en este texto fue demostrar que el concepto de nacionalismo, lejos de lo que se pensaba hasta ese entonces, surgió en este lado del mundo, en Latinoamérica. Precisamente por eso indagó en diversos aparatos ideológicos que moldearon el carácter nacional, ese sentimiento que, en último caso, como todo relato social, es una ficción.
A una conclusión muy parecida lleva Ángela Davis cuando escribe en Democracia de la abolición: Prisiones, racismo y violencia que la novela del siglo XVIII, con su visión del hombre como un sujeto consciente de su entorno y de los factores que lo constituyen como tal, influenció en las ideas de los reformadores del sistema penitenciario en Estados Unidos. Según Davis, hasta ese momento las cárceles no eran lo que se conoce hasta hoy: lugares apartados de las urbes, fortificados, con una disciplina estricta. Las cárceles, antes de la reforma, fueron lugares abiertos, donde algunos presos podían entrar y salir de ella con relativa libertad, comer según lo que el apetito les dictase o incluso mantener relaciones sexuales con sus parejas. El ascenso de la novela del siglo XVIII, en sintonía con el método científico, el evolucionismo y el positivismo, postuló a un hombre ya no víctima de su entorno, sino plenamente consciente de sus actos. ¿Por qué habríamos de tratar a los presos de manera tan indulgente si todo lo que hicieron fue en sus más plenas capacidades racionales? Fueron estos influjos los que llevaron a que los reformadores del sistema penitenciario postularan una cárcel más disciplinada, con sistemas forzados de trabajo y encierro absoluto, dejando atrás las “regalías” de las que gozaban los presos hasta ese entonces.
Para Davis, la literatura del siglo XVIII jugó un papel importante en el proceso de reforma de las cárceles en Estados Unidos. Pero no fue un proceso inmediato, de la noche a la mañana, cuyo efecto transformara las condiciones que configuraban la realidad de sus contemporáneos; muy por el contrario, tomó años, tal vez decenios, en penetrar en la mente de los reformadores y el sistema. Lo mismo ocurre con Benedict Anderson en Comunidades imaginadas: la conformación de los Estados-Nación latinoamericanos fue un proceso de siglos, donde la literatura jugó un papel modelador de la realidad social.
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Tal vez sea la resaca de lo que vivió Latinoamérica en los años 60 y 70. Tal vez sea herencia de aquel proceso interrumpido por las dictaduras y las masacres y las persecuciones en tiempos donde lo político ocupaba un lugar central en el quehacer cultural. O tal vez, en nuestros tiempos, sea la proliferación indiscriminada (y manoseada) de la palabra “política” a todos los ámbitos de la vida. Lo cierto es que, hace algunos años, luego de la vuelta a la democracia, una transición aún en disputa y unos años de movilizaciones sociales que marcaron la agenda política en Chile, se ha querido retomar una de las tantas ideas que quedaron huérfanas de esos años pre dictadura. Me refiero a la idea de la literatura como un agente activo en el debate público, un factor de cambio en el terreno de la política.
La idea no es descabellada: como se ha demostrado —y se podría seguir demostrando—, la literatura, en determinados momentos de la historia, ha ocupado un papel importante en los cambios sociales de occidente. Pensar los años 60 en Latinoamérica sin figuras como Cortázar, Fernández Retamar, Vargas Llosa, Neruda, Haydée Santamaría o la mítica Casa de las Américas, es borrar una parte fundamental de la cultura de esos tiempos. Pero también es cierto que la importancia de estos nombres, más allá de sus obras, fue producto de todo un proceso histórico y social que se remonta a los inicios del siglo XX. Es importante mencionar esto: aún no está muy claro si lo importante de estos nombres en el campo político fueron sus obras o sus figuras autorales, poderosamente activas en el debate público de aquel entonces. No está muy claro si en este terreno (el de la política) fueron figuras públicas que escribían novelas o novelistas que se transformaron en figuras públicas. En cualquier caso, ni siquiera durante esos días la literatura pretendió ser un factor de cambio directo, una cuestión urgente, y sin embargo hoy, al menos en la literatura chilena, la urgencia pareciera ser lo que caracteriza a cualquier texto literario que aborde aunque sea tangencialmente algún asunto de la política reciente.
Pero entonces, ¿por qué se utiliza tanto esta palabra, si la literatura, cuando ha modelado aspectos de la realidad, con frecuencia es a destiempo, en procesos lentos y complejos? La respuesta más obvia sería decir que por inconsciencia; utilizamos las palabras porque no le tomamos el peso suficiente, porque no medimos sus efectos. Pero afirmar esto nos pone en aprietos, en terrenos movedizos y un poco enrevesados. Ocupar la lengua de manera inconsciente es dar rienda suelta a la dominación, a los discursos hegemónicos que circulan en lo social. Así lo piensa Viktor Klemperer al sostener, en esta obra que rezuma erudición llamada LIT: La lengua del Tercer Reich, que cuando hablamos sin pensar lo que decimos, quién habla por nosotros es la dominación. Hay que decir que Klemperer llega a esta conclusión observando la lengua en uso, en lo cotidiano, tanto en la propaganda nazi como en las conversaciones de los obreros en las fábricas, incluso después de la muerte de Hitler. Se da cuenta que aún los antifascistas utilizan términos acuñados por el nazismo, siendo incapaces de reinventar una lengua que ponga en entredicho al fascismo.
Así las cosas, la lengua utilizada de forma irreflexiva nos convierte en el muñeco ventrílocuo de la dominación, que nos ocupa como instrumento para afianzarse día a día en la realidad. Como sostuve más arriba, en tiempos acelerados y de consumo rápido, la palabra urgente se vuelve inocua, desprovista de su sentido radical, fácilmente asimilable por el mercado; utilizarla, entonces, sin tomar en cuenta estos aspectos, es seguir en la misma dirección que intentamos combatir: la lengua del consumo rápido, de las cosas desechables, del goce infinito cuyo único propósito es la acumulación. Poco importa que las obras que sean catalogadas de urgentes hablen de temas políticos, de grupos marginalizados, pues a lo más que puede aspirar la literatura es a penetrar lentamente en lo social y en el terreno de las ideas. Y es esto, precisamente esto, lo que constituye su más invaluable arma.