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Sin cuarto propio: Tillie Olsen


El lugar común es que los hijos culpen a los padres de lo que sea, porque sí y porque no, con o sin razón. Pero los hijos también cargan y pueden cargar toda la vida; y arruinar la vida de sus padres. De la madre, por ejemplo, cuando esta ha debido entregarles todo, a ellos y a su marido, cuando ha renunciado a sí misma, a sus sueños de revolución y cambio social, a su amor a la literatura, para convertirse en empleada de su familia, sin derecho a jubilación. Tanto que se hace costumbre, hábito. Una mujer que en las reuniones familiares solo está cómoda yendo de la cocina a la mesa y de vuelta, u ordenando algo, sin sentarse nunca. Como la protagonista de “Dime una adivinanza”, el cuento que le da nombre al libro de relatos de Tillie Olsen.


El matrimonio de esa historia es viejo, siempre fue pobre; él se la pasó en trabajos temporales. Son rusos, socialistas, que al parecer llegaron a Estados Unidos huyendo de la fallida revolución de 1905. La misma que hizo arrancar a Trotsky, Lenin y otros. Llevan 47 años casados, sus hijos ya tienen vidas propias y, piensa él, al fin pueden tener un futuro que no sea trabajar: vender su casa e irse a vivir a un lugar llamado El Refugio, una residencia cooperativa para la tercera edad.


Ella no quiere.


Él intenta convencerla diciéndole que la tratarán como una reina (“Nunca me gustaron las reinas”), que no tendrá que preocuparse de los platos, de la basura, de la ropa sucia ni de comprar comida.


“¿Y qué otra cosa voy a hacer con las manos vacías? Mejor comer en mi propia mesa a la hora que me plazca, y comer y cocinar lo que me apetezca”, le responde ella, parca, molesta, sarcástica. ¿Ahora les preocupa, a él y a los hijos, que se suman a la tarea de convencerla, ahora les preocupa la limpieza y la comida?


Lo pasaríamos bien, insiste el marido. Hay un club de lectura donde leen a Chéjov, “ese que te gusta”.


“¡Pasarlo bien! —Saboreó las palabras—: Ahora sí, cuando te interesa, me buscas un club de lectura. Y hace cuarenta años, cuando los niños eran unos renacuajos y había otro club, ¿te quedaste alguna vez en casa con ellos para que yo fuera?”.


En la contratapa de Dime una adivinanza leemos elogios de Alice Munro y de Margaret Atwood: “Siempre que leo Dime una adivinanza, me rompe el corazón”, dice la primera. Y Atwood: “Respeto se queda corto, «reverencia» es la palabra”.


No exageran las dos escritoras; cada una de las historias, y el libro entero una vez leído, te dejan apesadumbrado, incluso resentido, hay que respirar profundo una o dos veces antes de poder salir de ahí. Se mezclan, extraños, el sentimiento de derrota y el de dignidad. Eso vale una reverencia.


En “Aquí estoy, planchando”, una madre le habla sin hablarle a su primera hija, a la que no pudo poner tanta atención, a la que tuvo que dejar con una vecina, mandar a una guardería y llevar con la familia del padre, separarse de ella, porque debía trabajar para sobrevivir. “Yo tenía diecinueve años. Era la época de la Depresión, antes de los servicios de asistencia y los programas de empleo del gobierno”, dice la mujer. “Tardé mucho tiempo en reunir el dinero para traerla de vuelta. Entonces enfermó de varicela y tuve que esperar aún más. Cuando finalmente volvió, casi ni la conocía. Caminaba rápida y nerviosa como su padre, se parecía a él, delgada y vestida de rojo vulgar que le amarilleaba la piel y le resaltaba las marcas de la viruela. Toda su belleza de bebé se había esfumado”.


Hay mucho de la vida o el mundo de Olsen en sus cuentos. El libro es autobiográfico, pero en el sentido en el que lo son esas memorias personales que al pasar por la imaginación —y no olvidemos que los recuerdos ya son imaginación—, se transforman en historias sobre la condición humana. Podríamos pensar, por ejemplo, en Manuel Rojas e Hijo de ladrón.


Tillie Olsen nació en Nebraska, sus padres era refugiados rusos, judíos y socialistas, que huyeron de la Rusia zarista tras la revolución de 1905. Ella comenzó a escribir en la década de 1930, durante la Gran Depresión en Estados Unidos, que siguió a la crisis financiera de 1929; la década, también, del New Deal de Franklin D. Roosevelt, la política primero de emergencia y luego de bienestar que aún no llegaba cuando aquella madre de 19 años, en “Aquí estoy, planchando”, tuvo que dejar a su hija.


Olsen comenzó a los 19 años su primera y única novela, Yonnodio, sobre un hombre de clase trabajadora. Ella misma había dejado el colegio para trabajar y así ayudar a sus padres; logró un contrato para terminar y publicar su novela, llevó a su hija con unos familiares para escribirla, pero no aguantó la separación y dejó el libro. Y su literatura, porque se casó y tuvo que trabajar en lo que hubiera para criar a sus cuatro hijas.


Lo que no dejó fue la lectura, gracias a las bibliotecas públicas; tampoco la política, el activismo. Ya en la adolescencia fue miembro de la Liga de Jóvenes Comunistas, en 1934 la encarcelaron por involucrarse en luchas sindicales. Escribió ensayos políticos. Su marido también era activista. Fueron perseguidos en la época del macartismo. Ella fue seguida por el FBI.


En 1953, Olsen pudo volver a la literatura: su hija mayor la convenció de matricularse en un curso de escritura. Destacó y el profesor le dijo que tomara cursos universitarios; en 1955 y 1956 ganó una beca y escribió las cuatro historias de Dime una adivinanza.


Virginia Woolf dijo que las mujeres necesitaban de un cuarto propio para escribir y para escapar del mandato femenino. Pero, claro, tener un cuarto propio no es cosa universal; Woolf podía tenerlo porque perteneció a la alta burguesía británica. Tillie Olsen no. Y así y todo escribió. O tal vez esa beca, y antes las bibliotecas públicas, y el trabajo, y el sindicalismo, la política, la vida pública, hayan construido el cuarto de esta obrera escritora. No convirtamos esto, eso sí, en un ejemplo de que si se quiere se puede; solo es manifestación de que el tiempo es un privilegio, el tiempo y el espacio.


Olsen fue también una temprana feminista que con su obra y activismo hizo ver lo difícil que era para una mujer dedicarse a la escritura, especialmente para una madre trabajadora; así lo escribió en Silences, “un ensayo sobre el silencio al que se vieron obligados autores y autoras por su origen y clase social, ideas o género”, según el resumen en la solapa de Dime una adivinanza. Como dijo The Guardian en 2007, con su trabajo Olsen ayudó a muchas aspirantes a escritoras a encontrar su voz.


Las historias de Dime una adivinanza son historias sobre maternidad, familia, vejez, racismo y trabajo; muestran a la clase obrera estadounidense de la primera mitad del siglo XX, con sus sentidos y sinsentidos económicos, sociales y políticos. Cualquier coincidencia con otros tiempos y lugares no es coincidencia.


La lucha a veces a muerte por el reconocimiento de la propia dignidad define a las conciencias, creía Hegel. Yo también soy humano, humana, le reclama una vida a otra; soy fin, no solo medio. Me libero, pero tal vez para liberarme domino a otra, a otro, con o sin conciencia. Es la paradoja del reconocimiento, de la identidad; es la interseccionalidad, las contradicciones, la dialéctica que nunca acaba: raza, sexo, clase, género, religión, nacionalidad, familia... Etcétera. Y lo demás.


“La contradicción es el signo de la escritura de quien está cambiando el mundo en el sentido de un antes y un después, claro que no para todos”, dice María Moreno en Contramarcha. Y es como si hablara de Olsen.


“¿Qué barco, marinero?”, el segundo cuento de Dime una adivinanza, comienza así, o mejor, nos planta así en un mundo: “Bajo la luz mugrienta, se concentra el olor del tabaco fumado mucho tiempo atrás y del alcohol bebido mucho tiempo atrás; voces que fanfarronean, maldicen, persuaden y se arrastran; nota el tacto pegajoso de la barra cada vez que busca el vaso a tientas”.


Es la historia de un marinero que ha regresado a tierra tras su última vuelta al mundo; trae dinero, parece que harto, tanto como lo mucho que ha trabajado, y lo gasta en ese bar. Se aloja en alguna pieza. Está borracho. Hasta que decide ir a la única casa y familia que parecen suyas, aunque en realidad no lo son: “Voy a ver a Lennie y Helen y las niñas, sin regalos para nadie, y ni siquiera me siento bien”, piensa. Lo reciben, lo cuidan, los más chicos le piden historias de sus viajes; pero la hija mayor de la familia amiga, ya adolescente y algo arribista, se avergüenza de él, lo rechaza, le hace la desconocida (salvo cuando le regala algo).


En “Oh, sí”, parece que la familia es la misma, pero esta vez la narradora es la madre, quien habla de una de sus hijas; de la amistad que tiene la niña con una compañera de la escuela, una amiga negra. Una amistad que poco a poco comienza a diluirse, porque, como descubre la madre, y para su pesar, el racismo está haciendo mella en la cabeza de su hija, desde la escuela al barrio.


Esta descripción de los relatos de Olsen no les hace justicia, podrían sonar a panfletos o cuentos meramente discursivos, reivindicativos; pero no hay tal. Hay vidas, detalles, pensamientos que lo hacen a uno espectador de distintas vidas, que lo van envolviendo en distintas vidas. Y de algún modo en todas las vidas, pero en dosis sutiles: un gesto, un pensamiento, objetos, miradas. Dosis que a veces curan y otras envenenan, como las palabras.


La escena es bella y hasta sublime, por lo estremecedora, abismante y a la vez sutil; hemos vuelto a “Dame una adivinanza”, con ese viejo matrimonio de exiliados rusos: están en la playa, luego de mojarse los pies en el mar, ella, enferma, débil, pero ahora sí alegre, se sienta en la arena. Todos, menos ella, saben que morirá pronto. Él la acompaña, la cuida. Le preocupa que pueda resfriarse. Ella junta arena en un pañuelo y lo anuda haciendo una bolsa. Parece libre. “Se tendió con la bolsita contra la mejilla”, escribe Olsen, “mirando hacia la orilla que había nutrido la vida cuando esta, hace millones de años, salió reptando en pos de la conciencia”.



Juan Rodríguez M.



Dime una adivinanza

Tillie Olsen

Traducción de Blanca Gago

las afueras, 2020.

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