El testimonio de Herzog
Siempre me ha apasionado la pregunta acerca de lo que nos pone en movimiento, de “eso” que nos hace salir de nosotros mismos y que en cada caso resulta ser una amalgama tan peculiar de las experiencias que nos han impactado. En principio, construimos ese motor a partir de la mimesis que efectuamos sobre el deseo ajeno para luego vérnoslas con el mundo, observarlo, investigarlo y en el mejor de los casos jugar con él y usarlo.
El psicoanalista italiano Massimo Recalcati se ha interesado en el tema de la función paterna y de la posible transmisión del deseo como motor de la experiencia humana. En una época liquida, sin bordes y que ha dado por obsoleta dicha función y su finalidad reguladora, prohibitiva y vehiculizadora de ideales universalizables, su potencia no se sustenta ya en una retórica pedagógico-educativa pero más bien desde el testimonio de un padre que encarna una vivencia singular del deseo. Heredar la facultad de desear hoy implica renunciar a la transposición de ideales rígidos y preestablecidos, sin tampoco caer en las fauces del nihilismo y del goce inagotable. No estamos frente a un padre que sabe algo específico acerca de la vida, pero más bien que ha sabido vivirla con pasión, con una responsabilidad ética, navegando entre el empuje del deseo y las reglas del juego que impone la ley simbólica. Se hereda la posibilidad de asimilar esa fuerza extraña, y con ella construir un camino que no está trasado a priori, incierto, sin garantías, pero posible.
¿Cómo se transmite el soplo de la vida, el élan vital Bergsoniano?
Esta transmisión del deseo implica pensar qué tipo de testimonios representan para nosotros las relaciones que hemos establecido con nuestras figuras significativas, pero también los espacios sociales, políticos y culturales que posibilitan o impiden su desarrollo.
Separados por un océano, no conté con un padre que acompañara mis primeras etapas de vida. Pasaron muchos años antes de que pudiésemos coincidir en un mismo territorio y entablar una relación. Emigré, cuando aún era un crío, a una tierra lejana en la que carecí del apoyo social y familiar con el que en general uno cuenta cuando uno se encuentra en su país de origen. Me costó encontrar algo a qué aferrarme, algún referente que me permitiese abrazar ciertos ideales y que me ayudara a construir un proyecto que me fuese significativo. Con un yo debilucho y sin un bastón sobre el que apoyarme, no contaba con una barrera confiable para abarcar los torrentes de lo real, lo que hacía de mi experiencia en el mundo algo opresivo y doloroso. Me sentía un prematuro arrojado a un entorno hostil. Tuve un sueño paradigmático que me persiguió durante varios años de mi vida. Jugaba un partido de futbol, metía un gol y la pelota desgarraba la malla del arco. La pelota seguía su trayectoria y rompía una ventana que estaba detrás. El vidrio estallaba, unos pedazos me cortaban el cuerpo, y, de golpe, me transformaba en un recién nacido, que gesticulaba, solo, tirado en el piso. Seguramente, una culpa inconmensurable me impedía entrarle a una vida que a veces te podía cagar a palos.
Algo me conmovió cuando descubrí los trabajos cinematográficos y los escritos de Werner Herzog. Hizo brotar en mí una suerte de apetencia por la exploración. Aunque no tuviese nada en común con el cineasta alemán, ese sujeto me transmitió vida y una manera de aproximarme al mundo para poder asimilarlo, aunque sea a partículas.
Herzog creció en un pueblo montañoso, en ruina, viviendo una infancia completamente aislada del mundo exterior. La precariedad material de esa época de posguerra propició el desarrollo de su imaginación lo que le permitió concebir un mundo en medio de los escombros y de la anarquía que reinaba tras la caída y devastación de un imperio decadente.
La filmografía de Herzog es inusualmente prolífica (aproximadamente 60 películas). Dice estar habitado por imágenes que exigen y tratan de imponerse. Necesita filmar para poder liberarse de ellas. Siguiendo la máxima que propone que el mundo se les revela a los que van a pie, Herzog sondea, a través de ese medio de transporte, las fisuras del fin del mundo y de la civilización humana. Su vigencia, según sus palabras, se debe a su capacidad de seguir abierto, vivo y cambiante.
Creó su propia productora a los 18 años porque nadie apostaba por un cineasta demasiado joven, autodidacta y sin experiencia. Un año más tarde ya había filmado su primera película. Sus trabajos se forjaron a puro pulso, por un profundo compromiso con su propia persona. Señalará: “No fue el dinero lo que empujó a ese barco montaña arriba en Fitzcarraldo; fue la fe”.
Tanto en Aguirre, la ira de dios y Fitzcarraldo, los personajes se adentran en densas junglas, inhóspitas, evidenciando que la selva no es un entorno humano, que el hombre no tiene lugar en este mundo y que debe ingeniárselas para hacerse un espacio. Nuestra existencia está ligada a una exigencia, la de humanizar lo real, de hacerlo inteligible. Sus películas retratan el esfuerzo que implica afrontar la conquista de lo inútil. Sujetos arrojados a la experiencia, a la exploración de lo desconocido, esbozando líneas en la nada, engendrando contornos en lo amorfo. Sus documentales nos develan su método de investigación y su proceso creativo en el que la intuición cumple una función importante. Con una precaria pero suficiente planificación, arrasa con las inhibiciones neuróticas que buscan detener lo que lo moviliza.
La manera en la que Herzog ha filmado, ha impactado, no solo mi vida personal, pero también mi trabajo (de psicólogo clínico) con pacientes en los que la inercia y el movimiento se encuentran en una tensión permanente y la toma de decisión representa una inevitable fuente de angustia existencial. La parálisis ante una decisión es moneda corriente en el trabajo analítico. Los cambios no se pueden dar sin una suerte de inconsciencia e inconsistencia. No sabemos con exactitud de dónde proviene lo que puja y adopta una necesidad de cambio. Nos inventamos historias, por supuesto, para darle forma a esta tensión, pero hay un más allá inabarcable. No hay garantías de lo que traerá un movimiento, de lo que vendrá a raíz de la ampliación de los horizontes de la experiencia. Por lo mismo, muchas personas evitan los cambios, sobre todo hoy, en nuestras sociedades que empujan a la sobre racionalización, la planificación, medición y previsión obsesiva, experiencias que no traen más que parálisis, F.O.M.O. (fear of missing out), y freno a la intuición sabia, esa que viene de la entraña y se diferencia del mero impulso.
Varios de sus trabajos fueron realizados en colaboración con el actor Klaus Kinski, un sujeto con un temperamento irascible, de un increíble magnetismo, volátil, excéntrico, agresivo y demasiado sexual. Era habitado por un exceso de pulsión que lo convertía en una fuerza perversa y pujante, con la cual Herzog trabajó y aprendió a manejar para poder encauzar y darle forma a lo desbordante. Buena parte de esta compleja relación quedó plasmada en el documental “Mi enemigo íntimo”.
Las filmaciones de Herzog son el testimonio de la relación que establece con el mundo, y el retrato de personajes ficticios o reales que testimonian de sus experiencias con el deseo, la cultura y la naturaleza, elementos que representan contradictoriamente nuestros soportes para potenciales desarrollos y ajenidades que debemos aprehender, habitar y encausar. Documentales como Encounter at the end of the worl, Grizzli man, The cave of forgotten dreams, Happy people, into the abyss, Lo and behold, reveries of the connected world y ficciones como Aguirre, la ira de dios, Fitzcarraldo y El enigma de Kaspar Hauser son hermosos retratos de esta lucha en los que Herzog plasma, a través de su amor por las imágenes y las palabras, la apropiación física y simbólica de un mundo inhóspito que debemos conquistar.
Sus documentales ofrecen fascinantes narraciones vehiculizadas por su voz en off. El impacto de esa sonoridad ha sido profunda en mí. Su voz, atemporal, trascendental, pareciese el eco de una dimensión lejana. Hipnótica y familiar, abre un plano cruzado por lo consciente y lo inconsciente, que narra y enseña la historia de la humanidad. Un relato que le pone palabras a lo que percibe, que hace explícita sus afecciones y transparenta las preguntas que lo van asechando, abriendo caminos y atravesando brumosos parajes. Es una voz que te mantiene despierto y te hace compañía.
Emprendí mi propia investigación a través de un lente-membrana que me permitió sostener una distancia ilusoria con lo externo siendo el manejo de la apertura del diafragma el símbolo de mi capacidad para poder controlar el flujo del mundo. Identificado con Herzog, caminé, exploré, recorrí diversos paisajes. La mirada, domesticada, percibe desde automatismos de los cuales no somos sino parcialmente conscientes. El ritmo de la caminata posibilita una aproximación desde lo contemplativo. Sin apuro, el ojo empieza a resaltar objetos que solo una mirada despreocupada se deja percibir. Emergen mundos dentro de otros mundos, universos minúsculos de infinitas complejidades.
Fue a través de un ojo desobediente que me terminé interesando en espacios ambiguos, sin coordenadas claras, que encontré en la periferia urbana. Espacios transitorios, inestables, en donde el asfalto pierde soberanía y entra en disputa con la tierra, el polvo y la mala hierba. Esos territorios, sin códigos postales reflejaban sin duda los vestigios de mi aún vigente desubicación interna.
Posteriormente, me dediqué a recorrer montañas y litorales para luego aplicarme a la fotografía de calle, siguiendo los pasos de Cartier Bresson y en busca del “instante decisivo” capaz de eternizar un momento en el flujo incesante de la existencia. Estas exploraciones, atléticas y perseverantes, en las que visitaba el entorno, dieron paso a la exploración de la fotografía conceptual. Anhelaba crear mis propias escenas. Puede parecer poca cosa, pero para mí, en aquel entonces, resultaba ser algo realmente subversivo. Me permitía ser autor de un acto determinante. Winnicott señalaba que, aunque el espacio social tiene una existencia previa a cada recién nacido, el mundo debe ser creado nuevamente por cada ser humano para que éste se lo pueda apropiar. Creo que algo de eso estaba en juego.
Inspirado por el fotógrafo canadiense Jeff Wall, pasé de ser una cámara invisible en un ejercicio de contemplación radical a provocar la transformación de la realidad, experimento que dio origen a imágenes peculiares y rudimentarias. Un muerto en un camino campestre alejado de todo (influenciado por el poema el durmiente del valle de Rimbaud), hallazgos de vestigios de una civilización primordial esparcidos en una naturaleza hostil, hasta dar vida a un soldado errante en un paisaje urbano junto a un bote salvavidas y la asta de ciervo que había conseguido en el persa y que intervine recubriéndolo con mosaicos generados con pedazos de placas madre de computadores obsoletos. Nacieron fotografías de dudosa calidad pero que encierran significaciones densas y representan objetos subjetivos que poseen una profunda e incomprensible verdad para mí.
Tengo un tío documentalista y su cine también me enseño cosas acerca de la relación que podemos sostener con el mundo. Su trabajo logra registrar su despliegue, sensible a su lado azaroso, en donde la memoria, el acontecer y el otro entran sin previo aviso. No trabaja con un tema predeterminado. El tema emerge y se consolida de manera accidental. Mi tío piensa que la película es un recipiente en el que el acontecer se viene a depositar. El no-tema implica una estructura flexible para abarcar la complejidad del mundo sin predisponer la dirección de la cámara porque la selección mata el advenimiento. El mundo entra sin lógica siendo para él, lo propiamente cinematográfico, lo sorprendente, que queda fijado en la imagen, a propósito del desvío en el transcurso de una historia, la película siendo un polo de atracción de un sinfín de posibilidades.
Las peripecias realizadas con mi propio lente y la inspiración provocada por Herzog me ayudaron a adueñarme de mis movimientos. Fui construyendo una membrana que filtraba mi interacción con el mundo, a veces a través de una observación minuciosa, otras transformándolo, pero también, y paulatinamente, dejándolo entrar con cautela, destreza de la que carecía antes, lo que convertía el entorno en el peligroso colonizador de un yo con falta de soberanía en el que cualquier intrusión resultaba violenta.
La receptividad se hace posible sólo si hay bordes que contengan. Una psiquis puede tener contornos permeables que permiten condiciones de disolución y reinstauración de sus márgenes. Es lo que Winnicott llama estados de integración y de no integración para diferenciarse de la desintegración psíquica, estado caótico en el que reina la desorganización. Cuando ya no necesitamos defendernos tanto, la no integración es un estado en el que podemos abandonarnos y experimentar la continuidad del ser. En ella, la división con el entorno no es clara. Por un instante, nada resiste, nada interrumpe. Entra lo que viene de afuera y se conjuga con la expresión de nuestra propia pulsión, aquello que puja y que debemos encarnar, imaginar, representar y transformar. Ahí culminaría un esfuerzo de integración.
Lo que plantea mi tío con su forma de filmar tiene similitudes con la posición que sostengo con mis pacientes y el estilo de escucha que incentivo en mi trabajo. Debo facilitar una disposición a abrirme al mundo, al Otro, dejarlo entrar, sin defenderme del todo. Cuando plantea que el mundo entra sin lógica, pienso en el estado que Freud llamó atención flotante, que no busca nada, que no selecciona, que vaga, se desvía, hace eco, a veces conecta, se prende y empieza a ver imágenes, soñar, a construir y luego co-construir con el paciente narraciones con voces que provienen de diversos Otros, produciendo significados vivos, tejiendo una red, una cuenca en que albergamos las trazas que se desprenden de nuestras vivencias.
Ir hacía el mundo es un riesgo del que no podemos prescindir siendo catastrófica la existencia de un sujeto que se hace isla o que se ve arrasado por las circunstancias, por lo que la pregunta de Anne Dufourmantelle resulta ser fundamental ¿Y si no morir en vida fuera el primero de todos los riesgos…?