Barullo [Fragmento]
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Barullo [Fragmento]

19 Leo a Fabio Morábito que lee a Kafka. Dice que lo más interesante, la jugada maestra del checo en La metamorfosis, es la represión. “La supresión del grito”, apunta. El hecho de darse cuenta de que no necesita narrar ese grito lo convierte en el escritor que es. Porque cuando Gregorio Samsa se despierta y se reconoce bicho, en lugar de pegar un alarido, en lugar de entrar en pánico, se preocupa por no llegar tarde al trabajo. Y cuando su madre le pregunta qué hace todavía en la cama (mamá nunca hacía fiaca), él responde: “Ya me levanto”. Como si nada. Y, sin embargo, todo gira alrededor de su transformación. (Bárbara Blasco: “La enfermedad parece un arte abstracto, pero es figurativo”).

Pienso en mi vida, en lo que no digo (en lo que no dije) y en lo que me pasa (en lo que me pasó), en el grito que eludo (en el que de chica no vomité).

En mis sueños se repite la imagen de un sendero de lágrimas quietas en la carita de una nena que soy y no soy yo.

También se repite la imagen de una mujer vestida de negro. A veces me arropa y entona canciones que no reconozco. Otras, yo estoy tirada en el piso, ella me da la mano para levantarme y después la saca. Como que amaga y se va.

Trato de no evocar el momento de la supresión de mi grito, pero de repente irrumpe, tal como los sueños, que nadie los pide y llegan igual. Suena una canción y ellos cantan y enseguida el ruido y el qué-está-pasando y el silencio. En los alrededores, personas que me miran como si yo fuera un circo (¿y si yo pudiera transformarme en público, en ellos?, algo así debo haber pensado, miraba demasiados dibujitos, leía demasiados cuentos fantásticos, la idea de ser otra no me parecía tan imposible). Está la sangre. También la mía. Hay cosas rotas, los coches que hacen fila para seguir su camino. Las sirenas, de los bomberos, de la policía, de los médicos. Y esa voz que me dice/ dijo tranquila, ya te sacamos.

Deseaste que fuera mamá.

Era muy chica y lo suficientemente grande como para darme cuenta de que lo que no se mueve y no habla es porque no vive. Los quietos quietísimos están muertos (aunque siempre existen excepciones, gente que post mortem simula vivir con espasmos, evacuaciones involuntarias de orina o heces, sonidos e incluso erecciones). No son ellos, es lo que de ellos queda. Saber no es lo mismo que entender.

Saber no es lo mismo que entender, es cierto. Según me enteré después, fue mi abuela la que me sostuvo la mano mientras dormía en el hospital (estábamos cerca de Entre Ríos, ya casi llegábamos cuando la vida mía se fue de tono). Era ella la que estaba sentada al lado mío y todavía teníamos nuestros dedos entrelazados cuando una enfermera le dijo la mano, un ratito saque la mano, por favor, así el doctor revisa a la nena. Al rato avisó que todo bien, a la mañana pueden irse.

También dijo que teníamos que ver a una psicóloga, ¿te acordás? Por eso, después, una vez por semana, íbamos a lo de Perla y armábamos torres con bloques de madera y hacíamos dibujos y peinábamos a las Barbies mientras comíamos galletitas surtidas que la abuela compraba a granel en un almacén. Nos encantaba mirar las latas en los estantes y elegir dos de estas, tres de las otras y así. Una vez, la primera creo, le dijimos:mamá y papá se atropellaron. Y a Perla se le escapó una carcajada.

Tengo incrustados, me astillan los detalles del momento en que salí del hospital. Me veo ahí, la veo: remera blanca/ calza gris mélange/ buzo con capucha a la cintura/ trenza cocida floja (se le armaba un jopo adelante, la abuela trató de disimular mojándole el pelo, pero no hubo caso)/ caja de caramelos confitados color pastel(regalo del abuelo)/ venda en la mano izquierda/ bolsa de residuos blanca con ropa sucia/ valijita rosa para jugar a la mamá, regalo de la abuela (a-la-mamá).


Muy oportuno el regalo. Seguramente ni lo pensó, no era de analizar tanto ella. Era lo que le salía y ya. Me acuerdo de un momento concreto: el instante exacto en que pensé en mi mamá y dónde estaría y dónde iría yo si ella no estaba. Adónde iría y con quién.

¿Mi casa seguiría siendo mía sin ellos? Fue justo cuando avanzábamos en el cubículo de una gran puerta giratoria, parecida a la calesita a la que iba con mamá. Esta no tenía nada de divertido. Al poco tiempo se vendió, los abuelos compraron un departamento en la Capital, y ahí entendiste un poco más. Papá y mamá nunca conocerían el cuarto donde dormirías tan mal como siempre, la cocina donde engullirías fideos con manteca los lunes y miércoles (los viernes y domingos, pizza), la mesa donde jugarías al dominó los feriados, la terraza donde organizarías meriendas rococó y ofrecerías bolitas caseras de vainillas y dulce de leche, la pizarra en la que el abuelo Pepe te enseñaría a dividir y la raíz cuadrada y fracciones, el living: ahí festejarías los 11 y los 12 y los 13 y los 14 y los 15 y los 16 y los 17 y los 18 y los 19 y los 20.

Pero esa tardecita, casi noche, no fui ni a mi casa ni a ese departamento, porque todavía era solo una idea en la cabeza del abuelo. Me subieron al auto, anduvimos un par de cuadras y estacionamos justo enfrente de un hotel. Les pregunté si nos quedaríamos ahí y me respondieron que sí. Me preguntaron si me parecía bien pedir unas hamburguesas a la habitación y asentí. Comimos sentados en una cama grande mientras mirábamos Susana Giménez. La abuela puso una toalla para que no mancháramos el acolchado. La comida estaba rica. El abuelo me dijo que tocaba baño polaco porque éramos tres y se hacía tarde. Los azulejos eran blancos con flores azules. Dibujé nubes en el espejo empañado.Antes de irme a dormir pedí que dejaran la tele encendida. Es todo lo que me queda de la noche que sigue sin amanecer. No, no es todo.La abuela te dijo, cuando ya eras grande, que mientras dormías te contó una historia. Un cuento era, y vos sonreías. Y eso le dio esperanza. Ibas a estar bien.

Vas a estar bien, Maca.

¿Voy a estar bien?








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