La crueldad
I
“La crueldad no es otra cosa que la energía del hombre”, define el marqués de Sade, reconocido experto en la materia; “el niño rompe su sonajero, muerde la teta de su nodriza y estrangula a su pájaro mucho antes de entrar en razón”. La energía que nos habita, la fuerza que pone en movimiento la vida, está intrínsecamente asociada al goce destructivo. Tal impulso se orienta a transgredir una prohibición, un límite, un velo –prohibición que según Sade procede de afuera, de la sociedad, pero que Bataille ha mostrado ya en su carácter constitutivo del ser humano–. La crueldad consiste entonces en desgarrar el velo que cubre desde el origen lo que no soportamos ver o saber: nacemos con los ojos cerrados.
En un sentido literal y simbólico, se trata de la sangre, que debe permanecer en el interior, y cuya visión produce el desvanecimiento de los corazones piadosos. En efecto la crueldad se vincula etimológicamente con lo cruento (lo sangriento) y lo crudo: la crueldad es recrearse en la sangre, divertirse o gozar con la sangre. Cuando el velo-piel se rompe, esta se derrama y la morbosidad se relame. Así sucede cuando herimos, pero también cuando hurgamos, espiamos, exhibimos, chusmeamos, provocamos, aguijoneamos, desafiamos. Esas son las delicias de la crueldad, que atraviesan con mayor o menor intensidad a todo aquel que esté vivo. La sangre es precisamente la cifra de la vida, lo saben los vampiros y también sus presuntos enemigos cristianos, que la beben en la eucaristía como alimento vital. Cuanto más íntimo es aquello que se exhibe al rasgarse el velo, mayor es la crueldad, mayor la profanación del espacio sagrado que delimita la intimidad.
II
Concebida como desgarramiento de velos, la crueldad revela su profunda afinidad con la curiosidad. Cualquiera que haya visto a un niño desarmar un juguete comprende el sesgo destructivo del acto curioso. La gran cantidad de mitos y relatos que nos advierten sobre el carácter destructivo de la curiosidad da cuenta del asunto: si se transgrede el límite, no hay vuelta atrás. Pandora, Eva, Psique, la mujer de Barba Azul, Orfeo, todos han conocido las consecuencias de violar la prohibición: el estado de cosas existente no podrá conservarse. La curiosidad mueve y transforma, y por lo tanto pierde y destruye.
La curiosidad supone la persecución de alguna verdad o conocimiento que es por necesidad una cruda verdad (no hay verdades piadosas). Esa persecución requiere más coraje que inteligencia. La fórmula ilustrada sapere aude supo captar esa relación del saber con el atrevimiento, con el arrojo. No hay curiosidad sin coraje, ni coraje sin crueldad: el gesto consiste en soportar la pérdida para saber, investigar, destapar, desvelar.
III
La ética sadiana propone no hacer caso a ningún freno en el ejercicio de la crueldad, pero tal exigencia entraña una contradicción evidente: si no consideramos ningún límite, la transgresión se desvanece. El gusto de Sade por la blasfemia expresa esta tensión de manera elocuente: para que haya profanación hace falta sacralidad. El velo y su desgarramiento (así como la prohibición y la transgresión) conforman un único mecanismo que define la estructura de nuestro modo de ser y de actuar en el mundo. En este sentido, quizás no convenga asumir una definición materialista ontologizante como la sadiana, que concibe la crueldad como “energía”, ni tampoco pensarla como una pasión: más bien se trata de un gesto (de desgarrar el velo), de un acto. Lo mismo vale para el gesto que se le contrapone, el piadoso, que sostiene el velo y se priva de las delicias de la crueldad. La piedad no consiste primeramente en una com-pasión, en sufrir con otro –en la escultura de Miguel Ángel que lleva ese nombre se destaca la ausencia total de sufrimiento en el rostro de María–, sino que cumple la doble función de decir no a la crueldad (el freno) y de sostener lo que carece de vitalidad. El acto piadoso en su aspecto positivo es en extremo sutil: consiste en sostener la escena cuando el deseo –perteneciente por principio a la lógica curiosa y erótica de la crueldad y proclive siempre a caer desfallecido, como Jesús en la escultura– se ha retirado.
Si la crueldad es hermana del coraje, de la verdad y la franqueza, la piedad tiene como parientes a la cobardía, la mentira y la hipocresía. Sin un poco de cobarde piedad, no hay freno para la crueldad intrínseca a la vida humana. La cobardía no es tanto el miedo, como el acto que cede ante el miedo, y al ceder se priva también de gozarlo, de enfrentarlo, de vencerlo. La hipocresía, por su parte, tiene la virtud de la humildad: no provoca, no lucha, sostiene la escena, cede el protagonismo. La soberbia es entre los griegos la acción de extralimitarse (la hybris), es decir, de no aceptar el límite, el carácter limitado de la humanidad frente a los dioses. Tomar el cielo por asalto, no bajar la cabeza: la curiosidad no juega otro papel desde el Génesis. La advertencia de los mitos es clara: la crueldad permite el movimiento vital creador, pero sin piedad no puede haber supervivencia de lo creado.
IV
La ética de la crueldad insiste con el siguiente argumento: el freno a la crueldad procede de la debilidad, los fuertes en cambio son aquellos que carecen de piedad y de (mala) conciencia; los débiles buscan debilitar a los fuertes, que deben liberarse del yugo de la conciencia. William Shakespeare ha colocado parte de este argumento en boca de Ricardo III, el rey sanguinario de crueldad irrefrenable: “La conciencia es solo una palabra que usan los cobardes, inventada para asustar a los fuertes”. Por su parte, el asesino mercenario contratado por Ricardo lanza esta jocosa invectiva contra la conciencia: “No quiero tratos con ella; a cualquiera lo vuelve un cobarde. Uno no puede robar sin que lo acuse, no puede jurar sin que le tape la boca, no puede acostarse con la mujer del vecino sin que los pesque. Es un espíritu ruboroso y vergonzante que se amotina en el pecho del hombre. Te llena de obstáculos: una vez hizo que devolviera una bolsa de oro que encontré por casualidad. Deja en la ruina a cualquiera que la conserve; la destierran de los pueblos y las ciudades por ser cosa peligrosa, y todo el que pretenda vivir bien, se esfuerza por fiarse de sí mismo y vivir sin ella”. Fiarse de sí mismo, del propio impulso inmediato o instinto, y no someterse a la voz consciente, duplicadora, reflexiva, aquella que engendra la culpa: esa es la ética soberana de Sade. Bataille tiene el mérito de haberla expuesto en su verdad y también en su mentira. Las dos mentiras de Sade pueden resumirse así: la soledad es indefectible (no habiendo lazo posible entre personas), y existe la posibilidad de un hombre soberano cuya fuerza no se detiene ante ningún límite y por tanto ningún otro. Como ha mostrado Bataille, ni estamos solos ni existe tal ser soberano: aún reconociendo la relación entre soberanía, egoísmo y fuerza, lo cierto es que no disponemos de esa fuerza de la que nos quiere hacer dueños el marqués. La cobardía es constitutiva del ser humano y contribuye a hacerle frente al gesto cruel con siempre relativo éxito. Bataille define al ser humano a partir de las prohibiciones; en nuestros términos, el velo y la crueldad son dos caras de una misma moneda.
V
Shakespeare sugiere que la crueldad de Ricardo está ligada a un coraje que roza lo maravilloso: “El rey ha hecho más prodigios que un hombre, osando enfrentarse con todos los peligros. Su caballo ha caído y sigue el combate a pie, buscando a Richmond en las fauces de la muerte”, comenta su consejero Catesby. Ese arrojo desmedido no es humano. “¿Tener compasión? No, eso es de cobardes y mujeres”, exclama el asesino del cristiano Clarence, a lo que este responde: “No tener compasión es de bestias, salvajes y demonios”. Shakespeare supo mostrar que ambas afirmaciones son ciertas.