Léanla, léanla, léanla
Mi primer impulso a la hora de escribir este texto fue hablarles de la novela, comenzar diciendo lo bien que la pasé leyéndola; o contarles del atractivo juego que María Eugenia despliega entre el dramático presente que vive Alejandro, postrado en una cama, imposibilitado de comunicarse, y el repaso de su vida; o replicar lo que hizo hace algunos años ese candidato que, ante el poco tiempo que tenía, redujo su mensaje en la franja electoral a una sola palabra: trabajo, trabajo, trabajo, y decirles, a propósito de este libro, ¡léanlo, léanlo, léanlo!
Resolví poner a raya mi ansiedad y declarar, por si fuera necesario un ejercicio de trasparencia, que conozco a María Eugenia desde hace poco más de 10 años y que, invariablemente, nuestros encuentros han sido al alero de este rito, el de las presentaciones de libros. La primera vez que supe de ella fue a partir del Premio Municipal de Santiago, allá por el año 2011. Yo integraba un jurado en el que también estaba Jaime Collyer. Aquella vez premiamos como el mejor libro de cuentos un volumen de Pablo Toro, pero resolvimos dar la mención honrosa a una autora desconocida en ese entonces, Alicia Fenieux, quien había publicado La mujer del café virtual en una editorial de la cual tampoco sabíamos de su existencia: Forja.
Cuando averigüé un poquito más supe que detrás del proyecto, que había sido lanzado el 2009, estaba María Eugenia Lorenzini, quien además ya sumaba dos novelas a su haber. Con el correr del tiempo, tuve la suerte de presentar otros títulos de Forja. A saber: dos o tres libros de Alicia Fenieux, que siguieron a La mujer del café virtual; también un libro de cuentos de Roberto Rabi; otro de Julio Calisto y, hace no mucho, un libro de cuentos de Ximena Güiraldes, a la que me atreví proponerle que golpeara la puerta de editorial Forja para su estreno como escritora.
Recuerdo que hace un par de años, María Eugenia me obsequió un ejemplar de Escucha, corazón, su tercera novela. Confieso, con algo de vergüenza, que la puse en el altillo de lecturas pendientes y que continúa ahí junto con otros títulos que han ido quedando postergados a consecuencia de cumplir con otras tareas que el trabajo diario impone. En alguna medida, celebro que haya sido así, porque permitió que me asomara a El silencio de Irene sin ningún tipo de preconcepto sobre el arte literario de María Eugenia. Este acercamiento a un autor o autora absolutamente nuevo o nueva es algo que disfruto. Sí, porque cuando uno ya ha leído a un autor o una autora, sabe más o menos a qué atenerse, intuye el tipo de historia y los derroteros por los que esta nos llevará, conoce, en cierto modo, las estrategias y los trucos de quien escribe. Pero con un autor o autora a la que uno no ha leído, todo es incertidumbre, expectativa, ansiedad, mariposas en el estómago.
Cuando abrí la novela, María Eugenia Lorenzini era un misterio para mí. Un misterio que comenzó a resolverse a poco andar. En este sentido, el arranque suele ser revelador. El de El silencio de Irene dice así: «Sigo aquí, pensó Alejandro Pissano al ver el tubo de luz fluorescente justo encima de su cabeza. Y otra vez deseó estar muerto». Lo leo de nuevo: «Sigo aquí, pensó Alejandro Pissano al ver el tubo de luz fluorescente justo encima de su cabeza. Y otra vez deseó estar muerto». Gran comienzo, intrigante, ¿dónde está Pissano?, ¿por qué tiene un tubo fluorescente encima de su cabeza?, ¿Por qué desea estar muerto?
El silencio de Irene es una novela-trampa, de esas que tras atrapar al lector se resisten a liberarlo. Tampoco es que uno luche demasiado para zafarse, porque del mismo modo que le ocurrió a Francisco Núñez de Pineda, este es un cautiverio feliz, no por la historia que se cuenta, que es dramática, emotiva, intensa, sino porque si hay algo que hace feliz a un lector es que se le cuente bien una historia.
María Eugenia es una maestra en aquello que el director y guionista de películas como Buscando a Nemo o Toy Stories, Andrew Stanton, definió como la «teoría unificada del 2 + 2». ¿En qué consiste esto? En no darle todo hecho a la audiencia, obligarla a que ate cabos; no le den cuatro, dice Stanton, denle 2 más dos. Y la novela de María Eugenia está construida sobre esta estrategia. Nos va entregando la información con cuentagotas y nosotros como lectores estamos del otro lado pidiéndole más, y más, y más, tratando de descubrir la pieza faltante, el por qué Alejandro ha quedado postrado en cama, el por qué Irene no está, el por qué habiéndose amado como se amaban la novela se resiste a mostrarlos juntos.
Esta novela es una suerte de montaña rusa, que condensa en 260 páginas una vida y un tiempo. La vida de Alejandro, que en buena parte es también la vida de ese Chile oscuro y terrible que arrancó con el Golpe de Estado y se prolongó en una dictadura que cambió las reglas del juego y la forma que teníamos de relacionarnos.
¿Es una novela política? Sí y no. Lo es porque plantea una mirada de mundo, porque toma posición, porque la historia de Alejandro es también una metáfora de Chile. Pero es mucho más que eso, aquí hay una historia de amor tan hermosa como compleja, que se resuelve de una manera imprevista. Es más, cuando uno piensa que la autora ya agotó todos los recursos para sorprendernos, vuelve a sacar otro as bajo la manga y le da otro giro a la historia.
Por otro lado, la autora es capaz de construir personajes complejos y empáticos. Cómo no enamorarse de Irene, cómo no querer a Alejandro, aunque muchas veces uno quisiera gritarle cosas a la cara, hacerle ver que el asunto no es por ahí, que se está equivocando. Y el final, qué se puede decir del final… No mucho, obvio, porque no vamos arruinar la historia. Solo plantear que a medida que uno se acerca al desenlace se pregunta cómo hará la autora para cerrar esto y lo hace de una manera soberbia.
Podría seguir enumerando virtudes de El silencio de Irene, pero prefiero imitar a ese candidato que abogaba por el trabajo, y decirles: ¡Léanla, léanla, léanla!