Preferir que no
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Preferir que no



Cada vez es más común en algunos negocios, sobre todo esos que posan de buena onda, que los vendedores y vendedoras sean demasiado amables, serviciales. No es una opción, claro, sino una obligación. Tal vez Bartleby, el héroe de Melville, nos dé la medida para resistirnos al trabajo feliz.  

Hay jefes que no se conforman con que hagamos bien el trabajo, además quieren que se haga con alegría, como si hubiera compromiso, como si lo estuviéramos pasando bien. No es que tenga que ser real el compromiso y de verdad pasarlo bien, basta con que lo parezca. Cada vez es más común en algunos negocios, sobre todo esos que posan de buena onda, que los vendedores y vendedoras sean demasiado amables, serviciales como Anthony Hopkins en Lo que queda del día; solo que el señor Stevens se jugaba el deber y el sentido de su vida en eso, así es que, supongo, su amabilidad no era actuada. A los vendedores, en cambio, los entrenan, los obligan, porque la buena onda es parte de la filosofía de la empresa (en realidad, por supuesto, la filosofía es ganar plata y la demasiada amabilidad es parte de los medios para lograrlo). El asunto llega al ridículo en una cadena de comida rápida, cuyo nombre no recuerdo, que simula o es, no lo sé, un diner gringo (no confundir con la chilena fuente de soda); allí los meseros tienen hasta que cantar y bailar, como si estuvieran en algún musical, con risas de televisión. No he tenido la mala idea ni la mala suerte de comer en ese lugar, pero dos o tres veces he pasado por fuera de uno justo cuando los empleados hacen su espectáculo de trabajador feliz.

 

«Yo me habría regocijado de su aplicación si hubiera hecho su trabajo con alegría. Pero escribía en forma silenciosa, pálida y mecánica», dice el abogado y narrador, jefe del joven escribano Bartleby, en el relato de Melville Bartleby el escribano. Una historia de Wall Street. Cuando Bartleby llegó a la oficina, en su primer día de trabajo, el abogado lo sentó cerca de él para tenerlo a mano en caso de necesitar ayuda. Al tercer día de estar ahí, fueron requeridos los servicios del aplicado pero no alegre trabajador. El jefe quería que lo ayudara a revisar la exactitud de un documento copiado: «Como estaba apurado y tenía la expectativa natural de que me iba a obedecer de inmediato, me senté, con la cabeza inclinada sobre el original y mi mano derecha extendida hacia el costado, sosteniendo la copia con algo de impaciencia, esperando que Bartleby, al emerger de su cubículo, lo tomara y empezara la tarea sin demora». El jefe llamó a su empleado, le dijo lo que quería. Este, sin moverse de su escritorio, le dio esa respuesta que es el precipitado, la materia sólida, bien asentada, calma, sosegada de la libertad, a pesar y para pesar del trabajo y de los jefes: «Preferiría que no».

 

Así traduce Roberto Castillo «I would prefer not to», en vez de «preferiría no hacerlo», la versión más común. «La propuesta de esta traducción», explica, «busca mantener la cualidad anómala y enigmática de la formulación original, la que, sin ser sintácticamente errónea, escamotea un cierre semántico fijo. En esa anomalía, en su condición trunca, en su infranqueable indeterminación, en su equilibrismo sintáctico, se cifra la radicalidad del modo de resistencia que asume toda la figura del escribano, una radicalidad que no puede ser absorbida por los paradigmas con que el narrador intenta enfrentarlo».

 

No es errónea sintácticamente la respuesta, pero sí lo es, si me lo permiten, pragmáticamente. Es una práctica errónea, fuera de lugar, desubicada, contra natura; y tenía la expectativa natural de que me iba a obedecer de inmediato, dice el jefe. Lo raro es que ese héroe del no trabajo —«este pobretón flacuchento, este asalariado»— en realidad es laboriosísimo: el primero en llegar a la oficina, el último en irse, no almuerza. Pero no basta, porque no obedecer además de no ser alegre es insólito, inexplicable, irracional: «Le tomé una confianza muy especial a su honestidad. Sentía que mis documentos más valiosos estaban perfectamente seguros en sus manos», dice el jefe. «Claro que a veces no podía evitar que me provocara espasmos de furia. Es que era muy difícil resignarse a esas peculiaridades tan raras, a esos privilegios y exenciones inauditas, es decir, a las condiciones tácitas impuestas por Bartleby para seguir trabajando en mi oficina». Lo que perturba al jefe no es que el escribano no haga todo el trabajo que debería hacer, ni siquiera que llegue finalmente a no trabajar y se quede parado mirando un muro, lo que desconcierta al abogado es no poder encontrar el flanco por el que pueda perturbar la preferencia de Bartleby de no hacer juicio, de no hacer caso. El problema es la negación de su autoridad. Ni siquiera puede despedirlo; es el mundo al revés. Y lo es en la capital (Wall Street) de la capital (Nueva York) del mundo contemporáneo. El jefe-narrador dos veces menciona un busto de Cicerón que tiene; la referencia puede ser casual, pero también podemos preferir que no lo sea. ¿Es el impávido Bartleby un estoico? ¿O se cree estoico, un Cicerón, el poderoso y pudiente jefe que dice de sí mismo que emana una «perfecta serenidad»? Quizás el empleado es un okupa de Wall Street; o tal vez sea, pálido y cadavérico como es, un fantasma de otro tiempo que recorre la capitalísima; o puede ser un deprimido, o mejor, una depresión... de la economía.

 

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Bartleby el escribano. Una historia de Wall Street.

Herman Melville

Traducción de Roberto Castillo

ilustraciones de Sebastián Ilabaca

Hueders, 2017

 

 


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